DEFINICIONES POLÍTICAS

¿Seremos capaces los seres humanos de superar nuestras ambiciones y egoísmos para vivir en una sociedad fraterna, humana y sensible, en un marco de sobriedad y desarrollo? Andrés Opazo nos entrega una reflexión que apunta la sociedad de la riqueza u opulencia, en contraste con una de sobriedad, que involucra un marco valórico que determina nuestra conducta social. Complementa con una interpelación a la iglesia citando al teólogo jesuita español José Ignacio González Faus. Por su parte, Rodrigo Silva, como él mismo dice, nos hace un planteamiento quizá utópico, que apunta a la responsabilidad social, sobre todo en tiempos de definiciones electorales.
Como siempre, les invitamos a compartir, a divulgar, a debatir y, por qué no, también a escribir, porque LA PALABRA NUESTRA puede ser también de ustedes.


CIVILIZACIÓN DE LA RIQUEZA O CIVILIZACIÓN DE LA SOBRIEDAD

El tema del crecimiento del PIB (la riqueza que se produce en Chile) ocupa un lugar en la actual campaña presidencial. Los últimos 25 años vieron un alto crecimiento de la economía. Entre 2010 y 2014 (gobierno de Piñera) el PIB creció en torno al 5%. Entre 2014 y 2017 (gobierno de Bachelet) lo hizo a alrededor del 2%. La disminución del crecimiento económico es para la derecha política y la económica (gremios empresariales), señal del estancamiento de un país que se derrumba a pedazos. Ahora bien, y sin entrar en la discusión sobre los factores que inciden en el PIB de Chile (como el precio del cobre), quisiera referirme al tema desde otro punto de vista. ¿Por qué siempre hay que crecer? ¿Será realmente el crecimiento de la economía un objetivo de vida? ¿Puede crecer en forma indefinida una economía como la chilena, basada en la explotación de recursos naturales, minería, pesca, industria forestal? ¿No acabaremos destruyendo nuestro aire, nuestra tierra y nuestro mar? Esta obsesión por un Chile cada vez más rico da cuenta de una auténtica “civilización de la riqueza”. Una civilización, o sea, una forma generalizada de pensar, hábitos inconscientemente adquiridos como naturales y benéficos; a fin de cuentas, una manera de vivir y comportarse como la única real y posible, en donde el dinero es el valor universal e indiscutido.

Pero, aparte de la insensatez de la idea de crecimiento económico indefinido, la antes insospechada riqueza producida por el país, ha desembocado en una peligrosa desigualdad social. Sin negar un cierto chorreo y un incremento de la capacidad del Estado para desplegar políticas redistributivas, lo cierto es que esa nueva riqueza la disfruta distraídamente menos de un 5% de la población. Según datos del INE (2017), los altos ejecutivos ganan más de 6 millones de pesos mensuales; si son de grandes empresas financieras y del gran comercio superan los 20 millones; sólo un 1,4% de la población gana más de 3 millones. En contraste, la mitad de los chilenos perciben menos de $ 350.000 al mes (37 veces menos que un parlamentario); el 10% más rico gana 26 veces más que el 10% más pobre. No es necesario conocer estas cifras para constatar la extrema desigualdad; basta recorrer los barrios ricos y visitar de paso las poblaciones en donde residen los mayores contingentes de chilenos. El amor al dinero y el abismo social en la capacidad de conseguirlo es la causa.

La “civilización de la riqueza” consiste en el ansia de tener cada vez más, adquirir más propiedades, autos más lujosos, darse gustos cada vez más sofisticados; auto-exigirse para acceder a un mayor poder, sobre las personas, las instituciones y la sociedad; escalar hacia un estatus social más alto. Y lo dramático es que esta cultura se contagia a la clase media, que se endeuda para llegar a tener más y distanciarse de los pobres.

Hace unos días apareció en The Clinic una entrevista a Gastón Soublette, un musicólogo y prestigiado profesor universitario de ética y cultura. Manifestaba su desilusión porque ninguno de los candidatos a la presidencia estaba pensando en un mundo nuevo, diferente del actual. Sostenía que, lo que se ha impuesto en Chile no es sólo un modelo económico, sino un “modelo de civilización” que no da para más. En donde se honra a unos pocos millonarios, mientras millones sobreviven en necesidad, en donde las pensiones son atroces y los jóvenes carecen de oportunidades. Lo que en el fondo prevalece es el bienestar del individuo, el rendimiento, el consumo.  En Chile se ha perdido la noción de lo colectivo. Nuestro país no es su cultura, no es su sentido de nación, ni siquiera de sociedad. Somos sólo una economía. Una verdadera patología que corroe la consistencia ética, la madurez psicológica, la educación en valores; una ceguera que no repara en la calidad de la vida y de las relaciones entre las personas; en definitiva, en la satisfacción de vivir bien, en simplicidad, y en paz con los demás. No obstante, Soublette no pierde la esperanza. Ve en la juventud, y sobre todo en el mundo de la cultura, un descontento y rechazo creciente que augura un cambio.

En un contexto muy distinto del chileno, en El Salvador, país de extrema pobreza y atravesado hace unos años por la extrema violencia de una guerra interna, surgió la palabra de un filósofo y teólogo español que hablaba de una “civilización de la pobreza”, capaz de generar una convivencia armónica y más humanizada. Ignacio Ellacuría fue un jesuita asesinado en 1989 por un comando militar. Quizás esa expresión, entonces provocativa, puede no sonarnos bien a nosotros. Por eso parece mejor la de una “civilización de la sobriedad”. ¿En qué consistiría esta forma de civilización?

“Una civilización donde la pobreza ya no sería la privación de lo necesario y fundamental, sino un estado universal de cosas, en que está garantizada la satisfacción de las necesidades fundamentales, la libertad de las opciones personales y un ámbito de creatividad personal y comunitaria, nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás hombres, consigo mismo y con Dios.”

“Esa pobreza es la que realmente da espacio al espíritu, que ya no se verá ahogado por el ansia de tener más que el otro, por el ansia de tener toda suerte de superfluidades, cuando a la mayor parte de la humanidad le falta lo necesario. Podrá entonces florecer el espíritu, la inmensa riqueza espiritual y humana de los pobres, hoy ahogada por la miseria y por la imposición de modelos culturales, más desarrollados en algunos aspectos, pero no por eso más plenamente humanos.”

Esta civilización de la sobriedad es la que muchos anhelamos para Chile, en donde no tiene cabida la patología del consumismo, ni del individualismo exacerbado, ni del clasismo ni el racismo chileno. Ser sobrios a la vez que conscientes de la existencia y necesidades de otros, podría volvernos más felices. ¿Por qué no hacer de ello un ideal político?

Andrés Opazo



RIQUEZA Y POBREZA; INTERPELACIÓN A LA IGLESIA

En su libro “Otro mundo es posible… desde Jesús”, el teólogo jesuita español José Ignacio González Faus nos ofrece pasajes de la carta pastoral de los obispos vascos de 1981, titulada “Los pobres, interpelación a la Iglesia”. Comparto algunos de ellos.

“Jesús ha desenmascarado todo el poder alienante que se encierra en las riquezas; para Jesús las cosas materiales son buenas, y los hombres debe disfrutarlas como un regalo de Dios. Precisamente por eso, Jesús va a condenar duramente a los ricos y maldecir a los hombres que acaparan y poseen más de lo que necesitan para vivir, sin preocuparse de sus hermanos.”

“Las riquezas despiertan en nosotros la necesidad insaciable de tener siempre más… Jesús ha visto con profundidad… que el rico corre el riesgo de ahogar los deseos de libertad, justicia y fraternidad que nacen desde lo más hondo de todo hombre”.

“Según toda la tradición bíblica, esta riqueza de algunos existe a costa de la pobreza de otros. En definitiva, hay pobres porque hay ricos. Jesús no se preocupa tanto por el origen injusto de las riquezas, cuanto por el hecho mismo de su posesión. Su denuncia es más profunda y radical: mientras siga habiendo pobres y necesitados, la riqueza acaparada y sólo poseída para sí, es un obstáculo que impide el Reinado de Dios, que quiere hacer justicia a todos los hombres. Por eso Jesús la condena”.

“La riqueza endurece a los hombres y los insensibiliza a las necesidades de los demás… Aunque viva una vida piadosa e intachable, algo esencial le falta al rico para entrar en el Reino de Dios. Algo falla en nuestra vida cristiana cuando somos capaces de vivir disfrutando y poseyendo más de lo necesario, sin sentirnos interpelados por el mensaje de Jesús y las necesidades de los pobres.”

“Jesús es duro con los ricos, pero su mensaje no deja de ser un mensaje de esperanza también para ellos… Por eso se acerca también a los ricos, entra en sus casas. Al rico le ofrece un camino de salvación: compartir lo que posee con los pobres.”

“Este estilo de vida pobre (de Jesús) no está motivado por un sentido ascético o por el desprecio de las cosas materiales. Es la actuación consecuente de quien sabe que no se puede anunciar el evangelio a los pobres desde la riqueza, el poder o la seguridad”.

Al comienzo del capítulo del libro mencionado, en donde textos como los aquí transcritos anteceden diversos párrafos, González Faus presenta una reflexión del mayor teólogo del Concilio Vaticano II, el alemán Karl Rahner. Alude a la interpelación de los pobres a la Iglesia.

“La Iglesia debe hacer digno de credibilidad su amor al prójimo, mediante su compromiso socio-político y su crítica de la sociedad… Si el hombre de la calle tiene la impresión de que la Iglesia constituye una fuerza conservadora del orden, de que pretende hacer justicia a todos por igual, en vez de preferir como Jesús a los pobres y marginados, si ella encuentra mejor recepción entre los estamentos del “establishment” social y entre los ricos que entre los pobres y oprimidos, entonces algo no marcha en esa Iglesia”. Karl Rahner: “¿Qué debemos creer todavía?

Andrés Opazo



¿NOS COMPROMETEMOS?

Todos los candidatos dicen desear el bien común, el progreso del país, el bienestar de todos los chilenos. Todos pidieron el apoyo para la primera vuelta y dos ya lo están haciendo para la jornada definitiva del próximo diecisiete de diciembre.
¿Qué papel tenemos los cristianos en esta disyuntiva? La pregunta es bien amplia, pero la acoto.
¿Quién y en qué circunstancias estará diciendo o dirá estrictamente la verdad? ¿Qué significa progreso o bien común? Ciertamente hay muchas aproximaciones a temas tan generales. Pero qué significa para mí esta definición, sobre qué parámetros juzgar a quienes nos ofrecen su conducción de país.
SI pensamos en el Evangelio, deberíamos preocuparnos de los marginados, de los más excluidos de la sociedad, de la gente que lo pasa mal y de sus necesidades. Las personas que están en el extremo de la sociedad, del orden de tres millones de compatriotas. Y también aquellos que están emergiendo, pero que tienen grandes necesidades. Esas difusas capas medias que desearían tranquilidad y bienestar y están sumidos en las expectativas y las necesidades perentorias.

¿Qué necesitan? Varias cosas. Por de pronto, ser tratados con dignidad, no sólo en el plano individual, sino como expresión de sociedad. Eso significa, por ejemplo, salud oportuna y de calidad. Dogo salud pública, tanto en la atención primaria como especializada. Y esa es una cadena con varios ingredientes. Infraestructura hospitalaria, médicos, enfermeras, auxiliares, asistentes para-médicos. Es decir, edificios e instalaciones dignas, profesionales de la salud bien formados y bien pagados, equipamiento de última generación y un cambio cultural en la prestación de los servicios. Sí, que las personas del sistema de salud sientan o más bien tengan la convicción  que no están haciendo favores por atender a los humildes, sino todo lo contrario, que están contribuyendo decisiva y humanamente a su recuperación. Gente que tenga sensibilidad. En suma y en lo grueso, el desarrollo de una política integral de salud, de mediano y largo plazo, que se haga cargo de todas la variables que inciden en el sector, para que se entienda la salud no como un negocio, sino como una política de estado, que acoge con responsabilidad a la gran mayoría de los miembros de nuestra sociedad.

Esto no significa, ni por asomo, que las clínicas privadas, todas y ojalá más, sigan implementando sus políticas de desarrollo y crecimiento. Que la gente que tenga el dinero para pagar del orden quinientos mil pesos o más por una cama de hospitalización (las de atención básica), que lo haga y que su Isapre los bonifique. Que todo eso continúe. Pero que  nos hagamos cargo, como sociedad, de una necesidad esencial de la mayor parte de la población de Chile, en las ciudades y en el campo.

Y así como ocurre con la salud, que en educación el dinero no sea la base a partir de la cual los niños y jóvenes crecen y sus oportunidades se restringen o se multiplican. Que el dinero no sea la varita mágica que toca a determinados talentos y les permita cumplir sus expectativas.

Siempre he pensado que en un país como el nuestro, quizá por purismo o ilusión, deberíamos tener un gran plan estratégico de desarrollo para enfrentar el futuro. Planificar a mediano y largo plazo, en los temas claves: energía, medio ambiente, salud, educación, pensiones, minería, infraestructura, relaciones internacionales  y varios otros etcéteras. Con los mejores especialistas, con toda la asesoría que se requiera. Todos orientados a un efectivo bien común, de acuerdo a las necesidades de nuestra población, la de ahora y la del futuro. De esta forma, la administración del estado, a través de los sucesivos gobiernos, sería una elección para conducir un gran plan maestro de desarrollo. Y en ese caso, la gran conversación sería cómo respondemos adecuadamente a las necesidades de todos quienes conformamos este hermoso país. De qué forma las políticas públicas se hacen cargo de los más vulnerables y de qué manera quienes han tenido el privilegio de tener una vida digna y en abundancia observan a sus semejantes, ya no como seres inferiores, eventualmente flojos, clientes o consumidores sin imaginación e interés por su propia vida, sino más bien como hermanos con quienes tenemos una responsabilidad y una obligación. La misma que ellos tienen y tenemos todos al vivir en la gran comunidad del país.

Sería hermoso, quizá demasiado utópico, pero no menos hermoso, que cada uno de nosotros, en cualquier posición o rol social en el que nos encontremos, pensáramos siempre en los otros, en aquellos que requieren de nuestra oración, de nuestra compañía, de nuestro apoyo y soporte, de nuestra entrega, de nuestro desprendimiento. Que viéramos a los demás en sus fortalezas y necesidades y nos hiciéramos cargo como sociedad para acogernos y potenciarnos mutuamente.

Cuando terminaba de escribir estas líneas me llega un mensaje, invitándome a firmar por Chile, una iniciativa de la Unión Social de Empresarios Cristianos, orientado a emprendedores, empresarios y ejecutivos de empresas, “para hacer de Chile un país más humano, justo, libre y solidario desde la empresa”, en el marco preparatorio de la próxima visita  del Papa Francisco a Chile.

El texto dice “me comprometo”:

“A vivir la justicia, la fraternidad, el respeto y la generosidad, velando para que mi empresa sea una comunidad de personas que ofrezca bienes y servicios de buena calidad, que sean útiles y necesarios para mejorar la vida de las personas, con especial atención por aquellas más necesitadas.
“A promover la dignidad del trabajo y el desarrollo integral, material y espiritual, de mis colaboradores, ofreciéndoles trabajos dignos, creando las mejores condiciones laborales que sean posibles considerando la sustentabilidad de la empresa, potenciando sus talentos y virtudes y procurando que se logre un equilibrio entre la dedicación al trabajo y la atención que merecen sus responsabilidades familiares.
“A incentivar oportunidades de acceso al mundo del trabajo a aquellos que son frecuentemente olvidados por la sociedad y se encuentran marginados o excluidos.
“A trabajar día a día con alegría, con responsabilidad, en forma eficaz, con amor al trabajo bien hecho y buscando la excelencia, de manera que mi empresa contribuya al crecimiento del país y al bien común de la sociedad.
"A desarrollar y mantener relaciones basadas en la verdad, la ética y la honestidad con los clientes, proveedores, competidores, trabajadores, inversionistas, autoridades y demás miembros de la comunidad, generando así, desde mi trabajo, vínculos de confianza y paz en la sociedad.
“A cuidar nuestra “casa común”, velando para que las actividades económicas que realiza mi empresa sean ambientalmente sustentables.
“A esforzarme sinceramente, siguiendo el consejo de San Alberto Hurtado, por hacer cada día en mi trabajo y en mi empresa lo que Cristo haría en mi lugar, considerando su ejemplo y enseñanza.”
¿Y si nos comprometiéramos todos? ¿A esto y mucho más

Rodrigo Silva



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