¿CAMBIARÁN LOS RITOS DE LA IGLESIA?

En nuestra comunidad, esta semana, nos preguntamos qué está pasando con los jóvenes, con nuestros hijos, que “no están ni ahí” con la iglesia, con los curas. Menos con ir a misa. Pero sí son solidarios, ambientalistas, tolerantes e inclusivos.  Y Andrés Opazo escribe sobre la experiencia personal de dos de sus hijas que optaron por el matrimonio, pero sin el rito religioso. Considera  “que el ritual con que la Iglesia celebra el sacramento del matrimonio es muy frío e impersonal; establecido por un decreto eclesiástico, fijo, inmutable y aplicable a todos. El sacerdote viene a ser el principal actor y los contrayentes casi una comparsa. En definitiva, un ritual que poco refleja el sentido profundo del sacramento; me parece por ello razonable y legítima su prescindencia.” Interesante reflexión.

Por otra parte, Rodrigo Silva se pregunta qué debemos hacer los cristianos frente a la violencia y el descrédito. Para llegar a una conclusión que quizá sea simple: poner a Jesús en el  centro de nuestra vida. “Propiciar una sociedad con menos diferencias, más equilibrada y armónica. Más humana, solidaria y humanista.”. Visiones muy personales de temas más globales, sobre los cuales les invitamos a compartir, escribir  y enriquecer estas miradas.

¿CASARSE POR LA IGLESIA?

No todas parejas se casan en la hora actual, y menos por la Iglesia. Ello me toca de cerca. Hace poco más de un año se casó una hija mía, no biológica pero amorosamente recibida; y en los próximos días le toca a mi hija menor. Ambas, en conjunto con sus respectivos novios, optaron por no hacerlo por la Iglesia. Siendo yo un convencido partidario de la libertad de conciencia y, a la vez, dada mi condición de hombre de fe, esa decisión es motivo de una reflexión que me atrevo a compartir.
Partamos por los hechos. El matrimonio civil de la Florencia y Pablo fue una fiesta alegre en una clara tarde de verano; una auténtica celebración del amor, de la decisión de dos personas de vivir sus vidas en un compromiso de amor. El ritual religioso fue reemplazado por otro de hondo significado, no sólo para los novios, sino también capaz de emocionar a los asistentes. Testimonios de cariño por los contrayentes, recuerdos de momentos de sus vidas, del surgimiento de una atracción con la incertidumbre que ella conlleva, una atracción que se fue transformando progresivamente en amor. Los propios novios declararon personalmente y en forma solemne su compromiso. Fue, entonces, una boda muy alegre e impregnada de sinceridad y de verdad.
Aunque no se haya hecho ninguna mención de Dios, ese matrimonio fue un real “sacramento”, es decir, un gesto que confiere al amor el carácter de “sagrado”. La decisión de no nombrar a Dios me pareció razonable y coherente, en la medida en que, para muchísimos, incluso para personas creyentes, Dios ha consistido en una figura ausente de la vida y a veces en contra de ella. Se lo ha concebido como un Ente que, desde arriba y desde afuera, establece para siempre el orden de la naturaleza y del mundo, que ejerce una permanente vigilancia sobre los hombres y la sociedad; un Juez invisible e inalcanzable, aunque delegue su imperio en ciertos representantes suyos en la tierra. En ese Dios yo tampoco creo. No obstante, y pese a la aparente ausencia de Dios, yo sentía que él estaba muy presente, muy vivo y alegre en esa celebración del amor. Lo percibíamos todos los que acudimos a Dios como la fuente y el fundamento del amor; la energía vital que nos impulsa a amar.
Al cumplir un año José, el fruto de su amor, se celebró su bautizo, aunque sin agua ni pila bautismal. Festejábamos su incorporación a una familia y a una comunidad de cercanos y amigos que siempre lo habrían de querer. Recibíamos a José en un amplio hogar fraternal, entretejido por el afecto y el cuidado mutuo. Y rogábamos que él fuese un niño y luego un hombre dócil al cariño, que no se inhibiera para recibirlo de todos, y que luego aprendiera a entregarlo. Este sería el camino de su felicidad. Pero, además, le deseábamos que fuese capaz, tal como sus padres, de trascender su entorno inmediato para ser universalmente sensible a lo humano. Pues el genuino amor no es nunca exclusivo y excluyente, sino abierto y expansivo, sobre todo en una sociedad como la nuestra, avanzada en diversidades debido a la presencia creciente de “otros” que quizás se nos presentan como extraños.
El matrimonio de la Clarita y Marcos, al que nos preparamos para unos días más, también será laico. Después de meditarlo largamente entre ellos y de conversar con un sacerdote, decidieron no incluir en su matrimonio el rito habitual de la Iglesia. En eso consiste, precisamente, casarse por la Iglesia. Ambos provienen de hogares cristianos. En un caso de una familia de confesión y práctica católica; en el otro, de hogares de alma cristiana, aunque menos asiduos a las prácticas católicas. Al hablar de esta inspiración o de espíritu cristiano, me refiero a la explícita o implícita referencia a Jesús, mediante la cual se ve en él al testigo de un Dios totalmente distinto del Emperador del cielo. El Dios de Jesús es el Dios del amor, el Padre de Bondad que está dentro de nosotros, que nos ama a cada uno y nos mueve hacia el amor. Dios es Amor y el Amor es Dios. El no casarse por la Iglesia, no implica, pues, una renuncia a Jesús como modelo de vida.
La negativa a casarse por la Iglesia o en el seno de la Iglesia, es hoy comprensible. Esta ha caído en el descrédito por las razones ampliamente conocidas. Cuando hablamos de iglesia nos referimos habitualmente a la institución eclesiástica. Es menos frecuente entender por ese término a la comunidad de los adherentes a Jesús. En lo personal, me considero miembro de la Iglesia como comunidad; pero también de la institución de la que he recibido la fe y he conocido a cristianos de verdad. Espero que ella se limpie y retorne al evangelio. Pero esta adhesión no puedo pedirla a otros.
Por otra parte, considero que el ritual con que la Iglesia celebra el sacramento del matrimonio es muy frío e impersonal; establecido por un decreto eclesiástico, fijo, inmutable y aplicable a todos. El sacerdote viene a ser el principal actor y los contrayentes casi una comparsa. En definitiva, un ritual que poco refleja el sentido profundo del sacramento; me parece por ello razonable y legítima su prescindencia. Es bastante corriente que ese ritual sea visto sólo como un trámite necesario y obligatorio, quedando lo interesante para otro momento.
Jesús, a pesar de vivir en un medio religioso que prescribía rituales para todo momento de la vida y que culminaban en la obligatoria visita al Templo, puso su atención en otro ámbito, en las personas, en las más abandonadas y despreciadas, en su dignidad y en el alivio del sufrimiento. No se ocupó de ritos sino de la vida humana, del amor al prójimo como signo de su seguimiento. En el corazón de su legado no hay rituales sino una ética. Lo confirma el pasaje bíblico sobre el juicio final de Dios: “porque tuve hambre y me diste de comer, porque tuve sed y me diste de beber, porque estaba desnudo y me cubriste, porque estaba enfermo y me visitaste…, entra al reino que el Padre te tiene preparado.”
No siempre los rituales se inspiran en la ética de Jesús. El peligro de atenerse sólo al rito reside en que, a menudo, ello tranquiliza la conciencia y alivia la culpa. Tiende a convertirse en un fin en sí mismo, por lo que difícilmente incide en el comportamiento de las personas. Se pone el acento más en la observancia ritual que en la coherencia ética, en el alivio del sufrimiento de los demás.
En fin, yo no propongo la eliminación de todo ritual; por el contrario, lo necesitamos cuando es signo de vida. Para el cristiano debería ser la celebración del Dios del Amor con nosotros. Con semejante criterio habría que revisar la administración de todos los sacramentos.
Andrés Opazo


¿QUÉ DEBEMOS O PODEMOS HACER?

Hace treinta y dos años, que pareciera fue ayer, llegaron tres matrimonios a comer a nuestro departamento. Con algunos minutos de diferencia, cada uno de ellos saludó con el entusiasmo que genera llegar a una invitación que inicialmente resulta muy grata. Por eso vienen. Cada uno de los maridos sacó un revólver y lo dejó sobre el refrigerador, sobre un metro ochenta de altura. Estábamos en Caracas, una ciudad próspera pero desigual, en la que la delincuencia campeaba y todo el mundo, o muchos, o algunos, pensaban que con un arma estarían algo más protegidos o mejor preparados para resistir o responder a una agresión o asalto.
No me olvido, por eso lo recuerdo. Fue impactante. La respuesta potencial y silenciosa ante una agresión. Fue “la gota que rebalsó el vaso”, frase usual y antigua que sirve para determinar un momento de cambio. Y se produjo. Regresamos a Chile. Hoy, en el 2019, en Santiago,  hay una clara sensación de inseguridad. Un diario local lo reflejaba recientemente:
“El portonazo es uno de los delitos que más preocupan a la ciudadanía y autoridades, por el nivel de violencia que pueden llegar a ocupar los delincuentes para ejecutar este ilícito. Se ha hablado de cuatro hechos por semana, como máximo cinco en un día, pero lo que ocurrió esta semana superó la media: el martes se registraron 24 portonazos en Santiago.”
Y cuando ocurre en la inmediaciones del lugar en el que vives la preocupación pareciera ser mayor porque eres tú, directamente, quien puede sufrirlo. En cualquier momento. El grado de eventual exposición crece. El temor aumenta. La delincuencia pareciera envolvernos. Además, los medios de comunicación se encargan. Repiten una y otra vez, con imágenes con sonidos, a veces desgarradores.
¿Qué podemos hacer cada uno de los ciudadanos que observamos desde una posición pasiva? Reflexionar, comentar y proponer en ámbitos restringidos. A veces también públicos.
Me preguntaba ¿qué me toca a mí? Qué nos toca a los cristianos. Y pensé en las cuestiones obvias que son parte del problema delictual que nos afecta. Enumero algunas. Gran desigualdad social. Opulencia y miseria, pasando por la gradualidad de sectores medios en ascenso y en algunos casos empobrecidos. Exacerbación de una sociedad de consumo en que todo pareciera ser imperioso y fundamental para vivir. El tener pasa a ser una exigencia. Tener es prioridad, no tener es fracaso y ansiedad. Frustración pareciera ser una consecuencia. Exitismo e individualismo. Desintegración social, entendida por el crecimiento de diversidad de formas de ser familia, desde las de padre y madre hasta la monoparentales. Hombres y mujeres que tienen hijos con diversas parejas y se van sumando a esta lista de hermanos de diferentes padres o madres viviendo sin cobijo ni estructura. Ineficacia y corrupción de los sistemas de administración de justicia y carcelarios. Deficiencias legislativas para la aplicación de justicia. Proliferación de la droga y el alcohol que pareciera inundar a quienes cometen delitos. Alto descrédito y desconfianza, producto de corrupción y abusos en algunas organizaciones básicas de la sociedad: carabineros, ejército, iglesia o parlamento. Coordinación ejecutiva para acciones delictuales de organizaciones empresariales en diferentes ámbitos de la industria. Y suma.
Pareciera que la degradación afecta a todas las instancias y organismos de la sociedad. Así se percibe y siempre está presente la letra de un tango del argentino Enrique Santos Discepolo, de 1935. “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador...Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón... No pienses más; sentate a un lao, que a nadie importa si naciste honrao... Es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura, o está fuera de la ley... “
Los jóvenes pareciera que no creen en nada. Son escépticos y, por tanto desinteresados de nuestros intereses. Viven su vida y piensan en sí mismos como una forma de rechazo a la realidad que les estamos legando.  Pero también los hay conscientes y lideran una cruzada por la preservación del medio ambiente o la inclusión. También miran con otros ojos. Y la gente de   mediana edad quizá vive entra la ilusión y la desconfianza. Los mayores vemos cómo los jóvenes no asumen necesariamente sus responsabilidades y están en la exigencia permanente de sus derechos pero no de practicar sus obligaciones.
¿Qué debemos hacer los cristianos ante la violencia y el descrédito, me vuelvo a preguntar?  ¿Encerrarnos, no salir más por la noche, andar armados y alarmados?  Mejor pensar a mediano y largo plazo. Propiciar una sociedad con menos diferencias, más equilibrada y armónica. Más humana, solidaria y humanista. Una sociedad pensada para la felicidad del hombre. Que penalice el abuso. Que promueva la justicia, el respeto y la dignidad. Y cada uno de nosotros debe ser un ejemplo en nuestra cotidianeidad.
Que volvamos la vista y pongamos a Jesús en el centro, como nos convoca el Papa. Para hacer realidad la construcción del Reino de Dios. A cada instante, a cada hora, cada día. Una gran tarea que nos convoque en cualquier lugar donde estemos y en cualquier edad. Que nos llama en el marco de nuestra realidad, cualquiera que sea. Cada día.
Rodrigo Silva

Comentarios

  1. Muy de acuerdo con tan sabías palabras de Andrés y Rodrigo. La crisis de la administración eclesial o del gobierno politico de mi iglesia va más allá del ámbito sexual, es sistémica. Me recuerda las palabras de Jesús en Mt. 24, 2 y Lc 21, 5-6...(que cada uno la busque en su biblia o en Google...)

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