¿CIRUGÍA MAYOR EN LA IGLESIA CHILENA?
Cuál es el Dios de Ezzati, se pregunta Andrés Opazo en su reflexión de esta semana, a partir de la desgraciada analogía que empleó el cardenal para referirse a las personas transgénero. No corresponde a un Dios amoroso de acuerdo a los signos de los tiempos. Para entrar en un debate mayor, que supere a los “gatos y los perros”. Por su parte, Rodrigo Silva apunta al verdadero terremoto que sacude a la iglesia. La carta del Papa a la Conferencia Episcopal es un signo, de una historia de “errores y pecados”, que el Papa reconoce y que, al parecer, será el inicio de cambios que podrían ser muy profundos.
Los invitamos a leer, compartir y participar de esta reflexión que nos involucra a todos.
¿EN QUÉ DIOS CREE
EZATTI?
“Si a un perro
se le pone nombre de gato, sigue siendo perro”. Analogía usada por el Cardenal
Ezatti para referirse a las personas transgénero. O sea, aunque un hombre adopte
un nombre de mujer, se vista, piense, sienta y viva como mujer, sigue siendo
hombre. Es de suponer, entonces, que en Monseñor prima una idea de la naturaleza
biológica y de lo “natural”, como una realidad fija, rígida e inmutable, así
constituida desde y para siempre. Y en boca de un dirigente religioso, se
presume que esa creencia debería sostenerse en una idea de Dios Creador, que
desde la eternidad impone un orden al que toda criatura debe someterse. Sería
un Dios que echa a correr el mundo y se desentiende del todo de su destino. En nuestro
caso, si Dios desde siempre hizo a un hombre transgénero, tanto peor para él. ¿Será
así, efectivamente, el Dios de Ezatti?
La idea de
Dios que inspira el Concilio Vaticano II es totalmente diferente. Nos invita a
descubrir a Dios a través de “los signos de los tiempos”; lo que implica ser
capaces de conocer efectivamente esos tiempos. ¿Conoce Ezatti nuestro tiempo?
¿Qué sabe de la situación de las personas transgénero? ¿Le posibilita su
teología conocerla? A Galileo la Iglesia lo condenó por atentar contra el orden
de Dios. ¿No sucederá lo mismo con Ezatti?
Muchos
cristianos ya no creemos en un Dios ensimismado allá en lo alto, ciego y sordo,
afuera y ajeno al mundo de los hombres. Por el contrario, creemos que él ha
creado a la humanidad entera por amor, y la ha hecho inacabada, justamente como
un proyecto de libertad y hermandad. Somos el proyecto de Dios en curso, que
avanza con nuestro conocimiento y empuje. Lo cierto es que desde el homo
sapiens hasta ahora hemos experimentado grandes cambios y diferenciaciones. Diferencias
en lo físico, lo orgánico, en lo psicológico, en las relaciones que
establecemos con los otros y con la naturaleza; en una palabra, diferencias en
la cultura. Evolucionamos en la medida en que nuestra mente, creatividad y
actividad modela la naturaleza. En este devenir, pues ¿somos más buenos, más
malos, más naturales o antinaturales? No lo sabemos, los humanos nos conocemos
muy poco a nosotros mismos.
Apenas sabemos
de nuestra psiquis, de nuestra alma. En especial, de la complejidad de todo lo relativo
al género y al sexo. Sólo presenciamos atroces sufrimientos y discriminaciones,
sin preguntarnos por lo que acontece en el alma de los homosexuales y los trans.
En otros tiempos, ellos eran rechazados como pecadores, luego tratados como
enfermos o desviados. Pero ahora nos interrogamos un poco más. ¿Deberíamos
seguir condenando a una completa resignación a las personas cuyo organismo
corporal contradice a su mente y su alma? Otra sería nuestra disposición si
humanizáramos nuestra mirada y nos imaginásemos nosotros mismos en su propia
situación.
Si realmente
creyéramos en el Dios encarnado en Jesús, que nos ama a cada uno, habita en
todo lo humano, e inspira nuestros proyectos de vida en lo personal y
colectivo, lo veríamos y encontraríamos en todo esfuerzo de humanización de
nuestro mundo. En efecto, creemos en un Dios “humanizado” como fuerza que nos mueve
a la superación de la enfermedad, de la ignorancia, de la insensibilidad. Este
es el Dios que se mostró en Jesús al sanar a los excluidos y despreciados, a
los leprosos, a las prostitutas, el que dio vista a los ciegos y puso palabras en
la boca de los mudos. Este es el Dios que nos muestra el camino del auténtico
progreso humano.
Si la Iglesia
se propusiera como suprema meta el servicio del Reino de Dios en este mundo,
por encima de otras que pudiesen ser legítimas, resonaría en su memoria la
palabra de Jesús a sus discípulos momentos antes de ser apresado: “El que me
sirva, que me siga; y donde yo esté, allí también estará mi servidor”. (Juan
XII, 26) Y los cristianos ya sabemos dónde prefirió estar Jesús, en el campo de
los desvalidos y despreciados.
La opción de
Jesús debe ser nuestro criterio y el de la Iglesia, especialmente para su
jerarquía. Ante ella no vale la especulación sobre el ser y el deber ser, o sobre
lo natural y antinatural. La misericordia (miser=sufriente, cordia=corazón) es
lo único real, nuestra nueva ley. Una ley, además, aplicable no sólo a las
minorías sexuales, sino también a otros colectivos humanos, como los mapuche,
los migrantes y, ciertamente los despojados en todo orden de cosas.
Y aunque
parezca extemporáneo, extiendo esta reflexión hacia toda gama de perdedores,
también a los que no cesan de clamar “Mar para Bolivia”. Me extraña que las
iglesias hayan callado ante un conflicto de honda connotación moral, y que
afecta al progreso de nuestros pueblos. Lo cierto es que el ejército chileno
invadió territorio boliviano como respuesta al impuesto decretado a empresas
anglo-chilenas, desatando el horror de la guerra. Terminó por arrebatarle a
Bolivia un área de 400.000 kilómetros cuadrados. En estas circunstancias, el
discurso chileno de negativa ante la aspiración boliviana de volver al mar, es
inhumano. Recurre al tratado que Bolivia firmó obligada ante el riesgo de
mayores pérdidas. Se limita a lo jurídico, sin altura moral ni política. Un discurso
teñido de esa arrogancia que suele ir de la mano con la miopía. Bolivia reclama
sólo una franja de 10 kilómetros de ancho, insignificante ante lo perdido y
ante los 4.200 kilómetros de costa de Chile. Un alegato que se niega a ponerse
en la situación de los bolivianos. En lugar de esa ansia de dominio y
sometimiento del débil, podría acudirse a acuerdos integradores y beneficiosos
para ambos pueblos. Bolivia llegaría al mar, y Chile contaría con gas y agua
para sus industrias en el desierto, además de un más amplio acceso a zonas
atlánticas. Pero prima la insensibilidad moral y la miopía política.
En fin, las minorías
sexuales, los migrantes, los pueblos originarios, los vecinos vencidos y
despojados, constituyen “signos de los tiempos”, ante los que tenemos limpiar
los ojos para saber mirar. Son señales de un Dios que allí se encuentra involucrado,
y nos invita a colaborar y participar en su proyecto de humanidad. Pero previamente,
deberá ir quedando atrás esa idea de un Dios inmovilizado en lo natural e
indiferente al esfuerzo humano. Como así mismo, ese Dios de la ley, frío y
calculador, que se complace en la imposición y el sometimiento.
Andrés Opazo
LA AUTORIDAD DEL
PAPA
La presencia del obispo Barros, obviamente destacada por
los medios de comunicación, durante la visita del Papa en Chile, opacó y
distorsionó su mensaje. Fue triste y lamentable, pero así fue. Es más, ante la
insistencia, el propio Francisco, con cierta alteración, antes de partir dijo
que no había una sola prueba en contra de Juan Barros. Que todo era una
calumnia. Y pidió pruebas.
Todo el episodio Barros se pudo interpretar como “un
gallito” de ciertos sectores de la jerarquía en contra del Papa. Y él no tuvo
otra opción que defender al obispo cuestionado. De lo contrario hubiera quedado
como un idiota. Con antecedentes irrefutables no podría haber sostenido su
postura. Pero el Papa reaccionó. A poco andar indicó que vendría a Chile un
obispo especialista en investigación de abusos. Un enviado especial suyo. En
realidad fueron dos. Y así ocurrió.
Pasados los días y las semanas, operación del obispo incluida en Santiago, el
Papa recibió el informe de dos mil trescientos folios y envió una carta a los
“queridos hermanos en el episcopado”. Escogió precisamente el segundo domingo
de Pascua, en el día de la misericordia, para mandar un contundente mensaje a la
Conferencia Episcopal Chilena, reunida en Asamblea, “con la convicción de que
las dificultades presentes son también
una ocasión para restablecer la confianza en la Iglesia, confianza rota por
nuestros errores y pecados y para sanar las heridas que no dejan de sangrar en
el conjunto de la sociedad chilena”. Y pidió expresamente que su carta fuera
ampliamente difundida.
El Papa respondió al “gallito”. Dijo que había sido
engañado, no con esas palabras, sino por falta de información veraz y equilibra,
porque el informe que recoge sesenta y cuatro testimonios de víctimas de abusos
tanto en Estados Unidos como en Chile, tiene un contenido desgrarrador, tanto
que el Papa afirma que “todos los testimonios recogidos hablan en modo
descarnado, sin aditivos ni edulcorantes de
muchas vidas crucificadas y les confieso que eso me causa dolor y
vergüenza”.
En lo que me toca, dice el Papa, reconozco y así quiero
que lo trasmitan fielmente, que he incurrido en graves equivocaciones de
valoración y percepción de la situación.
El Papa reconoce y se lo dice a la Conferencia Episcopal
que fue engañado. Pero está diciendo mucho más. Que en Chile no se ha escuchado
a las víctimas de abusos, que ha habido “complicidad pasiva”, parafraseando al
Presidente Piñera y, sobre todo, que se requiere un cambio profundo para
restablecer la confianza y la credibilidad.
Asimismo, pide que le ayuden para analizar todas las medidas que será
preciso tomar. Le pide a la iglesia que se declare en oración, significando la
gravedad del hecho. Es como pedir acuartelamiento a las tropas ante la
inminencia de un conflicto. Por el contrario, aquí ya estamos en conflicto. Les
dice a los obispos que reaccionen. Y los
convoca a todos a Roma, incluidos representantes de las víctimas.
El Papa golpeó la mesa. ¿Qué se puede esperar de esta
carta y de este informe tan voluminoso de sus dos enviados especiales? ¿Qué
renuncie el obispo Barros? ¿Qué los cardenales Ezzati y Errázuriz reconozcan
públicamente y de cara a sus comunidades, que pudieron haber sido más
diligentes y no haber dilatado, si lo hubieran hecho, las investigaciones? ¿Qué
se vayan también? ¿Se puede esperar un cambio radical en la jerarquía de la
iglesia en Chile? Quizá no, pero el sismo
al parecer se evalúa con intensidad superior al grado ocho y ciertamente tendrá
repercusiones y el debate abierto se intensificará. No faltará quienes apunten
a aquellos que han sido perseverantes en sus denuncias y los mal califiquen
acusándolos de desatar una nueva crisis en la iglesia chilena. Eso quizá ocurra
también.
El Papa dejó un mensaje profundo en su paso por Chile en
enero pasado. Pero su visita se tiñó por aquellos que hoy tendrán que dar
explicaciones de su conducta. Quizá si Barros hubiera renunciado antes de la
llegada de Francisco a Chile, los enviados papales no hubieran venido, pero “el
gallito” fue demasiado audaz. Y el Papa respondió con autoridad. Seguiremos
viendo las consecuencias. Por lo pronto,
ya el presidente de la Conferencia Episcopal reconoce que debieran producirse
cambios profundos y drásticos. Pareciera que terremoto es aún mayor.
Rodrigo Silva
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