¿COMO VIVIR HOY LA CRUZ DE CRISTO?

El teólogo Leonardo Boff en su libro Pasión de Cristo y sufrimiento humano propone una profunda reflexión cuyo eje central aquí trato de reproducir. Nos dice que lo primero que tenemos que hacer, es ampliar nuestro concepto de la cruz y de la muerte. La muerte no es sólo el último momento de la vida, sino que la vida entera va muriendo, limitándose  hasta sucumbir en el último instante. Por eso, preguntarse cómo murió Cristo equivale a preguntase cómo vivió, cómo enfrentó los conflictos de su existencia, cómo aceptó la trayectoria de su vida que acaba con la muerte. Aceptó la muerte asumiendo todo lo que llevaba consigo la vida, con sus alegrías y tristezas y, sobre todo, con los conflictos y enfrentamientos que se derivaban de su mensaje y de su manera de vivir. Por ello, yo creo que es muy positivo y reconfortante otorgar sentido a nuestra muerte de acuerdo al sentido que ha tenido nuestra vida. El arte de morir se desprende del arte de vivir.

Esta comprensión más amplia de la vida entera, nos permite aproximarnos mejor el misterio del mal y del sufrimiento. La cruz no es sólo el madero. Es la encarnación del odio, la violencia y el crimen del hombre. En la cruz se condensa todo lo que limita la vida, lo que hace sufrir y dificulta el caminar debido a la mala voluntad humana. Por eso hablamos de cargar la cruz de cada día. Nos preguntamos entonces, ¿cómo soportó Cristo la cruz? No buscó la cruz por la cruz. Buscó un tipo de vida que evita la cruz, tanto para sí mismo como para los otros. Predicó y vivió el amor. El que ama y sirve no fabrica con su egoísmo ni con su forma de vida cruces para los demás. Jesús anunció la buena nueva de la vida y del amor. Luchó por ella.  El mundo no lo aceptó, se cerró ante él, sembró de cruces su camino y al fin lo colgó de un madero. La cruz fue la consecuencia de un mensaje crítico y de una praxis liberadora. Jesús no huyó, no contemporizó, no dejó de anunciar y testimoniar, aun a riesgo de ser crucificado. Continuó amando a pesar del odio. Aceptó la cruz como señal de su fidelidad a Dios y a los hombres. Fue crucificado también por y para los hombres, por su amor y fidelidad para con los hombres.

“Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo Único, para que todo aquel que cree en él, no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él”. (San Juan 3, 16-17)

Dios no se quedó indiferente ante las víctimas y los sufrimientos de la historia. Por amor y solidaridad se hizo último con los últimos, fue condenado, crucificado y muerto. Protestó ante una realidad que es absolutamente contraria a la vida buena que predicaba para todos. Hoy él no quiere que los hombres sean crucificados por otros hombres. Pensemos hoy en nuestro país, en los inmigrantes, los maltratados de nuestros campos y ciudades, los que sucumben a la violencia en Siria, los necesitados de Venezuela y otros países hermanos.

La cruz nos pone de cara al misterio más profundo. Nos revela que la manifestación privilegiada de Dios no ocurre en la gloria ni en el esplendor según los criterios del mundo. A los ojos de la fe, su presencia resalta en el sufrimiento real del oprimido. Este es el camino por el que hay que buscarlo. Y es nuestro camino. Pues “si Dios nos amó de esta manera, también debemos amarnos unos a otros” (1 Juan, 4.11). Por lo tanto, acercarse a Dios es acercarse a los que padecen hambre y sed de justicia. “Porque me viste hambriento…”. (Mateo XXV) Los cristianos no glorificamos la cruz, sino a Aquel cuya vida y cuya lucha desencadenó en su contra las fueras del mal. Sólo nos inclinamos ante ella como signo del amor extremo. Tal como fue su vida, así valió su muerte.


Andrés Opazo

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