DIOS SOLO ES AMOR. 30 Junio 2017

En medio de una semana de debates, de descalificaciones y también de efervescencia nacional por el fútbol, compartimos con ustedes dos textos. Una reflexión de Andrés Opazo sobre la gratuidad del Dios de Jesús y un enfoque de Rodrigo Silva acerca de los regalos de vida, a través de dos casos. Uno personal y otro de dominio público. Ojalá les interesen y les compartan. Nos escriban, nos comenten y participen con nosotros.



GRATUIDAD Y GRATITUD

“El dueño de una finca salió muy de mañana a contratar trabajadores para su viñedo. Se arregló con ellos para pagarles el salario de un día, y los mandó a trabajar a su viñedo. Volvió a salir como a las nueve de la mañana, y vio a otros que estaban desocupados en la plaza. Les dijo: vayan también ustedes a trabajar a mi viñedo y les daré lo que sea justo. Y ellos fueron. El dueño salió de nuevo a eso del mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Alrededor de las cinco de la tarde volvió a la plaza y vio a otros que estaban desocupados. Les preguntó: ¿por qué están ustedes aquí todo el día sin trabajar? Le contestaron: porque nadie nos ha contratado. Entonces les dijo: vayan también ustedes a trabajar a mi viñedo.
Cuando llegó la noche, el dueño le dijo al encargado del trabajo: llama a los trabajadores y págales comenzando por los últimos que entraron y terminando con los que entraron primero. Se presentaron, pues, lo que habían entrado a trabajar alrededor de las cinco de la tarde, y cada uno recibió el salario completo de un día. Después, cuando les tocó el turno a los que habían entrado primero, pensaron que iban a recibir más, pero cada uno de ellos recibió también el salario de un día. Al cobrarlo, comenzaron a murmurar contra el dueño, diciendo: éstos que llegaron al final, trabajaron solamente una hora, y usted les ha pagado igual que a nosotros, que hemos aguantado el trabajo y el calor de todo el día. Pero el dueño contestó a uno de ellos. Amigo, no te estoy haciendo ninguna injusticia. ¿Acaso no te arreglaste conmigo por el salario de un día? Pues toma tu paga y vete. Si yo quiero darle a éste que entró a trabajar al final lo mismo que te doy a ti, es porque tengo el derecho de hacer lo que quiera con mi dinero. ¿O es que te da envidia que yo sea bondadoso?” (Mateo XX, 1-15)

Es sorprendente esta parábola de Jesús. Contraría, evidentemente, nuestro sentido humano de justicia. El dueño de la finca les paga a los últimos trabajadores más de lo merecido. Y es que Dios nos regala siempre más que lo que esperamos. Y lo hace simplemente porque le da la real gana, como el dueño de la finca. Para Jesús, el Dios del amor es pura gratuidad. Era algo muy difícil de comprender para una religión como la judía, basada en el cumplimiento estricto de la ley y sus preceptos. Pero también ahora nos resulta chocante, en la medida en que hemos puesto toda la confianza en nuestros propios méritos. Me hace recordar a un buen amigo mío creyente en la reencarnación, que argumentaba ante mi escepticismo, diciendo que ella era necesaria para que el hombre se fuese superando en cada nueva vida, hasta llegar a la perfección o iluminación total. Supuestamente, la gloría había que merecerla. Yo le respondía que ese largo y trabajoso camino hacia la salvación me parecía una lata, para nada atrayente; no era para mí una buena noticia. Pues mi fe en el Dios de Jesús, me decía que él es un Padre amoroso que nos espera para abrazarnos a la hora de la muerte.

Vivimos en una cultura del esfuerzo propio, del progreso individual, del no deber nada a nadie, de la meritocracia. El que queda atrás es descartado. En este mundo no hay cabida para la gratuidad. Si me ofrecieran gratis un apreciado e inmerecido regalo, sospecharía que allí hay gato encerrado. Por eso no nos resulta fácil aceptar al Dios de Jesús, que sólo es Amor. El dios natural a nuestra cultura es un dios de mercado, que da su gracia a cambio de sacrificios y oraciones, o un dios justiciero que premia y castiga según lo que cada uno merece.

Es corriente, entonces, que no sea fácil dar gracias a otros en nuestra vida cotidiana, en condiciones en que se subraya lo malo, lo confuso, los miedos que hacen ver negro el horizonte. Por ello, creo que una mirada positiva de la vida va ligada, de alguna forma, a una disposición para acoger con sencillez y humildad lo que se nos regala gratuitamente, tanto en la propia vida, como en la del mundo en que vivimos. Por ejemplo, puedo agradecer al que, ante mis canas, me den el asiento en el metro, o al joven amable que me atiende en la bomba de bencina, o el calor de mi casa en el invierno. Puedo agradecer, sobre todo, el don de la vida, la lluvia que hace fértil nuestra tierra, la mañana luminosa, la belleza que nos rodea. También mi propia historia guiada por la mano de Dios.

Y en vez de tener una mirada catastrofista sobre el mundo actual, también puedo dar gracias. En este mundo posmoderno, descreído, destructor de la naturaleza y violento para con los débiles, puedo dar gracias por la infinidad de personas que buscan sensatez y una espiritualidad heredada de todas las vertientes de la humanidad. Agradezco que, a través de la energía de luchadores de la más diversa estirpe, se vaya globalizando no sólo el mercado, sino principalmente la lucha por la dignidad y la justicia; que cunda el sentido de compasión y se busque la paz en el mundo; que haya gente capaz de indignarse por la contaminación del planeta; que avance la investigación científica y la protección de las enfermedades; que haya poesía, música y capacidad de admiración por el misterio de la vida. Realmente, hay mucho que agradecer en la hora actual, así como hay millones de seres agradecidos con la vida. Y nosotros tenemos mayor fundamento para ello, al confiar en un Dios que nos ama y regala, simplemente porque se le da la gana, y que conduce nuestra vida y la del mundo hacia su infinita bondad.


Andrés Opazo



REGALOS

Caso Uno
Hay circunstancias, hechos, situaciones y comportamientos de determinadas personas que nos sorprenden. Conocimos a un mendocino, en Mendoza, 47 años, en una pastelería, hace más de un año. Gentileza, bondad, buena disposición.  Dos horas después nos invitó a un café en su departamento. Conocimos a su esposa e hija. Por la noche nos sacaron a cenar, a mi esposa y a mí,  al día subsiguiente nos llevó al Aeropuerto. Un año después viajamos a Córdoba y el matrimonio mendocino se unió a nosotros. Gente amable, respetosa, atentos. Hace algunos meses necesité un remedio que solo estaba disponible en Argentina. En menos de media hora me había llamado y comprado varias cajas que luego llegarían a Santiago, por medio de un amigo.  El último fin de semana estuvo en Santiago con uno de sus hijos. Invitó a uno de los nuestros a esquiar. En fin. Un regalo que solo provoca reconocimiento y alegría. Un sentimiento mutuo.

Caso Dos
De lunes a lunes. Así se muestran algunos de los rasgos de una pareja en Paterson, un poblado de ciento cincuenta mil personas ubicado a treinta y cuatro kilómetros de Nueva York. El se levanta todos los días entre las seis diez, seis y cuarto y  seis veinticinco o veintiocho minutos. De lunes a viernes. Le da un beso y le hace una caricia a su esposa, que reposa o duerme en el costado izquierdo de la cama. Se incorpora y se coloca su uniforme. Desayuna cereales ante la permanente mirada de su perro que desde un sofá parece controlar la vida de una casa pequeña situada en lo que podrían ser los extramuros de Paterson. Camina por una ciudad semivacía, por áreas industriales o de galpones hasta llegar a su trabajo de conductor de un bus urbano, numerado con el 0936. Ya sentado en su butaca, todos los días abre su cuaderno y escribe antes de comenzar su recorrido. Es un poeta. Escribe y piensa. Su imaginación lo arrastra antes que comience a rodar en el autobús. Y así pasa las horas, con un entreacto para almorzar en un lugar siempre abierto. Su lonchera tiene la foto de su esposa, un sándwich y algo para tomar. Por la tarde desanda el camino matutino hasta recoger la correspondencia en la caja exterior, que siempre endereza con infinita paciencia. La llegada es plácida. Hola cariño, hola querida. ¿Cómo estuvo el día? ¿Escribiste algo? Diálogos que cruzan las estancias de una casa pequeña, mientras ella pinta cortinas, telas y todo cuanto es posible. Una mujer creativa y sensible que ama a su pareja, con quien sueña tener hijos y ser cantante country. Pero en lo concreto ansía la llegada del sábado para ir a la feria de productores y vender sus pastelillos, delicadamente decorados. Concluida la cena, con la ciudad ya adormeciéndose él saca a Marvin a dar un paseo que siempre termina en el bar. Un lugar íntimo que recoge parte de la historia del poblado, con los mismos personajes que vienen a soñar sus vidas. Todas las noches una cerveza en la barra y el diálogo permanente con el cantinero, hombre mayor tan oscuro como la penumbra, entusiasta del ajedrez y de la conversación. Con el oído puesto en cada historia. Al día siguiente lo mismo. Tomar el reloj, revisar la hora, colocárselo en su muñeca izquierda, levantarse, tomar los cereales bajo la mira del perro y salir a recorrer las mismas escaleras, avanzar por los mismos espacios  lonchera en mano. La butaca, el saludo del despachador de los autobuses, y el recorrido, Pasajeros que dejan parte de sus historias flotando entre las diversas paradas. La esposa, las sabanas, la cena, el paseo del perro, la cerveza, algunos atisbos de una ciudad pequeña que se insinúa por la noche, para recordarle al poeta desconocido que la ciudad tiene un ritmo, una incógnita que también podría descifrar más allá del bar y de la contemplación de su puesto de conductor.
Rutina, sí. Pero también agradecimiento por todo lo simple de la vida. Por el goce constante y por las ilusiones intactas. Todos los días iguales, excepto por el desperfecto eléctrico del autobús, que cambia en algo su vida contemplativa. O por el perro que está dispuesto a desafiarlo hasta hacer añicos su cuaderno de poemas. Y dejarlo a la deriva para que comprenda que siempre es posible volver a comenzar, una y otra vez, como cada mañana o cada noche en el bar, hasta el viernes incluido, mientras su esposa espera en casa y se complace con su aroma nocturno-matutino, como si descubriera una nueva vida cada día, descifrando un misterio desconocido.

Aquí también pareciera estar la presencia de Dios. En ambos casos. La gratuidad, como un gran regalo, para comprender que hay hechos que no requieren mayor explicación. Que sólo se aceptan con gozo.

Rodrigo Silva 

Comentarios

  1. Muchas gracias por las reflexiones y las experiencias compartidas en este espacio. Es humanizador. Me recuerda algo de lo leído hace poco en La Resistencia (2000) de Ernesto Sabato que habla de aquellas cosas que llenan de gratitud y aumentan la capacidad de amar como lo son el encuentro con otros, la contemplación de la creación, el silencio y la obra bien hecha. Y leyendo uno de los regalos (caso dos) yo agregaría la belleza de la rutina, de lo ordinario, a través de lo cual se trasluce el misterio y se atisba - se goza - la profundidad de la vida.

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