¿QUÉ REPRESENTA LA ORACIÓN? Junio 1 de 2017
SILENCIO Y ORACIÓN
Al leer años atrás el libro de Albert Nolan que estamos comentando en comunidad, “Jesús Hoy, una espiritualidad de libertad radical”, escribí una nota para mí, que ahora reviso, corrijo un tanto y comparto. Remite al capítulo “Silencio y Soledad”.
Me pongo delante de Dios
No es raro escuchar a personas dolerse por la vida tan agitada que llevan. A nosotros los viejos nos ocurre menos debido a que, por lo general, disponemos de más tiempo. Pero todos buscamos aquietarnos y encontrarnos a nosotros mismos. No es necesario ser creyente para buscar el silencio interior, sino que se lo aconseja también por razones de equilibrio psicológico y espiritual. Algunos recurren a la meditación siguiendo metodologías originadas en religiones del oriente, y logran éxito. En mi caso, y debido a mi formación religiosa, me esfuerzo por tener cada día un momento para orar. Me pongo delante de Dios y echo una mirada sobre mi vida presente. Es un intento por acceder a lo fundamental, lo decisivo. A veces llego a sentir que se relativizan preocupaciones, se disipan miedos ocultos, culpas y sentimientos confusos. Pero no siempre lo consigo, pues para poder orar necesito ese silencio interior. Mi tendencia natural es a la dispersión, a la distracción. Se me entrecruzan pensamientos, sobre mi entorno, mi momento presente, mis quehaceres, la pulsión de mis afectos u odiosidades; revivo situaciones que me han incomodado, lo que dije, lo que no se me ocurrió decir, lo que hice, lo que no hice. Sobrevienen ideas, recuerdos, planes. La dispersión confunde mi yo más profundo y tiendo a perderme a mí mismo. Necesito entonces ordenar la mente y calmar el corazón.
En el fondo, es una necesidad de reencontrarse con lo que realmente es importante y estar en paz. Estar con la conciencia puesta en Dios, para actualizar su presencia en mí y en mi vida, para redescubrirlo. Me ayuda mucho la imagen bíblica de poner la propia casa sobre la roca firme; para resistir la fuerza de los vientos y las olas.
No es mi camino
Sabemos que el silencio y la soledad son condiciones para el progreso espiritual. Se escucha a menudo la necesidad de lograr un vacío interior. Sé que muchos místicos lo alientan como preámbulo de la paz y la autoconciencia. Pero, reconociendo todo el valor de la espiritualidad alcanzada por esta vía, yo siento que el hacer silencio en mi interior, por sí mismo, no es mi camino. Por el contrario, quisiera estar lleno, llenarme de Dios para que él me hable en lo profundo. Por eso pido incesantemente su Espíritu. “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor”. Yo anhelaría tener ojos tan limpios como para reconocer la presencia de Dios en todo lo que me rodea, en la naturaleza, en el cosmos, en los acontecimientos, en la historia de progreso de la humanidad, en las personas con las que comparto. Leí en mi juventud a Pierre Teilhard de Chardin y admiré su capacidad de encontrarse con Dios en todo. Llegó a vivir una profunda espiritualidad de Encarnación, según la cual Dios mismo, al asumir la humanidad en Jesús, consagra toda la materia y toda la historia. Entonces el mundo se hace por entero transparente, se convierte en un “medio divino”. Allí no existe el vacío.
Corazón inflamado
Nunca llegaré, ciertamente, a gozar de la sensibilidad de Teilhard, pero me queda, al menos, la posibilidad de pedir el don del Espíritu prometido por Jesús. El, a pesar de estar siempre ocupado y acosado por la gente, se arrancaba al monte o al desierto, se sumía en oración y se ponía en contacto con su Padre. Quizás ante esta actitud, no me convence mucho la apuesta por un corazón tranquilo o vacío. A mí me encantaría tenerlo inflamado, atento y disponible. Como Jesús.
¿Dónde está lo importante?
En fin, los caminos son múltiples y todos respetables. Pero una cosa me queda clara. Para el Evangelio, lo más importante no reside en el silencio y la soledad. Pienso en la vida de la gente en un campamento o en una población marginal, y me parece que el silencio es un privilegio de muy pocos. Lo verdaderamente importante es la relación con las personas y con el mundo. El auténtico progreso humano se juega en la calidad de esas relaciones. Sin embargo, el ruido ambiente, exterior e interior, hacen necesarios momentos de silencio y soledad, no por sí mismos, sino para poder compenetrarnos con la verdadera realidad.
Andrés Opazo
Al leer años atrás el libro de Albert Nolan que estamos comentando en comunidad, “Jesús Hoy, una espiritualidad de libertad radical”, escribí una nota para mí, que ahora reviso, corrijo un tanto y comparto. Remite al capítulo “Silencio y Soledad”.
Me pongo delante de Dios
No es raro escuchar a personas dolerse por la vida tan agitada que llevan. A nosotros los viejos nos ocurre menos debido a que, por lo general, disponemos de más tiempo. Pero todos buscamos aquietarnos y encontrarnos a nosotros mismos. No es necesario ser creyente para buscar el silencio interior, sino que se lo aconseja también por razones de equilibrio psicológico y espiritual. Algunos recurren a la meditación siguiendo metodologías originadas en religiones del oriente, y logran éxito. En mi caso, y debido a mi formación religiosa, me esfuerzo por tener cada día un momento para orar. Me pongo delante de Dios y echo una mirada sobre mi vida presente. Es un intento por acceder a lo fundamental, lo decisivo. A veces llego a sentir que se relativizan preocupaciones, se disipan miedos ocultos, culpas y sentimientos confusos. Pero no siempre lo consigo, pues para poder orar necesito ese silencio interior. Mi tendencia natural es a la dispersión, a la distracción. Se me entrecruzan pensamientos, sobre mi entorno, mi momento presente, mis quehaceres, la pulsión de mis afectos u odiosidades; revivo situaciones que me han incomodado, lo que dije, lo que no se me ocurrió decir, lo que hice, lo que no hice. Sobrevienen ideas, recuerdos, planes. La dispersión confunde mi yo más profundo y tiendo a perderme a mí mismo. Necesito entonces ordenar la mente y calmar el corazón.
En el fondo, es una necesidad de reencontrarse con lo que realmente es importante y estar en paz. Estar con la conciencia puesta en Dios, para actualizar su presencia en mí y en mi vida, para redescubrirlo. Me ayuda mucho la imagen bíblica de poner la propia casa sobre la roca firme; para resistir la fuerza de los vientos y las olas.
No es mi camino
Sabemos que el silencio y la soledad son condiciones para el progreso espiritual. Se escucha a menudo la necesidad de lograr un vacío interior. Sé que muchos místicos lo alientan como preámbulo de la paz y la autoconciencia. Pero, reconociendo todo el valor de la espiritualidad alcanzada por esta vía, yo siento que el hacer silencio en mi interior, por sí mismo, no es mi camino. Por el contrario, quisiera estar lleno, llenarme de Dios para que él me hable en lo profundo. Por eso pido incesantemente su Espíritu. “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor”. Yo anhelaría tener ojos tan limpios como para reconocer la presencia de Dios en todo lo que me rodea, en la naturaleza, en el cosmos, en los acontecimientos, en la historia de progreso de la humanidad, en las personas con las que comparto. Leí en mi juventud a Pierre Teilhard de Chardin y admiré su capacidad de encontrarse con Dios en todo. Llegó a vivir una profunda espiritualidad de Encarnación, según la cual Dios mismo, al asumir la humanidad en Jesús, consagra toda la materia y toda la historia. Entonces el mundo se hace por entero transparente, se convierte en un “medio divino”. Allí no existe el vacío.
Corazón inflamado
Nunca llegaré, ciertamente, a gozar de la sensibilidad de Teilhard, pero me queda, al menos, la posibilidad de pedir el don del Espíritu prometido por Jesús. El, a pesar de estar siempre ocupado y acosado por la gente, se arrancaba al monte o al desierto, se sumía en oración y se ponía en contacto con su Padre. Quizás ante esta actitud, no me convence mucho la apuesta por un corazón tranquilo o vacío. A mí me encantaría tenerlo inflamado, atento y disponible. Como Jesús.
¿Dónde está lo importante?
En fin, los caminos son múltiples y todos respetables. Pero una cosa me queda clara. Para el Evangelio, lo más importante no reside en el silencio y la soledad. Pienso en la vida de la gente en un campamento o en una población marginal, y me parece que el silencio es un privilegio de muy pocos. Lo verdaderamente importante es la relación con las personas y con el mundo. El auténtico progreso humano se juega en la calidad de esas relaciones. Sin embargo, el ruido ambiente, exterior e interior, hacen necesarios momentos de silencio y soledad, no por sí mismos, sino para poder compenetrarnos con la verdadera realidad.
Andrés Opazo
RETIRARSE A ORAR (*)
En medio de su
intensa actividad de profeta itinerante, Jesús cuidó siempre su comunicación
con Dios en el silencio y la soledad. Los evangelios han conservado el recuerdo
de una costumbre suya que causó honda impresión: Jesús solía retirarse de noche a orar.
El episodio que narra Marcos nos
ayuda a conocer lo que significaba la oración para Jesús. La víspera había sido
una jornada dura. Jesús «había curado a muchos enfermos». El éxito había sido
muy grande. Cafarnaúm estaba conmocionada: «La población entera se agolpaba» en
torno a Jesús. Todo el mundo hablaba de él».
Esa misma noche, «de madrugada»,
entre las tres y las seis de la mañana, Jesús se levanta y, sin avisar a sus
discípulos, se retira al descampado. «Allí se puso a orar». Necesita estar a
solas con su Padre. No quiere dejarse aturdir por el éxito. Solo busca la
voluntad del Padre: conocer bien el camino que ha de recorrer.
Sorprendidos por su ausencia, Simón y
sus compañeros corren a buscarlo. No dudan en interrumpir su diálogo con Dios.
Solo quieren retenerlo: «Todo el mundo te busca». Pero Jesús no se deja
programar desde fuera. Solo piensa en el proyecto de su Padre. Nada ni nadie lo
apartará de su camino.
No tiene ningún interés en quedarse a
disfrutar de su éxito en Cafarnaúm. No cederá ante el entusiasmo popular. Hay
aldeas que todavía no han escuchado la Buena Noticia de Dios: «Vamos... para
predicar también allí».
Uno de los rasgos más positivos en el
cristianismo contemporáneo es ver cómo se va despertando la necesidad de cuidar
más la comunicación con Dios, el silencio y la meditación. Los cristianos más
lúcidos y responsables quieren arrastrar a la Iglesia de hoy a vivir de manera
más contemplativa.
Es urgente. Los cristianos, por lo
general, ya no sabemos estar a solas con el Padre. Los teólogos, predicadores y
catequistas hablamos mucho de Dios, pero hablamos poco con él. La costumbre de
Jesús se olvidó hace mucho tiempo. En las parroquias se hacen muchas reuniones
de trabajo, pero no sabemos retirarnos para descansar en la presencia de Dios y
llenarnos de su paz.
Cada vez somos menos para hacer más
cosas. Nuestro riesgo es caer en el activismo, el desgaste y el vacío interior.
Sin embargo, nuestro problema no es tener muchos problemas, sino no tener la
fuerza espiritual necesaria para enfrentarnos a ellos.
José Antonio Pagola
(*) Reproducido de Facebook, del 7 de
febrero de 2015
PEDÍ POR ELLA
El martes entré al espacio luminoso y sencillo del sexto
piso, en una mañana cargada de sol. Ocho bancas pequeñas, sin espaldar y
algunas imágenes entre las cuales sobresalía la virgen. El oratorio del Centro Asistencial, en el
cual está mi hija. Me dispuse a un breve encuentro con Jesús, con ese hombre
cercano y amigo. Ese hombre de carne y hueso. Cerré los ojos. Agradecí por tener la
oportunidad de estar allí. Acongojado pero con la certeza de que se hace todo
lo que corresponde para que su
restablecimiento sea efectivo y pronto. Todo con celeridad y con recursos.
Agradecí y pedí por ella. Recé.
Hoy repetí la experiencia luego de compartir con ella por
la mañana. Estaba más decaída. Pero siempre dispuesta a hacer algunos
comentarios divertidos, hablar de las enfermeras y auxiliares y de su
disposición. De sus manos generosas y delicadas, en algunos casos, para todos
los pinchazos de día y de noche.
Tres días allí comienzan a cansarla. Y pareciera que
deberá armarse de paciencia. Primero influenza y luego neumonía, que representa
una complicación grave. Con ese cuadro parece
contradictorio dar gracias. Pero lo hago porque está allí, en una clínica con
todos los recursos humanos y técnicos a su disposición. Eso siempre será un
privilegio. Hay que dar gracias, como cuando comemos o corremos con libertad
por un parque. Solo por poder hacerlo.
Bárbara sin quererlo me ha acercado a Dios. Hoy a sus
treinta años y antes, a los cuatro. En esa ocasión se transformó en un
verdadero pañito. De pronto se encogió y se arrulló en la cama. Y así
permaneció prácticamente una semana. Hasta que de pronto floreció, de un
momento a otro. Recuperó su energía y tuvo un cambio que coloquialmente se
diría como “del cielo a la tierra”. De
un momento a otro. Literal. Fue un domingo. Después del almuerzo estábamos muy desesperados,
aun cuando la pediatra nos lo había advertido. Esto se le pasará en una semana.
Y de pronto se levantó mágicamente de la cama y a las cinco de la tarde corría
por los juegos. Se había transformado. Era otra persona. Lo sentimos casi como
un milagro. Pero también hubo mucha
oración y fe. Como ahora. Coincide con mi búsqueda, cada vez más activa de esos
espacios y tiempos de oración, aun cuando
he descubierto que se requiere más disciplina y método. Y también más
entrega. Porque es diferente lo que yo quisiera que fuese a entregarse a su
voluntad. Ponerse en sus manos. Con convicción y sin dudas.
Pienso que en los momentos difíciles es tan humano dudar
como entregarse sin condiciones. Es como amar sin esperar nada a cambio. Y eso
me cuesta. Creo que a muchos. Pero hay que intentarlo siempre.
Rodrigo Silva
SIEMPRE HAY TIEMPO
En esta, a veces loca carrera en la cual agotamos
nuestros días, pareciera que siempre hay tiempo para un encuentro humano. Hay
que darse la oportunidad. Estar atentos. Comento dos experiencias en un mismo
día, con siete horas de diferencia.
He sentido la
discriminación
Avanzo por el pasillo de la clínica y a la subida de una
de las escaleras mecánicas, un hombre con overol gris me da el paso. No debe
tener más de treinta y cinco años. Presumo.
En realidad hace un gesto y yo también. Después de usted le digo y lo
impulso para que se adelante. Me agradece. Claramente es colombiano, por su
acento. Tez morena. ¿Trabajas aquí? Sí, dos años, en limpieza. ¿Cómo ha sido la
vida en Chile? Bien, pero siento la discriminación? Es fuerte. Lo dice
categórico. Tenemos mucho que aprender todavía, le digo con cierta vergüenza.
Segunda escalera mecánica. Más larga aún. ¿Estás con
familia, casado? Sí, esposa e hijos. Tengo ocho años en Chile. Me madre lleva
once. ¿Y qué tal el trabajo? Muy bien, me consideran. De hecho mi jefe ascendió a supervisor, así que estoy
tratando que me den ese puesto.
Llegamos al piso superior. Que te vaya muy bien, le digo.
Me extiende su mano sólida y sonríe. Me dice gracias. Y camino pensando en
Diana, la auxiliar de enfermería, también colombiana, de tez blanca, que no
debe sentir lo mismo que este hombre de piel oscura, en la misma clínica. Un
gran remezón para los chilenos que años atrás pensábamos que éramos un país
lejano al que no venía nadie.
Tendré que viajar
más seguido
La gente se agolpa. Tiene el freno de la línea amarillo
en el andén de la estación Tobalaba de la
línea 4 del Metro. Dirección Puente Alto. Se aproxima el tren y la gente
avanza aún con los carros en marcha. Todos quieren entrar rápido para sentarse,
en un viaje que se presume largo. Me detengo un momento y digo adelante a una
mujer que viene detrás de mí. Ya en el vagón me dice “sos de Buenos Aires”. No
fue pregunta, sino afirmación. No, chileno. Debe ser por Darin. Me refiero a
Ricardo Darin con quien estuvimos ayer por la noche. El en la pantalla y yo en
la fila 11 de la fila I, de la sala 12 del Mall Alto Las Condes. También estaba
Oscar Martínez, un actor también muy reconocido. La película Kóblic. Huy …. Martínez es mi preferido, desde chiquita,
lo dice haciendo el gesto con una de sus manos, juntando los dedos índice y
pulgar. ¿Vives en Chile, porque tú si
eres argentina, verdad? No, vine porque nació mi nieta. Mi hija ya tiene
varios años en Santiago, Voy al Hospital Luis Tisné. ¿Tienes otros nietos? No,
es la primera. Qué pena, pienso, lejos sin verla crecer, sin compartir todas
las chocheras de las abuelas, sobre toda cuando la hija es de la hija. Tendré
que venir más seguido. No me queda otra. Nos vemos en el Metro, en el próximo viaje.
Han pasado dos o tres minutos. Desde la estación Tobalaba hasta la estación
Colón, la primera de ese recorrido que llevará en unos quince minutos hasta su
nieta.
Rodrigo Silva
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