CENTRADOS EN EL AMOR. 30 Agosto
Bienvenidos a los textos de esta semana que están centrados en el amor. Andrés Opazo lo aborda a partir del matrimonio igualitario y la oportunidad de adoptar hijos por parte de parejas del mismo sexo. “En esto consiste, pues, humanizar la vida, en aminorar las carencias y el sufrimiento, a la vez de procurar relaciones más gratificantes entre los humanos.” Adecuarse a los cambios de una sociedad en permanente evolución, que requiere centrarse en el amor. Y de otro lado, Rodrigo Silva nos relata una breve historia de un encuentro que da cuenta de una entrega constante por los demás y nos confirma que siempre hay una nueva oportunidad para el conocimiento humano.
Ojalá los disfruten, los compartan y sean parte de su conversación. Les deseamos una muy buena semana.
HEMOS CREÍDO EN EL
AMOR
He recordado la
frase del encabezado (Primera Epístola de San Juan), a propósito del debate
generado luego de que el gobierno presentara un proyecto que reconoce el
matrimonio igualitario para las parejas homosexuales y su habilidad para
adoptar hijos. A mi modo de ver, esa afirmación de fe en el amor debería
presidir, también, la discusión que aún no termina sobre la despenalización del
aborto en el caso de violación. Es usual que los argumentos en contra de ambos
proyectos acudan a factores genéticos, jurídicos o filosóficos, como la
existencia de un orden natural, eterno e inconmovible que rige la vida. Pero el
amor, como esencia de la unión de la familia, queda casi ausente en el debate. Ello
me ha traído a la memoria la frase de San Juan, pues efectivamente, pareciera
que creemos en muchas cosas, menos en el amor. Con todo, el amor también
existe. Y quizás sea factor primordial.
Constatamos en
los opositores a ese proyecto, una manera de pensar que visualiza el ser en
abstracto, con el “deber ser” que de allí se desprende, en cuyo campo visual
sólo caben las cosas tal como deberían ser en un plano ideal. Distinta a esa
mirada centrada en el “ser”, es otra más humana y contemporánea, que repara más
bien en el “acontecer”, es decir, en la realidad concreta; en el caso a que nos
referimos, en las personas en las situaciones reales y nada ideales en que
viven. En efecto, nuestros juicios y consideraciones no pueden abstraerse de las
condiciones sociales y culturales que determinan, en forma cambiante y
evolutiva, los valores y opciones humanas. Por ejemplo, a nosotros nos parece
obvia la inhumanidad de la esclavitud. Sin embargo, el humanismo de los
griegos, como también el de siglos de cristianismo, no reparó jamás en ello.
Lo que
distingue a lo humano de lo inhumano -en otros términos, la moral- ha cambiado
y progresado con el tiempo. Durante siglos, la guerra y la rapiña entre pueblos
vecinos fueron algo “natural”, así como la destrucción, la matanza de los vencidos
y la esclavitud de mujeres y niños. También lo fue para el cristiano régimen
feudal en Europa y en América. Había que esperar una lenta evolución para que
trascurriera un proceso de humanización casi siempre resistido. En nuestro
país, al conservadurismo le costó enormemente doblegarse para reconocer la legalización
de los sindicatos, aceptar el voto de la mujer, o el derecho a una educación y
a una salud digna y universal, o la supresión de la categoría de hijos
ilegítimos. No debería extrañar, entonces, que ocurra algo similar ante el
surgimiento de diversos tipos de familia, un hecho nunca antes previsto, pero
resultante de nuevas condiciones sociales y culturales de existencia. Por ello,
el reconocimiento de esas familias reales y no sólo ideales, que involucran a
personas necesitadas material, afectiva y espiritualmente, debería ser valorado
como una arista del proceso de humanización. Diría más bien, del proceso de “amorización”,
que para nuestra fe es el que impulsa la vida, la sociedad y culmina en Dios.
Hemos creído en el amor.
En este marco,
cualquiera sea la condición sexual de los padres, lo realmente decisivo es el
amor de familia. Allí los niños privados de hogar pueden encontrar la acogida antes
negada, un techo, la protección, el pan, el vestido, el cuidado de su salud y
su educación, el afecto, la comprensión, en síntesis, condiciones básicas que posibilitan
llegar a ser persona. En esto consiste, pues, humanizar la vida, en aminorar las
carencias y el sufrimiento, a la vez de procurar relaciones más gratificantes
entre los humanos. Entonces, si por apego a la tradición o a supuestos
principios naturales inconmovibles, se intentase obstruir el derecho de niños y
padres o madres a conformar una familia, a disponer de un espacio de protección
y afecto, resultaría evidente que, en realidad, se cree en cualquier cosa menos
en el amor.
La misma
inquietud sobre el amor como la energía que impulsa las relaciones de pareja y
con los hijos, me lleva a otras consideraciones. A lo largo de la historia y
hasta hace poco, el amor no estuvo ligado necesariamente al matrimonio. Este
fue practicado como una mera complementación de funciones, o bien dejado al
arbitrio de padres movidos por convenciones sociales o ventajas patrimoniales. Fue
frecuente, también, que el amor no alcanzara a los hijos, como lo atestigua la
institución tradicional de los expósitos, o la entrega de hijos para ser
mantenidos fuera de la familia. Es un hecho que los padres no siempre desean al
hijo. Al respecto, y conversando sobre un tema capital, como es si el embrión
de escasas semanas debiera considerarse una persona, alguien me señalaba a una
joven conocida y recién embarazada, que hablaba de la guagüita que llevaba en
su seno; era evidente para ella que ya era una personita, hasta con nombre propio.
Pero yo pensaba en otro caso, el de la niña violada que seguramente no debiera
sentir igual, sino que lamentaría el estigma de la violencia que llevaba en su
cuerpo, y que la forzaba a cargar para toda la vida. No obstante, para la espiritualidad
matrimonial y familiar, los hijos son frutos del amor, con todas las
consecuencias que ello implica. ¿Podríamos quizás pensar en el factor amor
cuando enfrentamos situaciones complejas? Al menos podríamos ser más benévolos.
En definitiva,
el modelo de familia patriarcal ha sido predominante en la historia y se
prolonga hasta ahora. San Pablo, inmerso en la cultura grecorromana, lo
cristianizó al conminar a las mujeres a obedecer a sus maridos, y al condenar
sin más la homosexualidad. Para Jesús, en cambio, esto no era tema; no habló
nunca de familia ni de sexo. Por el contrario, en un acto subversivo para su
tiempo, abandonó su familia de Nazaret, por lo que fue tachado de loco por sus
parientes. Y una vez en que se hallaba predicando, alguien le advirtió “aquí
está tu madre”, a lo que él respondió que los que escuchan la palabra de Dios y
la practican, son ellos su madre y sus hermanos. Jesús se desprendió, pues, de
todo convencionalismo para anunciar un Dios del amor. O a la inversa, que el
amor es Dios.
Andrés Opazo
SIEMPRE HAY UNA
OPORTUNIDAD
Me impactó cuando dijo que la misa no lo representaba.
Porque es cristiano y católico como su esposa. De los que son parte de una obra
todos los días. O más. Allí está Cristo. Lo dice con la fuerza de sus
convicciones. Se refiere, entre otras cosas, al albergue para los indigentes
que al amparo de la parroquia permite cada día un espacio de dignidad y amor.
De respeto humano. De acogida.
Se ven los frutos dice ella. Y menciona nombres. Hombres
y mujeres que con el paso del tiempo van reencontrándose con su vida de
siempre. Esa que perdieron por el alcohol o el consumo de otras sustancias y
los llevaron a la calle. Que se perdieron. Pero que han encontrado un espacio
para sentirse queridos, aunque parezca una formalidad. Y con el paso del tiempo
han dejado de beber e incluso se transforman en soporte para recatar a otros. Todos
los seres humanos necesitamos ser queridos, respetados, aun cuando los errores
cometidos se juzguen con severidad. Ellos están para servir, para acoger, para
entregarse a otros. Ya lo han hecho con sus hijas. Ambas profesionales. Lo
dicen con orgullo a pesar que aún les queda por pagar una mensualidad por diez
años más para cubrir los préstamos que les permitieron afrontar ese desafío.
La gente va a la misa pero no se compromete con aquellas
acciones que corresponderían a un cristiano. Por eso no me representa y no voy,
dice él. Sin orgullo, sin arrogancia, sino más bien con dolor. Así lo percibo.
Creció, él, al interior de Chillán, en El Parrón, así se
llamaba la localidad o el fundo. Cinco hermanos, todos hombres. Con un padre
que comenzó a trabajar a los doce (12) años, sí, doce, como “el hombre de la
casa”, porque de lo contrario hubiera
tenido que emigrar del fundo con la familia de su abuelo. Hacerse hombre desde
niño. Esa era la responsabilidad. Y su padre la cumplió. Por eso sus recuerdos
se transforman en nostalgia pero no en resentimiento. Al contrario, jugaba con
los hijos de los patrones de sus padres. Y ahora los recuerda, Cada uno con sus
nombres. Es como si recordara sus gestos y volviera a la infancia, a la alegría
del desenfado. Todos unidos en la necesidad del juego infantil, sin
discriminaciones.
En la mesa que reúne estos recuerdos somos cuatro. El, su
esposa, mi esposa, y yo. Y siempre uno dice que el mundo es un pañuelo o que
los astros se alinean. Ocurrió. Los compañeros de juego de la infancia eran y
son primos de la esposa de uno de los tíos más cercanos y queridos de mi
esposa. A quienes ella también conoce. Por eso fluyen los nombres, con la
naturalidad del conocimiento, sin barreras, con el respeto natural a lo humano,
como corresponde a personas que han hecho de la dignidad algo natural. Que no
se piensa, que es parte de la naturaleza.
Me impactó lo de los fuegos artificiales. Lo dijeron
ellos. Todos los viernes se lanzan al cielo, se ven y se escuchan. ¿Manifestación
de algarabía? ¿Acontecimiento especial? Como sea que se interprete es la manera
de dar a conocer a la comunidad aledaña que ha llegado la droga. La nueva, la
fresca, la de ahora. Hoy. Como el pescado en el terminal o la fruta y las
hortalizas que llegan a La Vega a las cuatro de la mañana. Ellos lo viven cada
semana en su población. Es parte de una realidad conocida por todos. Aceptada
al parecer. Es la habitualidad. Que se repite semana a semana. ¿Nadie hace
nada? ¿Seguirán los fuegos artificiales?
El superó una depresión severa. Cuando nada pareciera
tener sentido y las fuerzas flaquean para todo. Cuando el ánimo se desvanece. Hubiera
querido que la noche fuera permanente y
que las obligaciones que pesan una tonelada no existieran. Bañarse, comer,
aceptar la realidad cuesta mucho. Hasta que todo se acerca a una solución
posible y la claridad se retoma y las energías se robustecen y cada uno se hace
cargo de sus responsabilidades. Eso le permite estar de pie otra vez y asumir
sus tareas solidarias y agradecer por el tiempo vivido. Aprender, sacar
experiencias, porque para ella, para su esposa, todo permite crecer, encontrar
un valor positivo. Es la presencia de Dios que nos permite la alegría de lo
cotidiano. Cada día. Como el agradecimiento por los alimentos o el goce de la
naturaleza, en cada hoja, en cada flor, en cada aroma que llena nuestros
sentidos.
Hemos pasado juntos menos de cuarenta y ocho horas. En la
mesa, al lado de una piscina, en la sensación de libertad en ese espacio de
magias y de cerros. Accediendo por caminos lentos a la parte alta de un valle
en Curacaví, cuando las montañas se acercan y comenzamos a ver sus pliegues y
entender algunos de sus secretos. Abajo, el valle aparece en medio de la bruma
de una tarde que consume todo el sol. El nuevo día está más fresco, pero
nuestro ánimo se ha revitalizado. Y nos volvemos a Santiago con el corazón aún más
pleno de humanidad y cercanía. Sentimos que hemos compartido una experiencia
humana enriquecedora. Que nos hemos dado la oportunidad de escucharnos y
conocernos. De aprender, de ganar afectividad y experiencia. De saber que siempre
los seres humanos tenemos una oportunidad.
Rodrigo Silva
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