EL AMOR DE JESÚS
¿Qué es el amor? ¿Cómo entenderlo? ¿Cómo un acto propio o una capacidad de vincularnos profundamente con nuestros semejantes? ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, nos interroga Andrés Opazo en su reflexión de esta semana “Si escuchamos a Jesús y captamos su intención cuando habla de amor al prójimo – que no es aquel que se encuentra cerca – tomamos conciencia de que su mandamiento comprende toda una ética, una invitación universal para la relación entre los humanos.”
Y Rodrigo Silva nos entrega algunos apuntes acerca del impacto de la droga y cómo ha cambiado la convivencia y las expectativas en cientos de comunas del país, a propósito de la reciente entrevista del sacerdote Pablo Walker, Capellán del Hogar de Cristo.
Y Rodrigo Silva nos entrega algunos apuntes acerca del impacto de la droga y cómo ha cambiado la convivencia y las expectativas en cientos de comunas del país, a propósito de la reciente entrevista del sacerdote Pablo Walker, Capellán del Hogar de Cristo.
¿DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE AMOR?
Me hago esta
pregunta puesto que los cristianos hablamos mucho del amor. Pero el efecto
provocado en el interlocutor no es siempre el deseado. A veces nuestro discurso
es percibido como vago y general, carente de respuestas adecuadas a la
complejidad de la vida, y se nos escucha con piadosa indiferencia. O bien cae
en el vacío, pues el uso más corriente del término amor, se refiere al amor de
una pareja con diversas implicaciones. Miles de poemas y canciones evocan sólo este
tipo de amor. En contextos diferentes, también es corriente mencionar el amor,
pero en otro sentido; se nos habla del amor a la familia, el amor de amistad, a
los compañeros y vecinos, incluso el amor a la patria. En definitiva, el amor
al cercano, al que hace la vida conmigo. No cabe duda de que para llevar bien
estas relaciones se requiere amor. Pero ¿cuánto habrá aquí de verdadero amor?
Efectivamente,
cuando yo digo que amo a mi pareja, o
yo amo a mi familia, o yo amo a mi patria, me puede saltar la inquietud
sobre si, en realidad, yo estoy amando sólo “lo mío”; en el fondo, no estaría
más que amándome a mí mismo. Podría ocurrir, entonces, que allí no hubiese amor
alguno. Pues en nombre del amor erótico, los celos han llevado al crimen del
supuestamente amado; o en vista de la protección de la familia se han defendido
privilegios, llegándose hasta la aparición de las mafias; o el nacionalismo
como causa colectiva ha dado origen a auténticos horrores. Lo sabemos bien.
Los cristianos
no podemos contentarnos con un amor sólo entre dos, o con el amor de familia, o
el amor a la patria. Si escuchamos a Jesús y captamos su intención cuando habla
de amor al prójimo – que no es aquel que se encuentra cerca – tomamos
conciencia de que su mandamiento comprende toda una ética, una invitación
universal para la relación entre los humanos. En la parábola del Buen
Samaritano, el prójimo es el extranjero que se hace cargo del desconocido que
yace herido en el camino. El amor al prójimo es, por lo tanto, la solicitud
hacia el otro en cuanto otro, o a los otros en tanto diferentes y ajenos a lo mío
o lo nuestro. Esto es lo que el discurso cristiano sobre el amor debe recalcar
y llevar a la realidad vivida, es decir, tomando en cuenta quién es ese otro o
esos otros; de no hacerlo, peligra quedar sólo en vaguedades y generalidades.
Recojo aquí una
buena ilustración del tema, contenida en un texto citado por Hans Küng en su
libro “Lo que yo creo”. El amor es allí la sal que hace la vida buena o
“amable”, valga la redundancia. Debería impregnar toda la convivencia humana en
sus distintos niveles, tanto en las relaciones interpersonales, como a lo ancho
de la vida cívica. E incluso, configurar en la hora actual una auténtica ética
mundial, que es lo que preocupa teológicamente a Küng.
El deber sin amor nos
hace malhumorados
el deber cumplido con
amor nos hace perseverantes.
La responsabilidad sin
amor nos hace desconsiderados
la responsabilidad
asumida con amor nos hace solícitos.
La justicia sin amor
nos hace duros
la justicia ejercida
con amor nos hace fiables.
La inteligencia sin
amor nos hace ladinos
la inteligencia
practicada con amor nos hace comprensivos.
La amabilidad sin amor
nos hace hipócritas
la amabilidad que
brota del amor nos hace bondadosos.
El orden sin amor nos
hace mezquinos
el orden conservado
con amor nos hace generosos.
La pericia sin amor
nos hace prepotentes
la pericia desplegada
con amor nos hace dignos de confianza.
El poder sin amor nos
hace violentos
el poder detentado con
amor nos hace serviciales.
El prestigio sin amor
nos hace altaneros
el prestigio asumido
con amor nos hace humildes.
Las propiedades sin
amor nos hacen avaros
las propiedades
utilizadas con amor nos hacen desprendidos.
La fe sin amor nos
hace fanáticos
la fe vivida con amor
nos hace pacíficos.
Estas simples
sentencias son expresión de auténtica sabiduría y sentido común, y me hablan en
lo concreto del amor. Deduzco, entonces, que el amor de la pareja es un amor de
verdad, cuando se procura el bien del otro; que el amor de familia también
puede serlo, pero siempre que no se limite a la felicidad de lo mío o lo
nuestro; y que el amor al terruño o a la patria es legítimo sólo cuando no genera
exclusión de derechos de otros, o animosidad contra una cultura diferente. En
todos estos ámbitos, como lo dice el texto, el poder sin amor nos hace violentos.
Es lo que mucho lamentamos en la hora actual.
Por lo tanto,
para hablar del amor con verdad, deberíamos partir haciendo nuestra la pregunta
que el escriba le formuló a Jesús. Maestro ¿quién es mi prójimo? Y sabemos su
respuesta: “Un hombre iba de camino de Jerusalén a Jericó …”
Andrés Opazo
FUEGOS
ARTIFICIALES
Las tardes de los viernes se lanzan fuegos artificiales.
Símbolo de alegría, de celebración, de regocijo. Eso hubiera pensado. Pero no.
Es la señal que avisa la llegada de la droga. Eso me dijo una señora de la
población. Una de las tantas de la zona sur de Santiago. Es un rito de todas
las semanas. Dice. Lo he escrito en otras ocasiones, porque me impacta.
De acuerdo con datos del Senda (Servicio Nacional para la
Prevención y Rehabilitación del Consumo de
Drogas y Alcohol), en el 2015, un cigarrillo de marihuana costaba $
1.089. Un gramo de pasta base, $ 1.179, y uno de cocaína, $ 6.390. El Observatorio del
Narcotráfico en Chile, en su último informe señaló que en Chile hay 426 barrios
críticos, “donde el narcotráfico ha establecido una plataforma de venta ilícita
de drogas, especialmente a través del uso del espacio público, con un
predominio sobre otras expresiones delictuales y sobre la vida de los vecinos,
con un grave deterioro para la vida de estos, constituyendo un fuerte desafío a
la vigencia del Estado de Derecho”. No hace muchos años el escritor Mario
Vargas Llosa sostuvo que la principal amenaza para el sistema democrático era
la organización del narcotráfico.
La “narcocultura” “está relacionada con el tráfico de
armas, con el secuestro, con la extorsión, con el robo, con la explotación
sexual”, sostuvo el capellán del Hogar de Cristo, el sacerdote jesuita Pablo
Walker, en una entrevista al diario El Mercurio, publicada este lunes 9 de
octubre. Sus palabras tuvieron repercusión. Por su claridad, por su franqueza y
su fuerza. Al día siguiente varios de los candidatos a la presidencia
recogieron la preocupación. Y propusieron ideas. El mismo diario lo utilizó
como título principal de su portada. ¿Harán algo? ¿Se preocuparán de verdad?
¿Irán al fondo del problema?
Walker señaló que urge “deslegualizar” (refiriéndose a la
emblemática y estigmatizada Población La Legua) este síntoma-país. Existe en 16
comunas de la Región Metropolitana y en otras nueve capitales regionales, en
barrios donde vemos un Estado intermitente, un repliegue de las organizaciones
de base, una ausencia de inversión privada y el deterioro de esa vida en
comunidad que era el orgullo de una población. En ese despojo, ante el despiste
del resto del país, se instalan las mafias diciendo quién entra y quién sale a
tal calle, asegurando, a su manera, ´trabajo´, ´previsión´, ´vivienda´,
´salud´, ´educación´…”
¿Una forma de vida?, le preguntan. “Claro. Con sus héroes,
con sus sueños, con sus códigos. Piensa qué te pasaría si tu abuelo y tu madre
hubieran trabajado en lo ajeno hasta agotarse y hubieran muerto pobres, piensa
en la oportunidad de tener hoy por la tarde lo mismo que te muestra y te
prohíbe la televisión, piensa en por fin darle lo que quieres a tu hijo. No es
tan difícil decir ´prefiero ser narco a no ser nadie´.” Profundo, dramático,
pero al parecer, real.
¿De qué es síntoma todo esto? “De una sociedad que ha
tirado por la borda el valor de la comunidad como forma de definir la identidad
y como estrategia para resolver dificultades. Es síntoma de un Estado precario
donde los derechos más fundamentales no están asegurados, de un sector privado
sin foco en las condiciones de vida de sus trabajadores y de una sociedad donde la validación se
verifica en el consumo inmediato a cualquier precio. Ahí se crea el espacio
para que el “Padrino” asuma las funciones de gran benefactor en medio de la
frustración ante la hiriente desigualdad. El narco da respuesta a necesidades vitales –colchones antiescaras,
sillas de ruedas para los ancianos, bolsas de mercaderías para los que están
cesantes, préstamos de dinero, organización de fiestas para los niños, útiles
escolares, etc.- de familias que viven la exclusión. Les da lo que ni el
Estado, ni la empresa, ni la iglesia, ni las organizaciones de base, les están
dando. Así se hace querido, e incluso logra ser defendido por la comunidad”.
Las reflexiones del sacerdote son un mazazo a la
conciencia de una sociedad que ve cómo la neblina del narcotráfico pareciera
cubrirnos lenta e irremediablemente. Para muchos este fenómeno ocurre en otras
comunas, aquellas por la cuales no circulamos habitualmente, las que no
frecuentan sus hijos, nuestros hijos, aquellas que pueden ser invisibles salvo por
fragmentos de realidad que vemos a través de un noticiero sensacionalista de la
televisión.
De qué sirve que el ingreso per cápita de Chile sobrepase
los veinticuatro mil dólares si hay una brecha tan abismal y una distribución tan
desigual en los ingresos, además de una precaria satisfacción de las
necesidades esenciales en distintos ámbitos como salud, educación, recreación, infraestructura, seguridad y tantos otros factores
claves para el desarrollo de una vida digna y equilibrada.
En Chile ha crecido
el consumo de drogas en personas de
todas edades, particularmente en la población juvenil. Lo indican todas las
cifras. Al irracional abuso del alcohol y el tabaco, la marihuana, solventes
volátiles, tranquilizantes, estimulantes y derivados de cocaína. Cada vez más.
¿Qué hacemos o qué podemos hacer los cristianos ante esta realidad?
¿Tenemos respuestas? ¿Estamos dispuestos a darlas?
Hay realidades que no queremos ver, pero que al parecer nos abofetearán
la cara cada día más y con mayor intensidad.
Rodrigo Silva
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