LA MUERTE ES MENTIRA
“Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”. Este es el mito de los malkiritare, sobre el cual Andrés Opazo nos presenta una reflexión sobre la alegría de la vida y la trascendencia de la muerte como fuente de vida. Porque la muerte es mentira, dice Andrés, que complementa con un breve texto del filósofo chileno Jorge Eduardo Rivera, quien afirma: “Tengo que fe en que seré resucitado el día mismo de mi muerte”. Gran tema. Por su parte, Rodrigo Silva nos relata su experiencia en el primer encuentro coral preparatorio para la visita del Papa.
Les invitamos, como todas las semanas, para que nos escriban y participen con sus reflexiones y experiencias. Siempre bienvenidos
LA MUERTE ES MENTIRA
Los indios
malkiritare también forjaron un mito de la Creación. En ella se hace realidad el
sueño de Dios. Lo recoge Eduardo Galeano en su obra Memoria del Fuego.
La mujer y el hombre
soñaban que Dios los estaba soñando.
Dios los soñaba mientras cantaba y agitaba
sus maracas, envuelto en humo de tabaco, y se sentía feliz y también
estremecido por la duda y el misterio.
Los indios malkiritare saben que, si Dios
sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y
da nacimiento.
La mujer y el hombre soñaban que en el sueño
de Dios aparecía un gran huevo brillante. Dentro del huevo, ellos cantaban y
bailaban y armaban mucho alboroto, porque estaban locos de ganas de nacer.
Soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el
misterio; y Dios, soñando, los creaba, y cantando decía:
Rompo este huevo y nace la mujer y nace el
hombre. Y juntos vivirán y morirán.
Pero nacerán
nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de
nacer, porque la muerte es mentira.
El Hombre,
desde los primeros tiempos, nunca se ha percibido a sí mismo en soledad. Se ha
preguntado originariamente por un Alguien que lo ha traído al mundo, por un
fundamento que sostiene su existencia. Pero no por ello consigue despejar del
todo la duda y al misterio. Sin embargo, confía en que ese misterio sólo puede
ser superado acogiéndose al sueño de Dios. Hermosa intuición que todos podemos
hacer nuestra. Si Dios nos sueña, existimos. Somos el sueño de Dios.
Esos indios
estaban convencidos de que lo más preciado de la vida era la alegría, la fiesta
de la comunidad, con cantos, maracas y humo de tabaco. Dios mismo, el Creador, había
soñado al hombre y la mujer mientras cantaba y agitaba las maracas. Si soñaba
con comida, daba de comer; si soñaba con vida, hacía nacer. Si bien de reojo
avistaba la duda y el misterio, al final ello se disipaba por efecto de una
suerte de afirmación de la vida, emanada de una experiencia de alegría.
Creo que
nosotros, como seres conscientes y racionales que somos, podemos hacer nuestra esa
actitud existencial de carácter afirmativo que vemos en el mito; ella puede
tener correspondencia en nuestra vida actual. Pues, de todas las preguntas
importantes que nos hacemos, nunca logramos una total certeza. En lo más
decisivo, actuamos y vivimos siempre sobre la base de la fe que, en última
instancia, no es más que una confianza en el carácter benéfico de ese misterio
de la vida. Cuando una racionalidad un tanto autorreferente reniega de todo
misterio, o cuando las contrariedades de la vida logran destrozar el corazón, sólo
queda un horizonte de pesimismo radical; la vida termina avasallada por la
muerte; un total sin sentido. La actitud existencial opuesta es la confianza
radical en la vida. En ella reposan los significados y convicciones más
profundas, y recibe su consistencia de la afirmación de un fundamento sólido
que, en el caso de nuestro mito, es el sueño de Dios. Esa misma confianza en un
fundamento la encontramos expresada de distintas formas en los mitos fundadores
de nuestras religiones, mitos antiguos que en su significado se vuelven
modernos.
Actualizar hoy,
y permanentemente, esa decidida confianza en la vida, debería ser el
presupuesto para llevarla con positividad y alegría. Para mucha gente, ello
surge de manera espontánea, sin mayores elucubraciones. Quizás originada en la
confianza experimentada en nuestros padres, o en las personas que nos han
rodeado y nos han querido, o en gestos de solidaridad que hemos presenciado. Una
confianza siempre bañada por un sentimiento de gratuidad. “Gracias a la vida”.
Por otra parte, ese amor a la vida y confianza en ella, ha sido el motor que
nos ha sostenido a los seres humanos como especie durante siglos. Y los mitos
lo han expresado con la belleza de la poesía y el símbolo. También el nuestro, judeocristiano.
“Y vio Dios que era bueno”.
Nuestra
cultura actual está impregnada por un pragmatismo y un materialismo que fomenta
el individualismo; tendemos a ser presa de lo inmediato y ventajoso. Es
natural, entonces, que para muchos resulte extraña, utópica en incluso evasiva,
la perspectiva de un Bien, Original y también Final, de nuestra existencia como
personas y como humanidad. Pero éste ha sido el núcleo de los mitos
vivificantes de la humanidad. Muchos no se inquietan en hacerse preguntas,
mientras otros quizás postergan las respuestas. En cambio, el hacer consciente
y explícita la actitud de confianza radical en la vida y en su fundamento
último, debería ser una respuesta humana positiva, en tanto inspiradora de una
vida con mayor sentido, mayor alegría y más sólida pertenencia comunitaria.
Pues el solipsismo propio del que tiene la mirada puesta en su propio éxito,
desata un obvio distanciamiento de la comunidad. Ninguna cultura verdadera
puede basarse en el actual individualismo, en un yo que se rasca con sus
propias uñas.
Ese sentido
comunitario resalta en el mito de los malkiritare. “Rompo este huevo y nace la
mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente.
Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque
la muerte es mentira”.
Nosotros también
soñamos a Dios, pues Dios nos soñó primero. Y en ello va nuestra alegría plena,
nuestro sueño en el amor, en una felicidad compartida, que llegará cuando
nuestra humanidad se halle reconciliada consigo misma. También nosotros estamos
locos de ganas de nacer.
Andrés Opazo
LA MUERTE TAMBIÉN ES
MENTIRA PARA NOSOTROS
Les ofrezco
aquí un texto de Jorge Eduardo Rivera, quien se entrega con total confianza al
sueño de Dios. “El día más grande de mi vida será el de mi muerte”. Como lo
dice al final, esa confianza le permite transformar esta vida temporal, en
misericordia, en gozo y en paz permanente.
“Tengo
fe en que seré resucitado el día mismo de mi muerte. Creo, pues, que por la
gracia de Dios viviré eternamente su misma vida divina. Y esta fe me hace
enfrentar gozosamente la muerte que me espera.
Esto
no es teoría, ni sola fe, sino la “experiencia” que hace todo aquel que cree
realmente en Jesucristo. Es la experiencia de todos los santos y de todos los
que viven su fe cristiana.
Y
eso mismo me permite confiar en que el día más grande de mi vida será el de mi
muerte, cuando gratuitamente y por puro amor misericordioso de Dios me será
dada otra vida, sin horizonte de muerte, una vida plena, divina y eterna, cuya
esperanza es capaz de transformar también esta vida temporal en misericordia,
en gozo y en paz permanente”.
Jorge Eduardo Rivera Cruchaga fue un
notable filósofo chileno, fallecido recientemente, que perteneció a la
Congregación de los Sagrados Corazones. Fue un hombre de una fe apasionada y
contagiosa, como lo muestran estas líneas.
Andrés Opazo
UNA SOLA VOZ
¿Qué estaría haciendo el Papa Francisco a las 9:25 de la
noche -4:25 hora de Chile- del último domingo cuando un grupo del orden de
quince personas comenzábamos a ensayar una de las canciones que se cantarán en
el Parque O´Higgins de Santiago cuando presida la misa masiva de Santiago, durante
su visita a Chile en enero próximo? ¿Alguien le dirá que ese grupo congregado
en una de las salas del segundo piso del colegio de los Sagrados Corazones de
la Alameda es parte de un numeroso conjunto de personas de distintas procedencias
que ha comenzado a volcar sus energías para que su vista se transforme en una
fiesta que conmueva al país?
Vamos desde el principio. El encuentro estaba programado
para las 15:15 del domingo 22 de octubre. Un día de sol y de abundante
temperatura. Presagio de intenso verano. Allí nos encontramos varias personas
del coro de la iglesia San Juan Apóstol de Vitacura. Quizá esperando mayor
orden, más puntualidad ¿menos gente? Sabíamos que la convocatoria era para distintos
coros de Santiago. No cuantos, pero era presumible una cantidad significativa.
Había una larga fila de personas de diferentes edades, mujeres y hombres,
laicos y religiosos, gordos y flacos, altos y bajos, como es la gente, de
diferentes comunas de Santiago, todos vinculados a la música. También colombianos, también venezolanos y de
otras nacionalidades. También personas de otras ciudades. Todos venidos a una
convocatoria que nació en sus parroquias, en sus coros y que se sentían con el
deseo de cantar durante la venida del Papa. Eso era todo. Un gran todo.
De a poco todo se fue organizando. Cada uno constataba su
identidad, de acuerdo a la “cuerda” de su voz: sopranos, contraltos, tenores y
bajos. Recibía un pequeño papelito de dos por centímetros. En mi caso B2. Esa
era mi pertenencia inicial. Y así toda la gente que debería ser del orden unas
quinientas o seiscientas personas.
Nos congregamos en la esquina de uno de los grandes
patios de este colegio centenario. Entre los murmullos y el calor esperábamos
las explicaciones de una jornada que era incierta en su forma y tiempos.
Veníamos a un ensayo para cantar durante la venida del Papa. Nada más.
Me adelanto. A las cinco y media, minutos más, nos
comenzamos a congregar nuevamente en la esquina del patio. Nos ordenamos por
cuerdas y comenzó el ensayo general. Para hacer el ejercicio de ensamblar las
voces. Guitarra, flauta traversa, tres solistas y una dirección. Allí sentimos,
sentí, la primera gran emoción de la tarde. En ese momento todo comenzaba a
tener sentido. Gente desconocida que se conectaba en la misma intención. A mí
alrededor dos o tres chicos de voces profundas y afinadas cantaban con fuerza y
convicción: Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente,
aleluia, aleluia, aleluiaaaaaaaaa.
Y muchos más, más de quince, quizá veinticinco. No sé cuántos. Pero ya
éramos una unidad de voz y sentimientos. Todos bajos, nos sentíamos potentes,
sólidos. Me refugiaba en la mirada de Ximena, de nuestro coro, que de tanto en
tanto se fortalecía también conmigo, acusando la necesidad de sostener una
relación de pertenencia que poco a poco se fue transformando en el todo que
comenzábamos a experimentar.
Volvamos atrás. Un sacerdote, Orlando Torres, del
Arzobispado, entiendo que músico, dio las instrucciones generales. Resolvió las
dudas. Presentó a quienes trabajarían con las diferentes voces. Allí supe que
Santiago era mi “jefe de cuerda”, un muchacho joven con quien nos reuniríamos
minutos después en la sala asignada para el segundo grupo de bajos, B2. También
supimos que las canciones estaban escogidas y que al grupo de personas hasta
los 29 años les corresponderá participar
con el Papa en el templo votivo de Maipú. Y otro grupo compuesto por religiosos y laicos estarían destinados a un encuentro especial del Papa precisamente con
miembros de las comunidades religiosas.
Ya en la sala del segundo piso, la única presentación fue
de Santiago y de otro chico que tocaba la guitarra. Nada más. Todos o casi
todos desconocidos comenzamos a cantar bajo las atentas instrucciones de
Santiago que nos estimulaba y corregía, como corresponde a quien oficia ese
rol. Su palabra es ley nos habían dicho en la presentación del patio que nos
congregaba a todos en medio del calor y la desorientación inicial.
Allí me sentí como un entusiasta del canto y de las
convicciones. La canción es conocida, muy conocida (de Esteban Gumucio sscc y Andrés Opazo).
¿Qué llevabas conversando?
me dijiste, buen amigo;
y me detuve asombrado
a la vera del camino.
¿No sabes lo que ha pasado
allá en Jerusalén?
De Jesús de Nazareth
a quien clavaron en la cruz,
por eso me vuelvo triste
a mi aldea de Emaús.
Por el camino de Emaús
un peregrino iba conmigo
no lo conocí al caminar
ahora sí, en la fracción del pan.
me dijiste, buen amigo;
y me detuve asombrado
a la vera del camino.
¿No sabes lo que ha pasado
allá en Jerusalén?
De Jesús de Nazareth
a quien clavaron en la cruz,
por eso me vuelvo triste
a mi aldea de Emaús.
Por el camino de Emaús
un peregrino iba conmigo
no lo conocí al caminar
ahora sí, en la fracción del pan.
La hora pasó volando. No éramos
personas. No teníamos identidad. Solo voces que surgían de diferentes cuerpos y
almas. Uno de negro total con zapatos con hebilla. Otro de polera y pantalón
corto, todo de negro. Otro y otro, todos diferentes, la mayoría con sus
teléfonos celulares viendo la partitura y aportando si el “do” o el “re”o la “corchea”.
Sabían de música, claramente la leían, la mayoría. Cuando salimos de la sala
para bajar nuevamente al patio ya había un espíritu de cuerpo. De personas que
no podríamos identificar por sus rostros. Ahora que escribo al único que podría
reconocer es Santiago, el encargado de la cuerda, porque lo tenía de frente,
pero a nadie más. Pero fuimos un grupo, sin caras, solo con cuerpos y
vestimentas distintas. Nada más.
Salí emocionado. Empapado de música y
calor. Hasta el próximo domingo.
Rodrigo Silva
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