¿QUÉ TIPO DE IGLESIA NOS REPRESENTA?
¿Con qué tipo de iglesia convivimos? ¿Genera cercanía o distancia? ¿Acoge? Estas y muchas otras preguntas analiza Andrés Opazo en la entrega de hoy. El Papa Francisco, dice Andrés, “se empeña en transmitir otro modelo de Iglesia según el espíritu del Evangelio. Ha propuesto desclericarizarla, invitando con ello a todos los hombres y mujeres de fe, a relativizar su histórica dependencia de la autoridad del clero. Con ello se cuestiona toda la actual estructura eclesiástica.” Además, nos entrega un precioso texto del Obispo de Orleans, Guy Riobé, que apunta precisamente en el mismo sentido. Gran tema para una gran conversación que podemos a disposición de ustedes en la entrega de esta semana. Como siempre, esperamos sus comentarios y participación.
¿CRISTIANOS SIN IGLESIA NI RELIGIÓN?
Como
cristiano que trata de ahondar su fe en Jesús y escasamente relacionado con la
institución eclesiástica, comprendo muy bien a los muchos que se han
distanciado de la religión y de la Iglesia. El Papa Francisco también lo sabe bien
y lo comprende; se empeña en transmitir otro modelo de Iglesia según el
espíritu del Evangelio. Ha propuesto desclericarizarla,
invitando con ello a todos los hombres y mujeres de fe, a relativizar su
histórica dependencia de la autoridad del clero. Con ello se cuestiona toda la
actual estructura eclesiástica.
Se nos ha
dicho que Jesús fundó la Iglesia y con ello una nueva religión. Ello precisa reinterpretarse.
En efecto, una religión es un sistema de creencias, de códigos morales y de
culto, todos ellos definidos y sostenidos por una organización del poder que
administra la salvación. Ese específico conjunto de creencias, prácticas y
rituales, es lo que distingue a una religión de otra, como así mismo, el tipo
de organización que la gobierna. La judía del siglo I era una religión bien
definida. Pues bien, así entendidas las cosas, hoy se sabe que Jesús nunca
pensó, ni limitarse a esa religión, ni reformarla, ni ingresar a una de las sectas
de su tiempo, como la de los esenios, los puros y perfectos separados del
resto. Por el contrario, su mensaje se mantuvo ajeno a todo particularismo, fue
siempre universal, nadie quedó excluido. Su único mandamiento fue amar al
prójimo como a sí mismo. Y se mantuvo hasta el final como predicador
itinerante.
Si uno va a
los evangelios, constata que Jesús nunca habló de algo como lo que nosotros
entendemos por iglesia. Él fue educado en la tradición judía, seguramente
recitó en familia los salmos, asistió a la sinagoga, acudió al templo de
Jerusalén. Sin embargo, ya adulto, dejó su hogar y su trabajo en Nazaret, para
dirigirse al sur, a Judea, a escuchar a Juan Bautista quien convocaba a una
gran la masa en el desierto, fuera de las sinagogas, lejos del templo, de los
sacerdotes y del culto. Juan anunciaba el juicio inminente de Dios y su
castigo; llamaba a la conversión y a un bautismo para la remisión de los
pecados. Jesús se mantiene por un breve tiempo ligado a su círculo.
Al morir el Bautista,
él adopta otro camino. Comienza a recorrer los pueblos y aldeas campesinas de
Galilea. Acuden a él la gente más simple, los pobres, los enfermos, los
mendigos, la plebe despreciada y excluida de todo. A algunos los sana de su
mal, y a muchos libera del miedo y la desesperanza. Las multitudes lo siguen a
todas partes. El contraste era evidente con la práctica de la religión, entonces
íntimamente ligada al estatus económico. El grueso de artesanos, campesinos y
pescadores eran los impuros e incapaces de practicar la ley judía; soportaban
hambre y enfermedad, vivían sumidos en el fatalismo, endeudados con los
terratenientes, despreciados como ignorantes y pecadores. Jesús se dirige
justamente a ellos. No les predica ni juicios ni castigos, sino que los anima y
alienta; les anuncia una buena noticia: que para Dios son sus hijos amados, los
llama a vivir como hermanos pues su Reinado ya se encuentra presente entre ellos.
Naturalmente, provoca la oposición de los dirigentes religiosos.
Jesús escoge
entre sus discípulos a doce hombres incultos e ignorantes que comprenden a duras
penas su mensaje; los invita a seguirlo, a compartir su vida y aprender de él. La
muerte de su Maestro en la cruz es para ellos el fracaso de quien tanto había
entusiasmado a los humildes, y terminan dispersándose. Jesús no había dejado
nada escrito, ni propuesto ningún método para continuar su obra. Sólo les había
prometido su presencia y compañía mediante la fuerza de su Espíritu. Pero al
multiplicarse y expandirse los cristianos por todo el imperio romano, se
precisó una organización y por lo tanto de una estructura de poder. Como ocurre
en toda institución humana, ello termina postergando al pueblo simple. Y desde
esta dinámica se releen algunos pasajes bíblicos. Sucede con el texto de San
Mateo en donde Jesús dice a Pedro, “tú eres piedra y sobre esta piedra
construiré mi iglesia”. Durante los cuatro primeros siglos del cristianismo,
nunca se entendió esta sentencia como una fundación institucional, ni menos se
pensó en un monarca sucesor de Pedro. Los obispos se convocaban entre ellos para
tomar decisiones, los sínodos. La palabra griega “ekklesia”, que usaban para
referirse al conjunto de los fieles, traducía el término semita empleado en el
Antiguo Testamento para designar a la asamblea del pueblo reunido ante Dios. Las
iglesias o la Iglesia era la comunidad reunida con sus dirigentes a la cabeza.
La institución
eclesiástica que hoy conocemos, con su estructura de poder, su personal
especializado, su ortodoxia, su culto, su moral, su legislación, su disciplina
interna, sus bienes materiales, nunca fue imaginada por Jesús. Es una
construcción humana e histórica. No obstante, podemos hablar con propiedad de
que Jesús fundó su Iglesia, pero en otro sentido. De acuerdo a los evangelios, él
confirma a la comunidad de sus seguidores derramando sobre todos ellos el
Espíritu Santo prometido. La Iglesia es, pues, esa comunidad reunida en su
nombre y alrededor de su mensaje, una iglesia en el sentido antiguo y original.
Y hoy continúa fundándola y animándola. No hay que entender, pues, tal
fundación como un acto jurídico ocurrido en un momento histórico. Ella se
renueva cada día pidiendo la luz de su Espíritu. En eso consiste nuestra fe.
En
consecuencia, resulta obvio que, si por iglesia sólo se concibe la actual institución
eclesiástica, quedarían millones de cristianos sin Iglesia ni religión. Pues son
innumerables los que acogen el mensaje de Jesús, permaneciendo ajenos a toda
pertenencia confesional y religiosa. Este es un hecho real y esperanzador. Por
ello el Papa Francisco busca una profunda trasformación de la Iglesia en el
espíritu de la simpleza y universalidad propia de la opción de Jesús. Además, creemos
que el Espíritu Santo continúa soplando sobre todo lo ancho de la humanidad, y
también en otras religiones, inspirando relaciones amorosas y fraternales entre
todos, develando el Reinado de Dios.
Andrés Opazo
CREER EN EL ESPÍRITU
Comparto aquí
párrafos de un bello texto del obispo de Orléans, Guy Riobé, fallecido en 1978.
Tuve oportunidad de conocerlo en Paris, cuando convocó en 1967 a estudiantes
latinoamericanos a reunirse con él. Refleja la esperanza del Concilio Vaticano
II en una Iglesia transformada según el Espíritu de Jesús. De alguna manera, es
la misma que el Papa Francisco concibe como una Iglesia en salida.
¿Cuándo podremos nosotros, liberados de nuestras fórmulas vacías y
del juego entrecruzado de nuestras abstracciones, confesar nuestra fe en el
Espíritu Santo mediante una palabra capaz de ir del corazón al corazón, como
una llama que se funde con otra llama? Creer en el Espíritu es creer en la
Vida, es creer que toda vida tendrá en El, definitivamente, victoriosamente, la
última palabra sobre todas las fatalidades de desagregación, de inmovilismo y
de muerte.
Yo creo en el Espíritu que anima hoy los grandes esfuerzos de
liberación que tienden hacia una universalidad humana concreta, diversa, y por
ello capaz de comunión ofrecida a la igual dignidad y al libre encuentro del
hombre y de la mujer, de las etnias, de las culturas.
Yo sé bien que, desde fuera de nuestras iglesias, muchos hombres
buscan el Dios de Amor que solamente el Espíritu puede darnos a conocer y a
amar. Lo siento, pero los comprendo. Todas las instituciones, todos los signos,
aun los más sagrados, se degradan si no aceptan cambiar la piel en cada
primavera, cualquiera sea el precio y la amplitud de los desgarramientos y de
los sufrimientos que tengan que aceptar. Jesús ha instituido una Iglesia para
los hombres y no para los ángeles. Nuestras comunidades, como todas las
instituciones, no escapan a los tiempos y a su desgaste.
La Iglesia, en diversos momentos de su historia, ha tenido miedo
del Espíritu, ha cesado de ser mística y creadora, para convertirse en jurídica
y moralizante. Entonces, las ventiscas del Espíritu han soplado en su periferia
y a veces contra ella, con una gran exigencia de vida creadora, de justicia y
de belleza. “Hay ateos rutilantes de la palabra de Dios”, decía Peguy, y ha
sido siempre así.
Yo creo que Dios nos acompaña a todos en nuestra aventura humana y
que sólo su presencia es eterna, y no las estructuras, las palabras, las
imágenes que, poco a poco, en el curso de los siglos, hemos adoptado para
representarnos a nosotros mismos su acompañamiento. Nuestra Iglesia no tiene
nada que temer de las críticas que le vienen de afuera, si ella sabe
escucharlas como una llamada de Dios.
Ella no puede bloquear las puertas para disponer con mayor
seguridad de ella misma. En cada instante, Ella se recibe a sí de Dios para ser
enviada sin cesar, inmersa en el mundo, pobre, modesta, fraternal, mensajera de
alegría, prestando su voz a los pobres, a los hombres que son torturados, que
son muertos, a todos aquellos que nos gritan silenciosamente el Evangelio.
Pues, en realidad, es la humanidad entera la que tiene una cita
con Dios: ¿en su nacimiento? ¿en ciertos momentos de su historia? ¿en el apogeo
de su evolución? ¡Qué me importa! Es el secreto de Dios y no el mío. Pero yo
creo que El está y estará allí, de manera inesperada, en las citas de la
historia humana, así como El está y estará en las citas de cada una de nuestras
historias personales.
Me basta reencontrar en esta inmensa esperanza una gran parte del
Evangelio. Es entonces cuando me acuerdo de Jesús de Nazaret. Yo lo reencuentro
hoy en este pueblo de buscadores de Dios. Sí, yo creo que Jesús está vivo, que
El es una persona presente, que puede ser amigo de los hombres, y que esta
amistad puede ser la meta de toda una vida. Ser cristiano, en última instancia,
no es más que aceptar recibirse continuamente a sí mismo de Cristo, así como
uno se recibe de toda mirada de Amor. Todos los días me parece reencontrar a Cristo
por la primera vez.
Me basta con creer que al volver a su Padre, después de la
resurrección, Cristo nos ha hecho libres por el don de su Espíritu, y que El ha
entregado a nuestra responsabilidad cambiar la historia, hasta cuando El venga,
y para que El venga. En esta estela de libertad creadora, nosotros no habremos
nunca terminado de caminar como responsables ante Dios, y de aprender a vivir y
a morir.
Andrés Opazo
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