¿AMAMOS A LA IGLESIA?
Sólo el 31 por ciento de los chilenos confía en la iglesia (CEP 2017). Lo cita Andrés Opazo en su artículo de esta entrega. Un llamado a la reflexión sobre el tipo de respuestas que entrega la iglesia en nuestra realidad, particularmente en temas que generan un debate muy profundo, legislación sobre el aborto, entre ellos. Lo complementa con un poema del Padre Esteban Gumucio ss.cc. dedicado al Cardenal Silva Henríquez. Un reconocimiento a sus raíces, su simpleza, su claridad y su humanidad. Y Rodrigo Silva relata una experiencia, como la puede vivir cualquiera, justamente sobre la percepción y los juicios acerca de la conducta de la iglesia o la respuesta institucional ante los abusos.
¿AMAN LOS CHILENOS A LA IGLESIA?
Formulo la pregunta
teniendo en la memoria el poema del padre Esteban Gumucio, LA IGLESIA QUE YO
AMO, al que recurro al final de esta página. Lo escribió en 1981, en plena
dictadura, cuando el Cardenal Silva Henríquez y muchos obispos asumían la voz
de los sin voz. Entonces la Iglesia era amada y respetada. Hoy, la realidad es
otra. Sólo el 31% de los chilenos confía en ella (CEP 2017). Se ha apuntado a
los abusos sexuales del clero como la causa. Por supuesto, es un escándalo.
Pero, a mi entender, hay algo más.
Por ejemplo, con el
propósito de orientar la opción electoral de los católicos ante los próximos
comicios, el 10 de octubre pasado se celebró una conferencia en la Casa Central
de la Universidad Católica. Allí el obispo Ignacio González proclamó tres
principios “no negociables”:
- el aborto en las tres
causales contempladas por el proyecto gubernamental,
- el matrimonio entre
homosexuales,
- el derecho de los
padres a educar a sus hijos según sus propias convicciones.
El católico no puede
votar por quien no acate estos tres principios no negociables.
¿Qué puede ser “no
negociable” para un discípulo de Jesús?; en otras palabras, ¿qué tipo de
conducta contradice frontalmente su mandamiento esencial? Creo que bastaría con
abrir el Evangelio y reparar en la opción de vida de Jesús, en medio de los más
pobres y despreciados. ¿Lo imitan en esto algunas dignidades de la Iglesia? Al
condenar tan genéricamente el aborto, ¿conoce el obispo González la vida de las
mujeres en campamentos de extrema pobreza, o la angustia de aquella que se ve forzada
a obedecer a su pareja, de la que dependen ella y sus hijos en lo más básico? O
sobre la homosexualidad, ¿conoce la complejidad de la vida familiar, el amor no
teórico sino prosaico, los impulsos del afecto y la sexualidad? O sobre las
opciones de los padres para educar a sus hijos, ¿no sabe que los de menores
recursos sólo puede enviar a sus hijos a la escuela gratuita de la población?
En resumidas cuentas, ¿qué sabe el obispo de la vida real de las personas, de
sus conflictos, sus dudas, anhelos y dolores ocultos, y también de sus pequeños
y grandes heroísmos? ¿Qué podría ser lo “no negociable” para la gente común? ¿Tienen
para ella actualidad los tres principios de Monseñor?
Al constatar aquí la
lejanía de dirigentes de la Iglesia respecto de las cuestiones que atañen a las
personas y a la sociedad, recordé un episodio similar ocurrido hace más de diez
años, y del que tomé debida nota en su momento. La Revista
del Sábado del 25 de septiembre de 2005 publicó una encuesta de Adimark, en
donde el 59% de los católicos aprobaba a los sacerdotes casados; el 60% pedía
la ordenación de mujeres; el 74% no entendía que se negara la comunión a los
divorciados; el 75% deseaba que la comunidad eligiera a su obispo; el 95%
aceptaba el uso del condón frente al Sida; el 95% sostenía el derecho de las
parejas a elegir su propio método de control de natalidad. Y sucedió que,
mientras algunos eclesiásticos descalificaban la encuesta, el obispo González
la aceptaba como un hecho cierto, y la interpretaba como señal de la “crisis
moral” que vivía el país (El Mercurio, 1 de octubre de 2005). Para él, afín al
gobierno militar, la propia Iglesia era la responsable de esa crisis, por
haberse dedicado “a cuanta cuestión política había”, en vez de anunciar a
Cristo. Ciertamente se refería a la pastoral social y de derechos humanos
encabezada por el Cardenal Silva Henríquez. Según el obispo González, cuando la
Iglesia hacía política las iglesias estaban llenas, pero al dedicarse ahora a
“lo suyo” (textual), quedaban vacías. ¿Qué sería para el obispo “lo suyo”?
¡Vaya pesimismo radical! Pero el sentido común y una visión más cristiana,
podría interpretar los hechos de manera contraria; que el abandono de las
iglesias pudiese deberse justamente a actitudes como la de Monseñor González.
Lo cierto es que la sociedad chilena debe de haber escuchado más a la Iglesia
cuando los pastores, como el Buen Samaritano, recogían al caído y vendaban sus
heridas. Pero eso era hacer política…
El Papa Francisco sí
hace política, tal como Jesús a sabiendas de que terminaría en el cadalso. Pregona
una Iglesia que no se encierra en “lo suyo”, sino que se abre al mundo; una
Iglesia en salida. Si no lo hiciese, ella estaría condenada a la irrelevancia,
además de ser infiel al Evangelio. No debería extrañar, entonces, que la pronta
visita del Papa a Chile despierte temores. Ha condenado el sistema económico
actual que excluye y mata; urge a la necesidad de cuidado hacia los pobres y
hacia la naturaleza; ha escuchado a los pueblos originarios y a los movimientos
sociales; ha exigido acogida y protección a los migrantes. Por ello, el Papa no
es popular entre los poderosos. La visita también puede despertar temor en la
iglesia chilena, quizás de una reprimenda. Pero ese no es el estilo de
Francisco; no ataca ni descalifica, sino que predica el Evangelio con sus
gestos y palabras, llama a ser más fraternales y respetuosos de la dignidad del
perdedor. En definitiva, nos invita a abrir los ojos, a aprender a mirarnos, a
asumir la realidad. Por cierto, desde su misión en Buenos Aires, sabe muy bien que
también existe una iglesia presente entre los humildes, una iglesia de la
gente, de las necesidades compartidas, de la acogida, de la alegría, de la
fiesta, de la lucha, de la esperanza… y que reza para que venga Su Reino.
Esta es “La Iglesia que
yo amo”, según cantaba el padre Esteban. Su poema arrancó lágrimas en el
Cardenal Silva Henríquez. Esa Iglesia que yo amo es la tradicional, la de sus
padres y abuelos, la del viejo templo de Santa Ana, pero también la de hoy, la misma
que hace unos años “no dijo amén a los decretos de la metralleta”, la iglesia
que “penetra las raíces de la vida”, que “junta pueblos y despierta a los
dormidos”. Esa Iglesia hoy recibe con gozo al Papa Francisco:
Al Papa de nuestra Fe, en mi
corazón joven,
apuntando a la justicia,
traduciendo las bienaventuranzas,
abriendo vastos horizontes,
prolongando nuevas andanzas
y rostros ignorados y pueblos
heridos
de quemantes abandonos;
el Papa de todas las lenguas,
de urgentes problemas, de infinitas
confianzas;
el Papa de la Iglesia de todos los
días
y los mandamientos de su sabiduría.
¿Podríamos los chilenos
volver a amar a la Iglesia?
Andrés Opazo
AL CARDENAL RAÚL SILVA HENRÍQUEZ
Querido don Raúl,
Ud. fue voz de los sin voz; ahora, yo sería pluma de
los sin letras para agradecerle a Dios por su pastoreo como arzobispo de
Santiago.
Confieso un cierto pudor que me dificulta hacer
alabanzas por sus acciones. Por una parte, Ud. no las necesita, bástenos dar
gracias a Dios por su persona; por ser Ud. como es.
Me permito, pues, mandarle esta telegráfica semblanza
hecha con mucho cariño y disimulando la emoción bajo el antifaz del humor.
Estrictamente
sacerdotal,
evangélicamente
fiel y señorial,
gramaticalmente
abogado,
geográficamente
rural de Loncomilla, el Cardenal.
Entre
los pliegues de su sotana,
de
poeta no tiene nada;
sino
un niño que le anuda la garganta;
eclesiásticamente
tierno,
integrado
a fuerza de voluntad
en
la pastoral de conjunto de su personalidad.
Los
hombros tiene de acero,
entrañablemente
viriles,
bien
estibados de cruces
y
obediencias eclesiales.
Bajo
sus cejas pobladas y tercas
de
constructor,
se
asoma bondadosa y tímida una luz
que
viene desde adentro, campesina.
Es
humilde, por cristiano,
manso
por convicción y doctrina.
En
la Catedral, cuando se cala la mitra,
decididamente,
se
le trasluce la manta
y
le asoman las espuelas al Cardenal,
agárrense,
caballeros, que vamos a galopar.
No
es príncipe de salones
ni
respira bien perfume de protocolo;
se
aburre en los pasillos de las embajadas;
prefiere
el compartir sencillo
de
unos pocos
y
el trabajo incansable de la Iglesia.
Por
los esteros de Chile
un
Cardenal pescador iba cogiendo sus peces,
iba
sonriéndole a Dios.
Esteban Gumucio Vives
sscc.
CONTRA CORRIENTE
Se había establecido una cierta complicidad. El, un
muchacho joven, en el entorno de los treinta. Actor. Yo, en los sesenta y
cinco, espectador. A ambos nos interesa el teatro. Para él es su pasión, su
forma de vida. Para mí, una expresión que genera profunda intimidad en un
espacio acotado. En un tiempo y un espacio en el que se vive una experiencia.
La convocatoria, la celebración de los veinticinco años de Santiago a Mil, que
como cada año se celebra en enero. Esta vez, entre el 3 y el 21.
Como nunca antes había comprado un abono en blanco y
pasan los días y siguen pasando hasta que por fin me decido a revisar la
programación y canjear los tickets. Para eso nada mejor que compartir la
información con los boleteros especialistas. Gabriel me atendió. Un muchacho
con muchos antecedentes e información sobre tendencias, directores, compañías.
Se paseaba por los temas con la naturalidad de los que saben. Súper cordial. Al
igual que su compañera de trabajo, con quien había hablado por teléfono al
menos en dos oportunidades anteriores.
El encuentro se realiza el domingo antes de las diez y
media. Buen horario, poca gente, conversación fluida. Tranquilidad para todas
las preguntas. De pronto su carcajada irrumpió cuando le dije que alguna de las
obras podría coincidir con el ensayo previsto para uno de los coros que actuará
durante la visita del Papa a Chile (15 al 18 de enero). Es curioso que se haya
reído tan espontánea y naturalmente. Se podría haber interpretado como el
recuerdo de un hecho conocido. Algo que le hubiere provocado una asociación
inmediata. ¿O una falta de respeto, o burla? Lo cierto es que me sorprendió. No
hice cuestión inmediata sino que seguí en las indagaciones, término más bien
policíaco-detectivesco que quizá no coincida con el espíritu de esa
conversación, pero en fin, sigamos. De pronto, pasados tres o cuatro minutos, me preguntó si yo cantaba en el coro
por ser muy católico, por un tema espiritual o algo semejante. No respondí,
sino más bien le pregunté por su carcajada. Y explicó, sin vergüenza,
arrepentimiento o disculpa. Es que a los curas no se les puede creer nada. ¿Y
por qué? Nuevas risas, más bien como reprobando mi pregunta, que podría parecer
estúpida o cómplice. En esa risa estaba
implícita todo lo que diría después. Mi familia es de Viña y estudié en colegio
de curas. Allí los conocí. Cuando se supo de abusos nadie hizo nada. Todo se
ocultó. Y mi mamá “me sacó de un ala”, eso quiso decir con su gesto corporal, y
me puso en un colegio laico. Iba a decir algo o mucho más, pero calló. Se alejó
y la conversación cambió de giro. Algunos minutos después concluyó el proceso
de canje de entradas. Nos despedimos con cierto afecto y agradecimiento. Que
disfrutes el festival, me parece recordar que fue la frase final. Lo mismo dijo
o quiso decir Pamela, la compañera de atención, también actriz.
Debe ser muy humano defender a las personas que queremos
y respetamos. Pero también lo es pensar en aquellos, aun cuando desconocidos,
que han sufrido por hechos o acciones de nuestros seres queridos. Algo similar
debe ocurrir con los miembros de una institución, iglesia en este caso.
Hace pocos días, en una reunión de gente muy cercana, se
abordó la situación de un sacerdote públicamente conocido, que luego de una
investigación fue sancionado por conductas impropias. Lo digo así en forma
genérica, porque lo interesante fue el comentario de quien señaló que la gente
se olvida del rol que ese hombre jugó en
determinadas circunstancias. Algo así como salvó a mucha gente o se jugó el
pellejo por otros. ¿Será esta una forma de justificar las acciones de una
persona a la que se conoce y que, por tanto, ante ciertas conductas
inadecuadas, digo de abusos sexuales,
pareciera necesario reducir su responsabilidad por determinados roles sociales?
No estoy sugiriendo condenas, pero el afecto y la lealtad con determinadas
personas, no implica justificar sus conductas. SI así fuera, sería legítimo que
la iglesia barriera y dejara todo bajo la alfombra. Y eso debiera ser
reprobado.
La credibilidad y la confianza en la iglesia está en
entredicho. Basta ver todo lo ocurrido por el nombramiento del obispo Barros en Osorno.
Allí la comunidad, o parte de ella, rechaza su presencia porque lo asocia
directamente a un sacerdote emblemático con los abusos, Fernando Karadima. Y
quizá el Vaticano tenga razón al indicar que Barros no ha sido condenado por
ningún acto ilícito. Pero el tema es otro. ¿Es presentable su presencia en
Osorno cuando parte de las víctimas del sacerdote Karadima, las que
públicamente han dado sus testimonios, lo destacan por su complicidad? ¿No
sería mejor, entonces, que la iglesia tratara estos temas con mayor delicadeza,
sin provocar reacciones y divisiones innecesarias en una comunidad como la de
Osorno, por ejemplo?
Todo el mundo exige transparencia. En los negocios, en la
política y en la conducta de las instituciones. La iglesia podría dar el
ejemplo. Siempre.
Rodrigo Silva
Comentarios
Publicar un comentario