PARA QUÉ UN DIOS?
“Sorprende que Jesús no habla de Dios en sí mismo, sino del Reino de Dios, es decir, de la vida humana inspirada en el proyecto de Dios, en donde los protagonistas son los seres humanos en sus situaciones reales (… ) Muchos ya no creemos en un Dios arriba y afuera de este mundo, sino presente y activo en esta vida, un Dios que se revela en la humanidad de Jesús de Nazaret, o un Dios humanizado según el teólogo José María Castillo”
¿Cómo entender la presencia de Dios en una sociedad secularizada? ¿Lo necesitamos o es más bien una cuestión ética? Esta es la reflexión a la que nos invita esta semana Andrés Opazo. Entre tanto, Rodrigo Silva nos revela dos experiencias que se cruzan en la entrega, la confianza y la fragilidad humana.
Les invitamos a ser parte de esta conversación. A escribir, aportar sus acuerdos o divergencias para enriquecer un debate siempre tan necesario.
EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO
El catolicismo en
que los mayorcitos fuimos formados estaba orientado enteramente a ganar el
cielo. Para eso había que aceptar los dogmas de la Iglesia, asistir a misa los
domingos, comulgar nueve primeros viernes seguidos, confesar a tiempo los
pecados graves, etc. La tierra era sólo un lugar de tránsito antes de llegar al
cielo. Pero, en buena hora, esa comprensión de la fe es algo del pasado. Muchos
ya no creemos en un Dios arriba y afuera de este mundo, sino presente y activo
en esta vida, un Dios que se revela en la humanidad de Jesús de Nazaret, o un
Dios humanizado según el teólogo José María Castillo. Efectivamente, Jesús se
alejó de la religión en que fue formado, cuestionó los preceptos de la Ley
Judía, relativizó el culto en el templo, a los sacerdotes y los escribas. Por
ello fue ejecutado por la religión. Fue un laico y se dirigió siempre a los
simples laicos. No propuso una doctrina ni una práctica religiosa, como Moisés
o Mahoma. Y ello puede acarrear consecuencias. ¿Debería concluirse, por ejemplo,
que Jesús sólo inspiró una ética universal, no religiosa? ¿Fue Jesús un líder
religioso? Es una pregunta válida para quienes vivimos en sociedades laicas y
secularizadas, y creemos que su anuncio del Reino de Dios es vigente aquí y
ahora.
Si uno atiende a
los evangelios, puede captar la novedad de Jesús y convenir en que su mensaje
es profundamente humano. En uno de los pasajes medulares, y considerado como el
núcleo de su enseñanza, las bienaventuranzas, se nos habla sobre las
condiciones para entrar al Reino de Dios o, dicho de otra forma, dónde es
posible encontrar a Dios. (Mateo V)
En el Sermón de la
Montaña, Jesús nos revela que a Dios se lo encuentra en:
los pobres, la
chusma despreciada de Galilea y de hoy;
los mansos, los
humildes, los que ignoran el poder;
los que lloran en
esta vida;
los que padecen
hambre y sed de justicia;
los que se
conmueven y practican la misericordia;
los que tienen un
corazón limpio o sin segundas intenciones;
los que buscan la
paz;
los que son
perseguidos a causa de la justicia.
Sorprende que Jesús
no habla de Dios en sí mismo, sino del Reino de Dios, es decir, de la vida
humana inspirada en el proyecto de Dios, en donde los protagonistas son los seres
humanos en sus situaciones reales. El criterio para reconocer la venida del
Reino de Dios, reposa en la mirada hacia los que pasan hambre, los que lloran,
los despreciados y excluidos, los que practican la misericordia y buscan la
paz. En un texto tan crucial como el aludido, no hay ninguna mención a
cuestiones religiosas. El énfasis de las bienaventuranzas no está puesto en la
religiosidad, sino en la bondad, en la sensibilidad humana. Esta es la
condición de entrada al Reino de Dios. Una idéntica enseñanza se contiene en
las principales parábolas de los evangelios, como la del samaritano que se
enternece ante el caído; ellas hablan de compasión, de amor, de perdón. Y para
confirmarlo, no puede dejar de mencionarse el pasaje del juicio final o
definitivo. Nuestra vida será enjuiciada por nuestra disposición a acoger al
sufriente y satisfacer las simples necesidades humanas. “Porque tuve hambre y
me diste de comer”, porque estuve desnudo, enfermo, o encarcelado… “Cuando lo
hiciste con el más pequeño, conmigo lo hiciste”, dice Dios.
La pregunta que muchos
se hacen es si, en definitiva, el evangelio puede ser recibido dentro de una
mentalidad laica y humana, con prescindencia de toda consideración religiosa.
Es una cuestión planteada en nuestro mundo secular y emancipado de la religión.
¿Qué pasa, entonces con Dios? La cuestión podría considerarse secundaria o
accidental; lo esencial sería de orden moral, una forma de relacionarse con el
otro, una sensibilidad ante el dolor ajeno, una solidaridad humana.
Ello parece
legítimo, pero en Jesús se muestra algo más. El fue un hombre profundamente
religioso; pasaba noches enteras en oración, y basaba su autoridad en su
permanente unión con su Padre. Si bien es cierto que se desmarcó del orden
religioso de su tiempo, de la Ley, de los sacerdotes y del templo, es decir, de
la institucionalidad religiosa, su fuente originaria no fue una sabiduría
humana, sino su confianza en el amor de Dios como padre de todos sus hijos. Jesús
se alejó de la religión como código de creencias y conductas impuestas por una
tradición o un poder convencido de ser la única vía de acceso a Dios. Pero,
también como hombre, experimentó el impulso universal hacia la trascendencia,
hacia esa misteriosa fuente de la vida y la bondad que llamamos Dios. Y la
comprendió como Padre amoroso de la que nadie se puede apropiar. En este
sentido, decimos que el evangelio es nuestra religión.
Y esto tiene
consecuencias muy concretas. Sabemos que el amor, como actitud humana de unión
con el otro y de disposición bondadosa hacia él, es el mandamiento único de
Jesús. Pero ello no se nos da espontáneamente; experimentamos nuestra
fragilidad y la resistencia de nuestro ego individual o colectivo. El amor es
un don de Dios y hay que pedirlo. Jesús nos prometió la asistencia de su
Espíritu. “Ven Espíritu Santo” es la oración por excelencia. Sin este auxilio,
es imposible realizar la ética universalmente válida de Jesús. Necesitamos,
pues, de la oración. Tanto más cuanto sabemos de nuestra dispersión natural e
inmediatismo, y de nuestra dificultad para ir a lo más hondo.
Somos ciudadanos de
un mundo que no necesita a Dios. Se nos exige vivir como si Dios no existiera,
inmersos simplemente en lo humano, entre el dolor y la alegría, entre la
frustración y la esperanza, y ello a nivel personal, comunitario y social. Pero
anclados en la fuerza de la suprema bondad. Alguien lo advirtió en medio de la
mayor desolación, antes de ser ahorcado por los nazis. “Tenemos que vivir sin
Dios…, pero ante Dios y con Dios.” Esta actitud, novedosa para el nostálgico de
una sociedad articulada alrededor de lo religioso, es profundamente evangélica.
Jesús ya lo había formulado de otra manera. “Vivir en el mundo, sin ser del
mundo”.
Andrés Opazo
ENTREGADOS
¿Alguna vez te has dejado guiar, como si fueses un ciego?
¿Entregarte a otra persona? Probablemente no. Yo al menos no había tenido
la experiencia, hasta el sábado recién pasado, salvo cuando hace muchos años
fui a una exposición en el edificio de Telefónica. Una muestra para descubrir
el mundo de los ciegos y sus sensibilidades. Había cuatro módulos. Cuadros,
esculturas de sus rostros, personajes fotografiados y un espacio final,
enteramente oscuro, donde obviamente no se veía absolutamente nada. Los ciegos
nos guiaban. En este caso, fue parte de
un ejercicio en un Encuentro de Acogida, guiado por dos personas del Centro de
Espiritualidad Santa María, Guillermo y Anita. Crearon las condiciones
previamente. El tema era analizar con qué herramientas enfrentamos situaciones
críticas como la enfermedad o la pérdida de un ser muy querido. Cómo superar el
dolor.
Para la experiencia, nos dividimos en parejas –personas
ojalá desconocidas- y salimos a recorrer el colegio donde se desarrolló la
reunión. Por cierto, un espacio precioso, con el cerro Manquehue como guardián
de nuestra caminata. Los diez primeros minutos me apoyé en el hombro de Pía,
cerré los ojos y me dejé llevar. Sentía la algarabía y las conversaciones de
tantos niños que llegan al colegio a hacer deportes durante el fin de semana. Verdaderas
ráfagas de sonidos, así como el canto de los pájaros y la brisa suave de una
mañana de primavera. Todo se cruzó en nuestro camino. Las superficies fueron
diferentes. Pasillos de concreto, áreas pedregosas y con tierra, prados,
escaleras. Todos espacios habituales por los cuales circulan estudiantes,
profesores, padres y auxiliares durante años. Áreas que para algunos de
nosotros tienen cierta familiaridad. Allí estuvieron dos de mis hijos. Allí
están actualmente los hijos de Pía.
Los segundos diez minutos me tocó guiarla. En ambos casos
la entrega fue total. Nos dejamos guiar con la confianza más plena. Ella cuidó
de mí y yo hice lo mismo. Percibimos el mundo desde otra perspectiva por
algunos minutos. No había conversación, solo silencio. Caminamos por distintas
dificultades en un terreno cambiante, apoyados, confiados, guiados, con una
minusvalía evidente. Como es la vida. Siempre.
En la exposición de aquellos años, descubrí, por
ejemplo, cómo los ciegos pintores desarrollaban
una extraordinaria capacidad para escuchar. De hecho se mostraban algunos
videos en parte de ese proceso creativo y se les veía con sus rostros
prácticamente en paralelo a las telas, casi pegados, en una dimensión
desconocida y sorprendente.
En el encuentro de este sábado hubo testimonios muy
profundos y fuertes. Una chica perdió a su marido hace dos semanas y aún no
puede repatriar su cuerpo. Ha quedado viuda con dos niños pequeños y está
comenzando a cruzar el umbral de ese dolor, único e irrepetible. Y así varios
relatos de personas de distintas edades que han vivido situaciones límite y han
aprendido a ocupar su lugar en el mundo,
a superar y a entender el dolor. Han aprendido a entender sus diversas
muertes durante su vida, sintiendo el amor de un Dios misericordioso. No ha
sido fácil, lo dijeron. Pero han comprendido que las pruebas de la vida no son
un castigo ni un abandono.
Todos salimos regocijados, con la certeza de la presencia
de Dios para acompañarnos, para guiarnos y para permitir que tuviéramos la
capacidad de abrir nuestro corazón, comunicarnos y entendernos en medio de
nuestra fragilidad. Dimos gracias por lo
vivido, a pesar de la angustia y dolor
de muchos. Apreciamos la oportunidad de entregarnos al amor y al cuidado, de
entregarnos sin condiciones, aunque inicialmente solo fuera por diez minutos.
Rodrigo Silva
VIVIR A CONCHO
Hay personas que provocan atención y también
tranquilidad. Por su forma de mirar, por la sonrisa, por su calma, por el tono
de su voz. Por su inteligencia. Eso me ocurrió en la reunión de comunidad del
último lunes. Estaba invitado un sacerdote, conocido de varios de nuestros
miembros. Comentó lo que hacía en la actualidad. Su edad, ochenta y un años.
Confesó que estaba bien, aun cuando se cansaba más que antes. Tiene un contacto
permanente con jóvenes universitarios, en su rol de psicólogo. Trabaja en una
universidad hace diecinueve años. Los orienta, los escucha. Seguro que los
guía. Además, tiene una relación permanente con matrimonios, desde hace muchos
años. Dicta talleres, aprovecha su experiencia. Irradia.
El intercambio duró un par de horas. O algo más. Hubo dos
cosas que me impactaron especialmente. Una. Su desprendimiento y su capacidad
de comprender que la vida se desarrolla en función de los demás. Que todos
necesitamos querer y ser queridos. Que la reciprocidad en el amor es clave. En
la mutua preocupación. Explicó que esta evidencia fue el producto de una
enfermedad, dos intervenciones quirúrgicas incluidas. Estuvo tres meses
internado y con una dependencia absoluta para todas sus necesidades.
Prácticamente estuvo paralizado. Su vida comenzó de nuevo hace cuarenta años,
después de un durísimo proceso. Vivió la frontera de la vida y de la muerte. Y
dos, entender que la fe es una expresión de nuestra fragilidad. Así lo entendí.
Que no representa nuestra razón, sino que es parte de un proceso emocional. Que
se sitúa en el corazón. Que eso permite recibir al Señor y profundizar en la
relación con él. Y a partir de allí con todos los demás.
Vivo muy liviano y desprendido de todo. Lo dijo con la
plena convicción de su experiencia. Lo imaginé como un ser preparado y
dispuesto a aceptar en el momento que corresponda, aun cuando las ganas de
vivir envuelvan a la muerte.
En ese par de horas de este lunes vivimos un tiempo
enriquecedor. Mucho más tiempo en realidad. Para aprender a valorarlo y
agradecerlo. Para tratar que no se escape o pase por nuestro lado. Para estar
en él y vivirlo a concho.
Rodrigo Silva
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