MUERTE Y RESURRECCIÓN

¿Qué significa para cada uno de nosotros la resurrección? ¿De qué se trata? ¿Cuál es mensaje sobre el tránsito hacia la otra vida? Estas y otras interrogantes aborda en esta entrega Andrés Opazo. “El tema de la resurrección de Jesús y la nuestra en el futuro, como personas y como humanidad, es una invitación a ir a lo más hondo de la búsqueda del sentido, a trascender por un instante la superficie y la inconsciencia, para adentrarnos en el misterio de la vida”
Y Rodrigo Silva hace algunos apuntes sobre la presencia de los inmigrantes y la mirada generosa y de corazón que debiéramos tener con tantos hermanos que necesitan acogida y esperanza en Chile.


LA RESURRECCIÓN ¿DE QUÉ SE TRATA?

La resurrección de Jesús era el tema de nuestra reunión de comunidad, y con la Laly pensábamos qué podría decirse de válido al respecto, es decir, ¿qué puede significar para nosotros, en nuestra vida, algo tan ajeno a nuestra experiencia como la resurrección? Sabemos que es central para la fe cristiana, y sobran discursos de alegría, entusiasmo y triunfo, que quizás quedan resonando como eco litúrgico mientras volvemos a la terrena cotidianeidad. Lo único que conocemos es la descomposición y, a los pocos años, la desaparición de todo vestigio corporal. Ante ello, ¿cómo hacer nuestro y difundir un mensaje sobre un tránsito hacia otra vida? Con el agravante de que la vida real de mucha gente se reduce a llevar a casa cada día el pan familiar, o a mejorar sus condiciones de existencia. Los jóvenes y adultos de hoy se ocupan de esta vida que les toca vivir, forjan ilusiones y proyectos; pienso en mi hija de 25 años, recién graduada, buscando las posibilidades de un postgrado en Europa. ¿Les puede conmover, entonces, la resurrección de Jesús y de la nuestra en un futuro?

Una cuestión como ésta nos obliga a ir más al fondo. Efectivamente, la aproximación sobre el sentido, se abre cuando la resurrección puede ser vista, e incluso deseada, sólo en referencia a su contrario, la muerte. Sobre esto sí tenemos experiencias reales, con todo el drama que la envuelve. Y entonces empezamos a comprender el misterio de nuestra fe. Aquel que resucitó fue, precisamente, Aquel que fue Crucificado y Muerto. No lo podían creer los apóstoles. Todo había acabado y experimentaban la mayor frustración. Pero de pronto, cayeron en la cuenta de que lo vivido con Jesús y su mensaje, se actualizaba, retornaba al presente, pero de un modo distinto. Confiaron en que Jesús estaba vivo, junto a ellos, y les comunicaba su Espíritu. Pero nada tendría sentido si antes no hubiesen experimentado la tragedia de la muerte. Para nosotros ella es, también, la realidad primera, además de fuente de suprema interrogación. Y esto vale para hoy en distintos planos; se proyecta tanto a nuestra existencia personal, como al largo recorrido de la humanidad y a la pervivencia de nuestras instituciones.

En el plano personal, los más viejos conocemos de cerca la realidad del deterioro de nuestro organismo, de la pérdida de habilidades propias de la juventud. Comprobamos cómo, con los años, se nos va nublando la vista, confundiendo el oído, flaqueando las piernas, disminuyendo la capacidad sexual; se va desvaneciendo la memoria, se nos olvida el nombre de los amigos y nos cuesta encontrar las palabras antes ancladas en nuestro cerebro. Nos duele y sentimos que este avance hacia la precariedad es, en sí mismo, una forma de muerte, un cierto despojo, una invitación a la total desnudez, indigencia y entrega ante el final que se aproxima.

¿Podemos asimilarlo, o ello desata en nosotros quejumbres, bien odiosas para los demás? ¿Podríamos los viejos anunciar una vida mejor, una vía hacia la resurrección? Quizás sea nuestra vocación, aunque somos los que menos contamos y los que menos importa para la sociedad actual. Pero podemos ser testigos de la esperanza, y por eso bienaventurados. En Los Perales cantamos un verso del padre Esteban: “Bienaventurados los viejos, cariñosos, amables, sencillos; porque tendrán la amistad de los vecinos y los niños; bienaventurados los viejos que saben reír de sus achaques, porque harán más llevadera la vida diaria de sus familiares”. La esperanza nos puede hacer recobrar la vida; en esto los viejos vamos un paso adelante. Y a contracorriente, pues parece normal que a las capillas e iglesias sólo acudan unas cuantas viejitas; quizás las más conscientes de la densidad de la vida. Para nuestra fe, los más pequeños y menos importantes son los llamados a mostrar más nítidamente el rostro de Dios. Un amigo costarricense me contaba que, ante la pregunta que le hicieron sobre Dios, contestó: “es gorda y negra” (nótese, en femenino)

El padre Cristián Llona sscc, compañero mío de formación, y aquejado de un cáncer terminal, dio testimonio de “saber integrar con coraje el horizonte ahora más amenazador de la muerte”. Y escribió lo siguiente: “Una cosa debe quedar clara: la auténtica y definitiva respuesta, ésa que constituye un real crecimiento integral de nuestra persona, es para nosotros el avanzar más profundamente hacia Dios”. Cristián ya vivía en la resurrección.

Lo afirmado a nivel personal tiene plena validez en el plano de la historia humana y de la actualidad. Hoy vivimos conflictos y tensiones nuevas: guerras con su atroz y tecnificada capacidad de destrucción, miseria impuesta a grandes mayorías a la par del enriquecimiento escandaloso de unos pocos; ello como semilla del narcotráfico y la corrupción; ambiciones desmedidas de dominio que destruyen el medioambiente; discriminaciones de todo orden, de los pobres, la mujer, los negros, los migrantes, los indígenas. Estos son claros signos de muerte que deben ser advertidos por la palabra profética, que al mismo ritmo ausculta los signos de un tiempo y un orden nuevo. Entre esos signos ya florece la resistencia y la lucha de los que aún permanecen vivos. Son millones los comprometidos con el tránsito desde la experiencia de muerte a la esperanza de vida. Es la resurrección anhelada, ya contemplada en el proyecto de Dios: la hermandad de todos sus hijos. Tenemos entonces que la energía de la resurrección de Jesús penetra y se expande por toda la historia, y la necesitamos ahora. Por eso pedimos: “Venga a nosotros tu Reino”.

Y una alusión especial merece el estado actual de la Iglesia como institución. Mientras los ojos del profeta Francisco despiertan a la luz de la esperanza, -pues la construcción de la esperanza es precisamente la obra de la profecía-, la Iglesia chilena duerme un sueño de muerte. Sus autoridades reconocen que atraviesan por un gran dolor. Aunque parecen no entenderlo mucho, confiesan que algo ha andado mal y debe quedar atrás, que se precisa una renovación. Una experiencia de muerte también sacude a la Iglesia. Pero ella, a la luz de Cristo y su evangelio, puede trocarse en esperanza de vida plena. Pues la muerte es la llamada a abrir paso a la resurrección.

En consecuencia, el tema de la resurrección de Jesús y la nuestra en el futuro, como personas y como humanidad, es una invitación a ir a lo más hondo de la búsqueda del sentido, a trascender por un instante la superficie y la inconsciencia, para adentrarnos en el misterio de la vida. “Si el grano de trigo no muere, no da frutos”. Aquel a quien Dios resucitó, es el mismo que fue muerto en la cruz.

Andrés Opazo


¿RACISMO, CLASISMO O ACOGIDA?


A las 13:14 horas del jueves 19 de abril me contacté con el servicio de voz del Banco Santander. La persona se identificó por su nombre. Fue cordial, explicativo. Me ayudó en el requerimiento. Lo hizo con presteza y magnífica disposición. Cuando concluyó el procedimiento por el cual había llamado le pregunté cuántos años estaba en Chile. Tres. Cómo se sentía en  su ambiente de trabajo. Estoy rodeado por personas amables que me tratan muy bien. ¿Y de qué parte de Venezuela vienes? Se sorprendió un poco, pero acto seguido dijo, de Puerto Ordaz … Hice dos comentarios y dijo ¡ah …, entonces usted conoce Venezuela … ! La conversación concluyó pronto. José Sucre me pidió que respondiera dos preguntas de una encuesta. Lo hice con gusto. Realmente estaba complacido. Se despidió con afabilidad, deseándome que tuviera una excelente tarde.

En otras ocasiones también había recibido una excelente atención, de otros operadores chilenos. Todos bien entrenados y amables. No hay diferencia entre nacionales y extranjeros. Todos en el mismo espíritu.

Tres días antes, poco antes de las 12:30 pasé por un local de “comida rápida”. Todavía no era la hora crucial, esa en la cual todo el mundo quiere comer algo sabroso, al instante y ojalá a buen precio. Me paré en la barra, de costado, viendo a los dos “maestros” que preparaban los sándwiches –dos hombres de raza negra, macizos, uno haitiano y otro colombiano, me enteré después al momento de pagar-  asistidos por dos chicos que terminaban la faena y ponían los productos en los platos para que fueran llevados a las mesas del exterior. Me atendió Carmen Lucía, una mujer de piel aceitunada y curvas visibles. Educadamente tomó el pedido y sonrió. Y así con la gente que llegaba en derredor.  A los dos minutos, quizá menos, el pedido estaba puesto sobre la barra. Con delicadeza puso cubiertos y sonrió con discreción. Mujer de Barranquilla.

Dos experiencias simples y de primer nivel. Contacto con inmigrantes que han llegado al país recientemente. Quizá si uno de los “maestros” haya venido en algún avión atiborrado de compatriotas desde Puerto Príncipe, con bastante antelación a la vigencia del reciente decreto del gobierno. Ese que regula, que norma y que también es criticado por discriminación y racismo.

Los inmigrantes, particularmente haitianos, venezolanos y colombianos han llegado masivamente en los últimos tres años. Ver a gente de raza negra, en cantidades apreciables, en las más distintas ciudades y pueblos del país, se transforma en algo habitual. Algunos con muy baja calificación son contratados para empleos de servicio. Se les ve en las calles en el aseo de áreas comunes, en las cuadrillas de la construcción, en clínicas y hospitales, en los equipos de jardinería y en otros tantos oficios que no requieren mayor especialización. A venezolanos, especialmente en Santiago,  les vemos desarrollando tareas para las cuales no estudiaron en su país. Han venido profesionales de muy distinta gama que trabajan de camilleros, mozos, dependientes del comercio y también en roles profesionales, una vez que convalidan estudios y compiten en condiciones similares, con las de cualquier chileno.

¿Están los inmigrantes generando un conflicto en Chile? ¿Le “quitan” el trabajo a la gente del país, provocan un caos en los servicios de atención primaria o en la educación? Me atrevería a decir que no, pero es evidente que su presencia se nota. Y en ciertos lugares, bastante. Y claro, genera polémicas, comentarios discriminatorios y también simpatía. Algunos presagian futuros difíciles porque “los negros representan un conflicto potencial.”  Sostengo que los chilenos estamos “aprendiendo” a ser racistas y ciertamente somos clasistas. Tenemos prejuicios. Más aún con gente de color, a la cual “miramos en menos” y quizá despreciamos.  Porque si los migrantes fueran rubios, de ojos claros y tuvieran las mismas calificaciones, la reacción sería distinta. Pasarían inicialmente inadvertidos, salvo por su idioma.

Lo cierto es que el fenómeno es nuevo y literalmente explotó en los últimos dos o tres años de manera notable. La pregunta es qué debemos hacer como país. Por cierto, estudiar y definir a fondo una política migratoria que permita identificar cuáles son las necesidades del país y en qué áreas es deseable recibir inmigrantes, gente que aporte de acuerdo a sus destrezas, conocimientos y habilidades. Pero al mismo tiempo, desde la perspectiva estrictamente humana, deberíamos ser generosos con aquellas personas que están sufriendo una crisis muy profunda como ocurre con los venezolanos. Porque tengámoslo claro, a nadie le gusta desprenderse de sus hijos, padres, primos o amigos, si no es por estricta necesidad. O por total desesperanza. O a los naturales de Haití que han visto una luz en nuestro Chile, viniendo de un país sumido en brutales carencias. Para personas de ese tipo debemos abrir nuestro corazón con las restricciones que corresponda, pero comprender  su situación desesperada y acogerlos.

Chile ha pasado, de ser el último rincón del mundo, a convertirse en destino, por la prosperidad a pesar de las carencias y por su democracia, que ha costado tanto construir y consolidar. Por tanto, bienvenidos aquellos inmigrantes que vienen a vivir entre nosotros, a aportar con su riqueza humana y cultural, que nos permiten enriquecernos y ver en el otro una oportunidad de aprendizaje y crecimiento. Y al mismo tiempo, no temamos en exigir de ellos normas y comportamientos de acuerdo a nuestra realidad y ordenamiento. Pero también es tiempo de desprendernos de ciertos paradigmas y estereotipos para ver al otro en la plenitud de su esencia.

Rodrigo Silva 

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