ESPERANZADOS EN LOS CAMBIOS
La renuncia de todos los obispos, la dureza y claridad del Papa, la reivindicación de las víctimas de abusos y el perdón por los errores cometidos, partiendo por el propio Francisco, anuncian cambios significativos en la iglesia chilena. Así lo apunta Rodrigo Silva. En tanto, Andrés Opazo, con la lucidez de siempre, reflexiona sobre la significación de Pentecostés y la forma cómo entender al Espíritu Santo derramado sobre los corazones de todos los seres humanos.
DE PAR EN PAR
No sé si alguno de ustedes le ha ocurrido en estos días.
Pero yo, al menos, siento que estoy viendo una película, luego de varios años.
Cine en tiempo real. De terror, de sufrimiento y de esperanza.
¿Cuántos años han debido pasar, en el caso de Chile, para
que el tema de los abusos sea el elemento central que genere un cambio profundo
en la iglesia de Chile?
En este mayo han ocurrido hechos extraordinarios. Lo
inmediato, la renuncia masiva de todos los obispos chilenos. Sin precedentes. Todo
indicaba que no podía ser de otra manera. Estaban dadas todas las señales.
Previo a eso, la dureza y tajante claridad con la cual el
Papa se dirigió a todos los obispos chilenos, eméritos incluidos, en el texto de
su carta en la cual les invita a meditar. Encubrimiento de los abusos pareciera
haber sido lo mínimo. Fue “el desde.” Obstrucciones,
presiones, chantajes. Todo lo inesperado de una institución que debe regirse
por los valores del Evangelio. La antítesis del mensaje central que deben tener
los pastores con “el pueblo de Dios”.
La propia convocatoria del Papa a todos los obispos para
que fuesen a Roma y la forma cómo lo hizo, a través de una carta que pidió
expresamente que fuera pública, en que les dijo que había sido engañado por
ellos. Algo sorprendente e inédito. Presagio de una tormenta inminente.
La presencia en Roma de los tres emblemáticos
denunciantes de Karadima y su conferencia posterior a las reuniones
individuales y colectivas con el Papa. Hablaron duro, fuerte y claro, desde el
propio Vaticano, en contra de la jerarquía de la iglesia chilena y, en
particular, de los cardenales Ezzati y Errázuriz.
Renunciados todos los obispos, la conferencia episcopal
pide perdón y enaltece a las víctimas de los abusos por su perseverancia para
la denuncia sistemática. Todo muy tarde y no necesariamente creíble,
Lo ocurrido en estos días es un precedente absoluto en la
historia. Una señal para el mundo. Un descrédito total para la iglesia. Y, la
vez, una extraordinaria oportunidad para decenas y centenas de sacerdotes que
caminan silenciosos junto a su pueblo. Que sirven, que acogen, que dan
testimonio de transparencia y fidelidad.
Los cambios de nombres no bastan, dijo el Papa. Las
renuncias no son suficientes. Todo que se espera que se anuncie de ahora en
adelante deberá ir a los temas de fondo: formación, estructura, doctrina,
participación, inclusión. Y tantos otros aspectos.
Es sorprendente, insólito y extraordinario todo lo que
está pasando en esta película
Como cristiano y miembro de esta iglesia quiero abrazar
al sacerdote de mi parroquia y decirle estoy contigo en este camino de total
apertura para avanzar en una nueva iglesia. Como lo hice anoche, jueves 17 de
mayo luego del Oratorio de Pentecostés del Conjunto Los Perales. Quiero ver en
él a un hombre confiable, cercano y acogedor. A una persona con la cual
compartir el Evangelio y que sea él, el primero en lucir su ministerio con
orgullo. Y de allí “hacia arriba”, lo mismo con los obispos. ¿Será posible?
En todo caso, como siempre ocurre, la vida nos permite
avances y retrocesos. Hoy somos testigos
de participar en esta sorprendente película de esperanza
Rodrigo Silva
PENTECOSTÉS DE TODOS
Es la
celebración litúrgica del domingo próximo. Recuerda al Espíritu Santo derramado
en todos los corazones. No sólo en los apóstoles reunidos, ni en la jerarquía
de la Iglesia, sino en todos los hombres de buena voluntad.
Hace unos días
pensé en este misterio al escuchar por radio una entrevista a Manuel García, un
destacado cantautor chileno vinculado al Partido Comunista. El presentaba una
nueva canción: “Animitas de los caminos”. Recogía la fugaz oración de la gente
sencilla que, al pasar frente a ese minúsculo santuario, a veces alumbrado por
una velita, se ponía en comunión de mente y corazón con el alma de la persona
allí recordada. Y vinculó esa costumbre tradicional con la situación de su
padre, que en ese momento estaba siendo operado de gravedad, agradeciendo a las
personas que le hacían llegar su comunión con él, le expresaban su afecto, o
rezaban por su padre.
Al comentar el
hábito de mucha gente de comunicarse con personas que han dejado este mundo en
situaciones trágicas, o de abrirse a un designio desconocido y protector en
momentos de incertidumbre, angustia y dolor, el cantautor evocaba una
misteriosa realidad, la de un algo, una fuerza espiritual y superior, que todo
lo abarca y todo lo ampara. Y en la experiencia de carencia existencial,
incluía al flagelo de la pobreza como mal padecido por muchos, del cual no
podía desentenderse. Habló de la labor de Hogar de Cristo, con cuya causa él
colaboraba.
A ese ámbito o
fuerza espiritual al que recurrimos esperando acogida, Manuel García no lo llama
Dios. Imagino que presiente una cierta incomodidad ante este término, afectado
por connotaciones múltiples y diferentes, y que es reclamado por confesiones
religiosas que se apropian de él para definirlo y limitarlo. Y una vez así manipulado,
clasifican a la gente inscribiéndola en bandos opuestos: los que lo aceptan y
los que lo rechazan, los creyentes y los ateos. Pues bien, ante tal referencia
a Dios sin nombrarlo, yo pensaba que Él ya habitaba realmente en su corazón, al
igual que en la gente que reza a las animitas. Las disquisiciones conceptuales
y las adhesiones confesionales quedan afuera. Sólo permanece el anhelo humano.
Efectivamente,
el cristianismo como religión ha domesticado a Dios, lo ha encerrado en
conceptos y ortodoxias estrechas. Ha establecido valladares según definiciones
de Dios, dejando mucha gente afuera. Los grandes concilios del siglo IV, Nicea
y Calcedonia, discurrieron sobre la naturaleza de Jesucristo, definieron su
relación ontológica o substancial con Dios Padre y con el Espíritu Santo. En su
intento de comprensión acabada, exclusiva y excluyente, aplicaron sus
categorías griegas como naturaleza, sustancia, persona. Llegaron a imponer dogmas
de cuya aceptación dependería la salvación de alma. No obstante, no todas las
primeras iglesias cristianas, especialmente las de cultura semita y de una
lengua que transitaba del arameo al siríaco, aceptaron esos dogmas. Conceptos
tan abstractos como los de los griegos no les decía nada, y no por eso dejaban
de considerarse cristianas. Numerosas iglesias ya perseguidas como herejes, se
expandieron al punto de llegar hasta la India y la China, Allí implantaron la
fe en Jesús muerto y resucitado.
Hoy sucede
algo similar. Mucha gente recurre a Dios y confía existencialmente en él sin
nombrarlo. También se suman a la causa de Jesús cuando se empeñan por una
genuina hermandad, se ocupan de los que no son nadie, de los que no cuentan. Ellos
no son menos que nosotros los cristianos, a los que la tradición nos ha
revelado algo más explícito. Que ese Jesús que apareció en Palestina, fue un
testigo penetrado íntimamente por Dios, la bondad infinita que nos ama y acoge.
Entonces ese ser o espacio al que recurrimos, indefinido por indefinible, lo
reconocemos en Jesús, sin hacernos preguntas metafísicas. Y él prometió llenarnos
de su propio Espíritu, el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo.
Así llamamos a
esa fuerza divina que se entrega, se derrama y habita en nuestros corazones
cuando nos disponemos a recibirlo, y que recrea el bien, el amor. Es el mismo
Espíritu que impulsa pacientemente a la humanidad, inspirando la solidaridad,
liberándola de ataduras históricas. Una fuerza de transformación que en un
tiempo terminó con la esclavitud, y que hoy puede estar promoviendo la liberación
de los pobres, la causa de los discriminados, el reclamo de los jóvenes, la
dignidad de los ancianos o los derechos de las mujeres.
Para nuestra
fe, el Espíritu Santo es derramado en todos, no sólo en los buenos y piadosos.
En Pentecostés se posó en todos los discípulos reunidos, los que, en seguida,
se dirigieron a la muchedumbre y, al hacerlo, cada cual los escuchaba en su
propia lengua. Mientras tanto, San Pedro predicaba que Dios derramaba su
Espíritu “en toda carne”, “sobre todos sus siervos y siervas”. (Hechos de los
Apóstoles II,17) Y ese Espíritu Santo es supremamente libre, llega por caminos
misteriosos e inesperados. Dice Jesús que es como el viento, que nadie sabe de
dónde viene ni a dónde va. Nadie, pues, tiene el poder de dirigirlo o
controlarlo.
Jesús nos
anima a pedir al Padre que nos regale su Espíritu. “Yo os digo: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os
abrirá. … ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide pan le dará una
piedra, o un pescado, y en vez de pescado le da una culebra, o si pide un huevo
le da un escorpión? Si pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que
se lo pidan? (Lucas XI, 10-13) En consecuencia, si pedimos el Espíritu
Santo, todo lo demás se nos dará por añadidura.
Lo pedimos en
continuidad con la liturgia de la Iglesia que, desde tiempos antiguos, canta: “Ven Espíritu Santo, y envía desde el cielo
un rayo de tu luz”. No necesitamos tanto la luz del entendimiento, como la luz de los corazones, es decir, la lucidez
para entrar en comunión con los otros. Y continúa la oración: “Lava lo que está manchado; riega lo
encuentres seco; sana lo que se ha enfermado; haz dócil la mente altiva; haz
cálido el corazón helado; endereza todo lo desviado”. Si así rezamos, es
porque conocemos bien nuestras manchas, nuestra sequedad de corazón, nuestra
enfermedad, nuestra altivez, nuestro hielo, nuestros desvaríos.
Es la oración
de Pentecostés, que rezamos para cada uno de nosotros, pero también en nombre
de todos los que buscan caminos de mejor humanidad, sean creyentes, no
creyentes, o sólo anhelantes de felicidad.
Ven Espíritu Santo
Y envía desde el cielo
Un rayo de tu luz.
Ven Padre de los pobres
Llénanos de tus dones
Ven luz de los corazones.
Ven oh gran Consolador
Dulce huésped de mi vida
Dulce reposo interior
Eres descanso en el trabajo
Eres agua en el desierto
Eres alivio en la aflicción.
Tu luz es alegría plena
Que alumbra lo más íntimo
Del alma de tus fieles
Sin el soplo de tu Espíritu
Nada existe para el hombre
Nada en él es inocente.
Lava lo que está manchado
Riega lo que encuentres seco
Sana lo que se ha enfermado
Haz dócil la mente altiva
Haz cálido el corazón helado
Endereza todo lo desviado.
Danos eterna alegría
Danos el gozo de tu amor
Danos, Santo Espíritu, tu don.
Andrés Opazo
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