JESÚS Y LA POLÍTICA


En todas las latitudes y tiempos la religión ha estado entrelazada con la política. Ambas intervienen en la vida de la gente. El pasado y el presente de Chile no es una excepción. Jesús tampoco escapó a esa constante. Pero su aproximación a la realidad del poder fue particular. Ante la postración de los humildes, desechó los intereses del templo para tocar el corazón de las personas. La Iglesia tampoco puede esquivar la política. Pero sólo en la senda de Jesús.





JESÚS Y LA POLÍTICA

Para laicos y liberales de nuestro medio, como asimismo para muchos católicos, la religión y la política marchan por cuerdas separadas. En culturas del pasado no era imaginable distinguir entre ambas. Incluso en nuestro mundo secularizado ello es problemático. Es cierto que Jesús dijo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pero la frase no constituye un simple axioma. ¿Cómo entenderla? Puede significar cosas distintas. Por ejemplo, que el dinero pertenece al César, pero no así la vida de la gente, que es de Dios. Una interpretación de consecuencias morales y políticas.

En nuestra historia como país, la Iglesia ha sido un factor político indiscutido. Cuando la religión ha operado a favor del privilegio tradicional, a nadie le llama la atención. Se cree que su función es la de asegurar el respeto por el orden vigente. En cambio, al Cardenal Silva Henríquez, como a muchos obispos y curas, se les acusó y descalificó por meterse en política; el Padre Hurtado fue tachado de cura rojo. Hoy mismo, la Iglesia recurre al poder del Estado para imponer a chilenos y chilenas su criterio sobre sexualidad y familia. Su intervención política es evidente.

A los cristianos se nos pide guiarnos por la práctica de Jesús, por la ética emanada de su enseñanza. El no cuestionó la dominación romana, ni se mezcló en las esferas del poder. Pero se empeñó en algo más profundo, se alzó contra el fundamento del orden social vigente. En todo lo referente a la vida económica y social de los judíos, quien ostentaba el poder sin cuestionamiento alguno, era el Sanedrín, compuesto por saduceos acaudalados, la mayoría de rango sacerdotal. Allí residía el poder real; el de terratenientes, un 3% de la población propietaria de toda la tierra; una casta que, además, se beneficiaba del inmenso negocio del templo. El medio sacerdotal no fue el de Jesús, que sólo acudió al templo para enseñar su doctrina; de allí expulsó a los mercaderes. Nunca lo vemos en los evangelios practicando sus rituales. Además, nunca pisó el barrio exclusivo de la alta aristocracia cívico-religiosa. Por el contrario, se dirigió a recorrer los caminos y aldeas de Galilea, viviendo entre campesinos y pescadores.

A las multitudes de pobres, mendigos, cargados de dolencias físicas y mentales, endeudados con los terratenientes y agobiados por los impuestos, mujeres forzadas a la prostitución, en fin, a todos los frustrados y desesperanzados, les anunció la llegada de un Reino de Dios. Una Buena Noticia y una gran novedad para las ovejas perdidas de la casa de Israel. Despertó el entusiasmo de la muchedumbre al mismo tiempo que el resentimiento de las autoridades. A una sociedad que veía como bendición divina la riqueza y éxito social, predicó la bienaventuranza de los pobres, de los que padecen hambre, de los que lloran, de los que luchan por la justicia. Un mundo al revés. Con esos desamparados estaba Dios como Padre de todos. Tales palabras, para nosotros a veces inocuas de tanto escucharlas, entusiasmaban a los sencillos porque poseían un contenido y una connotación muy concreta en el contexto vivido.

La gente sabía muy bien a quiénes se refería Jesús al exclamar: “Ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo. Ay de vosotros que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre.” O bien, “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja antes que un rico entre al reino de los cielos”. Y esto le producía tristeza a Jesús, como cuando miró con amor al joven rico, bienintencionado, pero incapaz de compartir sus muchos bienes. También llamó a recaudadores de impuestos odiados por el pueblo, a Zaqueo y a Leví, pero a condición de deshacerse de la riqueza injusta.

No cabía en ese tiempo concebir algo como derechos individuales. En realidad, al poder político formal, a los romanos, sólo le interesaba mantener sometido al pueblo. No le inquietaban en lo más mínimo sus disputas religiosas, en tanto no se pusiese en riesgo el dominio imperial. Por eso Pilatos no entendía nada cuando le llevaron a Jesús. Fue el poder religioso el que exigió la cruz, aquel que regía y controlaba el orden interno consagrando el privilegio, sin la menor inquietud por la vida del vulgo ignorante, impuro y pecador.

Jesús desconocía el lenguaje actual de la política y de las ciencias sociales, pero era muy consciente de la causa de tanta postración y desesperanza. Sabía que su origen residía en el poder despótico fundado en una religión del templo, insensible al sufrimiento humano. Jesús no habló de estructuras sociales, como nosotros, sino que se dirigió a los corazones, a su dureza e incapacidad para ver al otro y considerarlo como prójimo. Habló duro cuando debió hacerlo, pero con el fin de conmover a las personas desde su interior. Como los profetas, que confiaban en que Dios vendría a transformar los corazones de piedra en corazones de carne.

Los que nos declaramos seguidores o discípulos de Jesús, y en particular la Iglesia como institución, no tenemos excusas. Nuestro mundo secularizado puede abrirse a una religión del corazón, aquella que se conmueve ante la injusticia, se indigna con la suerte padecida por las multitudes de hoy y, en consecuencia, trata de humanizar la convivencia en todos sus niveles. La Iglesia se encuentra invitada, pues, a retomar la mirada de Jesús y ceñirse a los grandes temas que lo ocuparon a él: a saber, la vida humana en sus condiciones concretas, sus dolores, inquietudes y aspiraciones. Allí se entrecruzan lo material con lo espiritual, como en la necesidad de ingresos suficientes para las familias, la situación de la salud, de la educación, de las pensiones para ancianos e incapacitados, de los migrantes, de la lucha contra discriminaciones de toda especie. De todo esto trata la política en democracia.

Retornar a los temas de Jesús es el desafío actual de la Iglesia. Ello le exige salir de sí misma para exponerse a la opinión pública, y jugárselas para que, efectivamente, los últimos puedan llegar a ser los primeros. Se le pide, pues, desvelarse e interpelar a la política en favor de los desheredados, humillados y abusados; sumarse y adherir a las causas justas, provengan de la ideología que provengan. Sólo así podrá contribuir a que las muchedumbres de hoy abandonen la inercia y la desconfianza, y se avive un entusiasmo similar al que estalló ante la figura de Jesús.

Andrés Opazo

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