VIOLENCIA Y RELIGIÓN
No es raro que nos encontremos
en la religión con dos protagonistas rivales: Dios y el Demonio. Pues ella es
un fenómeno humano que, como tal, ofrece una arista de luz y otra de sombra, una
máxima altura que alterna con la bajeza. No debería extrañar, entonces, que
ello se refleje en la Iglesia. Es el caso de los abusos de autoridad, de
conciencia y sexuales, una violencia ejercida sobre el débil. Sólo Jesús puede
evangelizarla. El que prefirió ser víctima antes que victimario. Es lo que Andrés Opazo analiza y nos ilumina.
VIOLENCIA Y RELIGIÓN
Todos los chilenos estamos conmovidos por los distintos tipos de abuso
en el seno de la Iglesia Católica; abusos de autoridad, de poder y sexuales. Abusar
es ejercer violencia sobre personas. Hechos tan lamentables como los conocidos,
ameritan una reflexión desde distintas ópticas. Aquí propongo una proveniente
de la antropología. Nos dice que la religión, desde su aparición en los albores
de la especie humana, ha estado asociada a la violencia. Se refiere a “la religión
natural”, es decir, a ese fenómeno humano; esa expresión en el plano de lo
simbólico, de reverencia y demanda de protección ante el misterio de la vida, y
que brota de un sentimiento colectivo de incertidumbre y precariedad existencial.
El primer gesto religioso de la humanidad ha sido el sacrificio ritual,
un acto violento contra la vida presente en el propio entorno. Se ofrecen productos
de la tierra o sangre de animales, con el fin de asegurar la benevolencia de
fuerzas desconocidas y amenazantes. El sacrificio es el ritual más común y
extendido en la diversidad de culturas, y es anterior a la aparición de una
idea de Dios. En el desarrollo progresivo de esta noción de dios, la humanidad
ha transitado desde el politeísmo al monoteísmo, al culto a un solo y único Dios. Y la consecuencia
natural ha sido la indeseada afirmación de una sola y única verdad posible, de una sola y única ley, y de un solo y único
culto. En estricta lógica, una convicción que se reputa universalmente
verdadera, debe ser extendida e impuesta a todo el paisaje de lo humano.
Así ha acontecido en la historia. El primer pueblo monoteísta, el
hebreo, sale de Egipto para ocupar la tierra prometida exterminando a los habitantes
y culturas allí asentadas. La Iglesia cristiana, brotada de ese tronco, pasa de
ser perseguida a perseguidora; las emprende contra comunidades llamadas herejes
por discrepar de su única verdad, su única ley o su único culto. El monoteísmo
más radical, el islámico, pone en marcha su potencia militar para acabar con el
cristianismo en el medio oriente. Como respuesta, el occidente católico emprende
las cruzadas contra su mayor enemigo. Los ejércitos papistas terminan con los herejes
del sur de Francia. La Reforma protestante deriva en guerras de religión en
Europa. La conquista de América se realiza bajo el signo de la cruz y la
espada. En fin, la violencia interreligiosa se extiende hasta el presente.
Pero existen otras formas más actuales de violencia. Se pretende imponer
una visión del mundo o un determinado ordenamiento social sacralizado por obra de la subordinación a un poder
religioso proyectado a lo político. Se obliga a no creyentes o a fieles de otra
religión, a adoptar normas no dictadas por su conciencia. La Iglesia recurre a
la fuerza del Estado en casos que inciden poderosamente en la vida de la gente,
como el del divorcio o el aborto. Ello parece confirmar esa violencia
intrínseca a la religión, como sometimiento a un poder superior, que ya no
opera por las armas, sino por la mediación de una institución humana, con sus
autoridades y sus leyes, creyendo ser la única representante de Dios.
Sin embargo, Jesús de Nazaret se propuso evangelizar a la religión, ese
fenómeno en sí mismo ambiguo, que bien puede elevar al hombre hacia la
trascendencia, o bien atentar contra su autonomía y dignidad. Jesús lo hace
como testigo e Hijo de Dios, cuando, en lugar de ejercer la violencia, ocupa el
lugar de la víctima. Nos dice San Pablo,
“El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte, y
muerte de cruz.” (Filipenses II, 6-8) En lugar de actuar desde el poder de
la autoridad que somete al siervo, se convierte a sí mismo en siervo y
servidor. Y cuando lava los pies a sus discípulos les pide hacer lo mismo con
su prójimo.
Y según San Juan, en la última cena les dice: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros
sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el
siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo
lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. (Juan XV, 13-15) Jesús
nunca actúa desde el poder. Se hace igual a nosotros y nos llama sus amigos. No
hay más jerarquía que la del amor. No pretende forzar a nadie sino invitarlo a
ser su discípulo. El Evangelio es siempre una invitación, nunca una imposición.
Esos discípulos se reunieron en memoria de Jesús para apoyarse
mutuamente y madurar su mensaje. Eran reuniones o asambleas (ekklesia en griego) que, con el tiempo se
fueron institucionalizando. Surgieron poderes, autoridades, servicios y
funciones las que, al ser reconocidas en la sociedad, incidieron en que la
solicitud por la organización interna desplazara a la sencillez, cordialidad y
amistad aconsejadas por Jesús. La iglesia como asamblea de hermanos iguales en
dignidad, se fue transformando en Iglesia como institución poderosa. El clero
terminó sometiendo a la comunidad.
Hoy comprobamos las consecuencias. El clero se autonomiza como poder no
solamente sobre sus fieles, sino sobre todos los ciudadanos. Una verdad, una ley, un solo culto. Resurge
así la faceta oscura de la religión, la amenaza, la imposición, el poder que
despoja de dignidad al sometido. Un clero que no rinde cuentas a nadie, puede
entonces abusar del poder y ejercer violencia. Ya no hay hermanos sino
súbditos.
El que esta tendencia haya hecho explosión en la Iglesia chilena es una
buena noticia. Su renovación no puede consistir sino en un regreso a su
Maestro, al Jesús que evangelizó a la religión, que fue víctima en vez de
victimario, y nos invita a tratarnos como él quiso tratarnos, como amigos, como
servidores, como hermanos, nunca como déspotas sobre otros.
Andrés Opazo
Muy de acuerdo, de eso se sigue que es hora ya que laicas y laicos se hagan cargo de la iglesia en todo lo administrativo y encarguen a consagradas / -os lo estrictamente concerniente a la liturgia y los sacramentos.
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