EN CAMINO AL EMPODERAMIENTO DE LOS LAICOS

Si Chile estuviera participando en el Mundial de Fútbol, en Rusia, el país se paralizaría. Pero aun así, hay muchos que estamos en “modo mundial”. Por eso, nuestra entrega llega este fin de semana, para abordar cambios en la práctica de la iglesia.
María Teresa Valenzuela apunta a la necesidad de muchos cambios, que van más allá de los ritos de la misa y que tienen  que ver, esencialmente, con el ejercicio del poder.
Andrés Opazo detalla el tipo de liturgia que realiza por más de diez años en su comunidad, sin la presencia de un sacerdote, que representa una nueva forma de ser Y hacer iglesia. Y, finalmente, Rodrigo Silva apunta sobre la participación de los laicos en esta nueva etapa de la iglesia en Chile, a partir de la experiencia de su parroquia en Santiago.
Les invitamos a compartir, difundir y debatir.


MUCHO MÁS QUE CAMBIAR

María Teresa Valenzuela al leer los textos de nuestro blog reflexiona la realidad de  nuestra iglesia y los cambios que parecieran indispensables.

Junto a estos cambios hay muchas críticas a la Iglesia Católica que no nos atrevemos a decirlas públicamente y que sería bueno que pudieran ser conversadas. Las Misas de principio a fin, no tienen al menos para mí el sentido de la "Cena del Señor", con la sola excepción de aquellas que celebra Mariano Puga en Villa Francia. Que tengan una Liturgia idéntica, oraciones que se recitan sin reflexionar, oraciones en un folleto que se reparte para todas las Misas y que se lee, sin que se pueda objetar ni cuestionar nada, aunque a uno por dentro muchas cosas le molesten.
Que el Clero esté formado por una larga categoría de autoridades eclesiásticas, en las que quedan al margen las mujeres, que en las misas los ornamentos y vestimentas de los curas y demás autoridades, sean carísimas y exclusivísimas, todas con un nombre y un significado especialísimo que han llevado a ameritar un curso denominado "Liturgia" dentro de la Facultad de Teología, para mi es tan cuestionable como aceptable que mis amistades ya no vayan a Misa.

Que los curas sigan imponiéndonos que recemos para "vocaciones sacerdotales" cuando no estamos de acuerdo y tampoco queremos que nuestros hijos hombres sean sacerdotes, pero que debamos hacer como que lo aceptamos y que ellos sigan creyendo que nosotros queremos lo mismo que ellos creen que queremos y que debemos querer.

Que las prédicas sean basadas en una Teología a la pinta de los "hombres", especialmente de la Jerarquía, sin participación del Pueblo de Dios y que no se plantee la posibilidad de otras interpretaciones.

Que exista un derecho canónico que hasta el día de hoy nos obligue a ir a Misa los Domingos, que nos excomulgue si nos separamos de nuestros cónyuges y nos volvemos a casar, que diga tantas cosas a espaldas del pueblo de Dios y que ya son letras vacías y otras muertas...

Hay mucho más para cambiar.

María Teresa Valenzuela


YA NO VAMOS A MISA, PERO…

Muchos católicos de fe profunda ya no van a misa. Tal como ésta se realiza hoy, salvo excepciones, y pese a ser obligatoria para todos, la misa no satisface las expectativas de los fieles. En efecto, en ella se ejecuta un rígido ritual a cargo del clero y sus monaguillos, el mismo en todo tiempo y lugar, una rutina bien conocida por todos. Salvo el momento en que laicos leen tres lecturas bíblicas, algunas de difícil comprensión y dudosa pertinencia, el sacerdote es el único protagonista. Recita unas oraciones estereotipadas, su predicación suele ser improvisada, repetitiva, moralista o doctrinal, ajena a las preocupaciones de la gente. Al pueblo no le queda más que mirar, soportar, o distraerse en otros pasatiempos. Sin embargo, es preciso reconocer que en parroquias y algunos movimientos más avanzados, las misas son diferentes. Ello sucede cuando se ha podido generar comunidades activas, especialmente en sectores populares. Allí se aprecia la participación, la alegría, el afecto, la comunión. Pero la mayoría de los católicos no tienen oportunidades de encontrar esas misas.

Sabemos que los primeros cristianos no conocieron nuestras misas. Los seguidores de Jesús se reunían para conmemorar la Cena del Señor, en sus casas, presididas por el padre de familia o por un miembro reconocido por la comunidad. Pero en la medida en que esas pequeñas comunidades fueron creciendo y expandiéndose, comenzó un proceso de institucionalización, surgieron funciones especializadas, autoridades, y nuevos rangos antes desconocidos entre hermanos iguales. Aparecieron diversos ministerios como el sacerdotal. Ahora bien, la creación de un aparato institucional es algo propio de toda organización humana, pero quizás revisable en nuestro caso en razón de las advertencias del evangelio. En la dinámica señalada, se consolidan poderes internos, mientras el pueblo cristiano, y en especial las mujeres, ceden todo protagonismo. Así se fortaleció el imperio del clero sobre la Iglesia, lo que se prolonga hasta hoy.

Muchos de nosotros echamos de menos la Eucaristía y desearíamos celebrar el día del Señor en continuidad con la tradición cristiana: reunirnos semanalmente en comunidad, orar juntos, nutrir nuestra fe, celebrar la vida y la amistad, poner en común nuestras preocupaciones, rezar por nuestras intenciones, dar gracias por todo lo recibido. También quisiéramos escuchar una homilía capaz de encarnar el mensaje de Jesús en nuestra vida personal, en nuestro entorno, en la situación del país y del mundo. Pues bien, movidos por esta inquietud, y en vista de la irrelevancia de nuestras misas, un grupo de vecinos tomamos la decisión de realizar nosotros mismos nuestra oración eucarística dominical, sin presencia de sacerdote.

Vivo en una zona rural, a cargo en lo eclesial del obispo conservador más influyente en la Iglesia chilena. Ha construido templos y capillas; ha formado su propio seminario inmune a tendencias modernas para él perniciosas. Durante alrededor de dos años asistimos con mi esposa a la misa del pueblo, hasta que un día dijimos: ¡basta! El párroco había dicho al comenzar la homilía, que el sábado anterior había sido el día más feliz de su vida: en el momento de la consagración todos, hombres incluidos, se habían puesto de rodillas. Fue la gota que colmó el vaso. A partir de entonces nos alejamos, recorrimos todas las parroquias de la comuna buscando una misa con un mínimo de contenido. Y al no encontrarla, decidimos celebrar en nuestra casa una liturgia dominical con vecinos también decepcionados. Nos atenemos al curso normal de la misa con algunas variaciones, leemos las mismas lecturas prescritas por la Iglesia universal. Una forma de conservar la comunión. Nuestro esquema es el siguiente.

En primer lugar, compartimos lo vivido en días recientes; ponemos en común nuestras preocupaciones e intenciones, damos gracias por lo recibido, rezamos por nuestros enfermos, por los que atraviesan por dificultados y pruebas, por nuestro país, por la Iglesia y su renovación.
En seguida, y luego de un momento de silencio, pedimos perdón por nuestras faltas.
Hacemos las lecturas del domingo, y las comentamos ampliamente tratando de asimilar su contenido en nuestro contexto de vida. Después rezamos un salmo.

Luego comienza nuestra oración eucarística. Utilizamos un texto que recoge el sentido del canon de la misa, en un lenguaje accesible y en diálogo entre celebrante y la comunidad. Al no tener celebrante, alternamos entre la voz de uno de nosotros, en rotación, y la comunidad al unísono. Por ejemplo, comenzamos el Ofertorio de esta manera:

(Una voz) Ofrecemos al Señor nuestros pensamientos e inquietudes, nuestros esfuerzos, dolores y alegrías, y ponemos en sus manos nuestra vida y nuestro trabajo, nuestras familias y todas las personas que conforman nuestro mundo.

(Todos) Te pedimos nos bendigas y nos recibas en tus brazos, a fin de que todo lo que somos y hacemos se transforme con tu presencia.

Como el centro de la eucaristía es la memoria de la Cena del Señor y de su Pascua, la evocamos, pero omitiendo las palabras de la consagración; las reemplazamos por las siguientes.

(Todos) Tu Hijo Jesús, para realizar tu voluntad de llevarnos a vivir como hermanos, enfrentó con valor el camino de la muerte. Pero El resucitó de entre los muertos. Y permanece vivo en medio de tu pueblo a través de todos aquellos que continúan la tarea de construir con El, una sociedad de paz, justicia y amor.

(Una voz) Ese compromiso fue asumido por los seguidores de Jesús reunidos en torno a una mesa, para tener la última comida con El antes de su muerte. Mientras compartían esa cena, les ofreció el pan como su Cuerpo y el vino como su Sangre, en señal de su entrega y de una nueva alianza.

(Todos) Hoy recordamos, Señor, esa cena con tus amigos….

Tal como en toda misa, nuestra oración dialogada del canon culmina en el Padre Nuestro, el que rezamos entrelazando nuestras manos. Luego nos deseamos la paz y finalizamos compartiendo una copa de vino.

Nuestra experiencia ha perdurado alrededor de diez años y puede ser replicada por otros grupos inquietos y carentes de acompañamiento pastoral. Ninguna autoridad de la Iglesia podría impedir celebraciones como la nuestra. Y ante el proceso de aguda disminución del clero, debería ser fomentada y acompañada por los pastores. Especialmente ahora, en días de crisis de la Iglesia como institución y de esperanza de renovación profunda, en que se nos pide a los laicos participación y creatividad.

No es esperable que el cambio en la Iglesia provenga sólo desde arriba; éste debe germinar desde la base. Tal como en otros momentos de crisis y renovación, la inspiración debe provenir de las fuentes de la fe, de los evangelios. En este espíritu pareciera urgente un replanteamiento sobre la naturaleza y las funciones del ministerio sacerdotal; y ello desde un punto de vista histórico, bíblico y teológico, lo que debería ser extensivo a los sacramentos en general. Hay teólogos que ya han abierto caminos. Los laicos podemos arriesgarnos dando algunos pasos en ese sentido.

Andrés Opazo


TODOS PODEMOS SER PROFETAS

Todo comenzó a la hora prevista. Sábado, 10:30 de la mañana, después de dos días de lluvia en Santiago.  El sacerdote subió las gradas del altar, arregló el micrófono, invocó al Espíritu Santo para que nos acompañara en este encuentro en que abordaríamos, en comunidad, la situación de la iglesia en Chile. Los asistentes nos ubicamos en los bancos habituales de una parroquia que puede congregar en torno a seiscientas personas. En este caso éramos del orden de veinticinco. Hablaba a través del micrófono. El eco era importante y dificultaba la escucha. Alguien del grupo lo advirtió. Solución, subir el nivel del sonido. Más eco.

El sacerdote, para introducir, se refirió a la carta del Papa “Al pueblo de Dios que peregrina en Chile”. Será una oportunidad para expresar nuestro dolor o botar la rabia, para concentrarnos en la oración, que nunca es en vano. Luego diría lo del Papa. Que la iglesia necesita la interpelación de los laicos. Que nos digan lo que sienten.

Queremos abrir el corazón y compartir nuestros sentimientos y esperanzas. Dijo. Y eso ocurrió después de algunos minutos, en un ambiente fraterno. Una mujer de la primera levantó su voz con toda claridad. El formato de la reunión no era el conveniente. El cura arriba, la comunidad abajo, como en cualquier misa. No. Propuso disponer las bancas en un semicírculo, viéndonos las caras con el sacerdote en medio de nosotros. Así se hizo. Pero no fue todo. El sacerdote  se sentó en un sillón presidiendo el encuentro. No, mal. Fue interpelado nuevamente. Debe hacerlo en una silla, sin privilegios. Y así se reubicó. Recién allí comenzó la conversación, en comunidad.

Se escuchó de todo. Desde testimonios que hablaban del valor de la acogida de la iglesia, de la necesidad de la oración en el silencio, al endiosamiento de los sacerdotes, al igual como se hace con los médicos. Se dijo de la crisis de la iglesia. De la responsabilidad de la jerarquía y de los curas y también de los laicos. De la necesidad de abordar lo que viene, más de lo que fue. De la forma cómo canalizar las denuncias, en cualquier situación. Alguien fue más allá en el lenguaje y en la calificación. Con claridad habló de delitos para referirse a la actuación de los sacerdotes y de la complicidad de muchos.

Yo también hablé para explicar mi presencia. Quiero una iglesia transparente, que acoja las denuncias, las procese y las condene. Una iglesia que no encubra. Una iglesia en que nuestra palabra sea importante. Una iglesia que ponga en el centro a Jesús y su mensaje. Que se renueve, que cambie sus ritos. Que interprete. Una iglesia que no discrimine, que se acerque a la gente, que comprenda su rol en una sociedad que ha cambiado dramáticamente.

El Papa, en la carta del 31 de mayo pasado puso el énfasis, entre muchas otras cosas, en la participación de los laicos, en la franqueza con la cual debíamos relacionarnos y en los canales para que esa comunicación fluya. Por eso este encuentro fue la primera oportunidad de hablar con claridad y respeto. Con una necesidad profunda de contribuir a superar la crisis de credibilidad. Para cuidar a la iglesia, pero también para exigir. Para comprender que debe cambiar la forma de ejercer la autoridad.

Los cambios de obispos no bastan. Lo dijo el Papa. A los ya producidos, con seguridad han de venir otros. Pareciera cuestión de tiempo y de nombres. Pero más allá de eso nos enfrentamos a un cambio cultural muy profundo en que los laicos tenemos una gran responsabilidad.
En el Evangelio de este domingo, cuando Jesús fue a su pueblo la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: "¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?" Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: "No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa."

Me parece que este Evangelio de Marcos nos interpela para  que reconozcamos el valor de nuestras experiencias y de cada una de las personas que forman parte de nuestro entorno.  Para que seamos reconocidos como profetas en nuestra propia tierra.

Me parece que el encuentro de hoy en la parroquia fue el primer paso.

Rodrigo Silva

Comentarios

  1. Los tres textos me parecen de mucho valor. El primero es el franco testimonio de una persona que ha conocido al gobierno de la iglesia chilena por dentro y propone una relación que no reprima el pensar, ni el sentir, ni el actuar de los cristianos. El segundo lo valoro en todo su mérito porque formo parte de esa comunidad que propone caminos concretos. El tercero porque la comunidad logró ubicar al cura y hacer comunidad.
    Quedas mucho camino que recorrer, costumbres que erradicar para centrar el actuar en el evangelio y deconstruir la religión para tejer de nuevo nuestra vida de comunidad. Los obispos parece que no entienden nada, aunque la verdad es no parece sino que en realidad no entienden nada ni les ha pasado nada. Ayer veía una fotografía de la ceremonia de despedida de Don Alejandro Goic, a quien Dios guarde, con toda la pompa ceremonial, ornamentos, sitiales, unos más arriba y otros más abajo. Como celebrante el administrador apostólico como si fuera el titular, con cara de felicidad por haber logrado una meta en su carrera... Y del pueblo de Dios...nada.
    Hay que tener cuidado de no cambiar el poder de los curas por el poder del pueblo de Dios. Ambos tienen que coincidir en administrar el servicio de la predicación del evangelio y la caridad a los pobres. Recordar que los curas están para servir al pueblo y no el pueblo a los curas.
    Por último, la tarea no es arreglar el problema entre los curas y el pueblo de Dios sino la evangelización de los que están fuera...iglesia en salida. Aquí hay otro cuento mayúsculo...

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