A ”TOMARSE” LA IGLESIA

Cincuenta años después Andrés Opazo, uno de sus protagonistas reflexiona sobre la toma de la Catedral, 11 de agosto de 1968. Lo recuerda en el contexto de la realidad actual de la iglesia en Chile. Y dice. “El cambio de dirección de la Iglesia chilena de hoy es urgente. Ello exige un proceso ampliamente participativo para deliberar, discernir y compartir un nuevo sentir de Iglesia, una renovada concepción del sacerdocio, los servicios y ministerios adecuados al tiempo presente.”
Concluye. “Ya no es previsible tomas de catedrales como en los años sesenta. Pero ante la crisis actual de la Iglesia como institución, resulta indispensable que los cristianos como pueblo de Dios, laicos y pastores, se tomen, no la catedral, sino la Iglesia entera, a fin de regenerarla e involucrarla en el acontecer real del país según el espíritu del Evangelio.”
Por su parte, Rodrigo Silva nos relata una experiencia de cercanía, de ayuda fraterna, de personas de buena voluntad, que sin conocerse logran asistir a migrantes y gente de este país, que aspira a ser “técnicamente” desarrollado, pero que viven experiencias duras y a veces límite.
Para conversar, debatir, difundir y crecer en las diferencias.


A 50 AÑOS DE LA TOMA DE LA CATEDRAL

Efectivamente, el sábado 11 de agosto se cumplieron. No había noticias de anteriores tomas de una catedral. Aunque un año antes, y por pura coincidencia, un 11 de agosto había ocurrido una ocupación de la Universidad Católica. Las tomas no eran frecuentes. La noticia causó conmoción y recorrió el mundo. En la actual situación de la Iglesia chilena, puede ser oportuno recordarla.

Los hechos

El Papa Pablo VI visitaba América Latina por primera vez, y lo hacía a Colombia, una de las jerarquías católicas más reacias a su transformación según el Concilio Vaticano II. Se veía al Papa atrapado en las altas esferas, se limpiaba la ciudad de los “gamines”, los niños de la calle tan abundantes en esos días. Las bases católicas, ya conscientes y comprometidas con los sectores de pobreza, hubiesen deseado que el Papa visitara y conociera la injusticia y la pobreza, así como la solidaridad de muchas comunidades cristianas. Desde la parroquia San Luis Beltrán (Barrancas), se había emitido una carta en esos términos.

La inquietud fue compartida en otras parroquias populares, como la de San Pedro y San Pablo en La Granja. Laicos integrados a la pastoral convocaron un domingo a una reunión para reflexionar sobre el tema, a la que asistí siendo en ese momento sacerdote de la Congregación de los Sagrados Corazones. Al transcurrir los intercambios, alguien preguntó ¿qué podemos hacer? Y un dirigente poblacional, Víctor Arroyo, intervino ¿por qué no nos tomamos la catedral? Se armó la discusión y se acordó esa toma para el domingo subsiguiente (4 de agosto). Al acercarse la fecha se detectaron dificultades, postergándose la acción en una semana (11 de agosto). Se formaron tres comisiones: una a cargo de la operación, liderada por el médico Patricio Hevia; otra de contacto con la prensa, con el dirigente universitario Ricardo Halabí a la cabeza; y una tercera, a mi cargo, para elaborar un documento explicativo. También se redactó un volante en donde apareció por primera vez el término Iglesia Joven. En la madrugada del día fijado, se desplegó entre las torres de la catedral un gran lienzo: POR UNA IGLESIA JUNTO AL PUEBLO Y SU LUCHA. Una apretada síntesis de nuestra causa.

Una vez que el grupo que había permanecido la noche del sábado al interior del templo comunicó que ya estaba en condiciones de abrir la puerta de la calle Bandera, ingresamos al recinto y nos encontramos con la sorpresa de unos 200 participantes de diversos sectores: fieles de parroquias populares, universitarios de la AUC, miembros de la JOC, obreros del MOAC, dirigentes sindicales, siete sacerdotes y una monja. Reacomodamos las bancas formando un gran círculo en señal de comunidad congregada, comenzó el intercambio de intervenciones, y terminamos la jornada con una misa. Luego salimos en silencio, siendo cada uno fotografiado por agentes, suponemos de la policía. La Plaza de Armas era un ágora de intenso debate entre gente que por allí circulaba.

Supimos al día siguiente que los siete sacerdotes habíamos sido suspendidos a divinis, la mayor sanción prevista por el Derecho Canónico. Pero dos días después fuimos recibidos por el Cardenal Silva Henríquez. Nos abrazó a cada uno llorando como gesto de reconciliación. Habíamos dicho públicamente que la toma no era contra él, sino contra las estructuras de la Iglesia y su relación con el poder.

Significados

La toma fue un estallido, algo espontáneo, un remesón, un llamado a la reflexión; diría, un gesto profético. No respondió a una estrategia determinada, ni se previó su proyección. Pero al constatar las expectativas suscitadas, no pudimos dejar de preguntarnos ¿qué debemos hacer? ¿Cómo responder, qué pasos deberíamos dar? Quisimos organizarnos como movimiento Iglesia Joven; se nombró un presidente, Leonardo Jeffs, además de un par de dirigentes entre los que yo me incluía. Realizamos otras actividades, bastante precipitadas e irrelevantes, y el movimiento se desperfiló. No teníamos estrategia ni capacidad de conducción. Además, desde el primer día fuimos presionados como posible base popular del MAPU en formación; sostuvimos varias reuniones en las que no nos sabíamos comportar ante políticos avezados. En lo personal, no era partidario de ingresar a la política partidista; sostenía el carácter eclesial de nuestra opción.

En segundo lugar, es preciso enfatizar en que nuestro gesto profético surgió desde abajo, en parroquias populares; desde allí se convocó a estudiantes y jóvenes profesionales. Los curas que participamos lo hicimos con el propósito de acompañar una iniciativa de laicos, descartando todo protagonismo. En mi caso, como religioso de una congregación, me sentí obligado en conciencia a dar cuenta a mis superiores de lo que tramábamos, a condición de guardar el más estricto secreto. Y ellos respetaron tanto el secreto como mi opción pastoral, a pesar de no compartirla para nada. Sin embargo, ese gesto desde abajo tuvo repercusiones en el clero. En un contexto en que se preveía la posibilidad de que se eligiese un presidente socialista, la inquietud expresada en la catedral dio origen a pronunciamientos de sacerdotes. Primero fueron 80 y luego 200 los que manifestaron a favor de la línea de nuestro manifiesto. Tiempo después surgió el movimiento “Cristianos por el Socialismo”, del que muchos nos alejamos debido a su involucramiento en coyunturas políticas del momento. El grupo original de la toma de la catedral ya se había dispersado.

Es de notar que, pese a todo, la Iglesia chilena de los años sesenta ya mostraba su sintonía con la renovación pedida por el Concilio Vaticano II. Era una iglesia viva e insertada en la realidad del país. Había comunidades parroquiales inquietas y exigentes; por otra parte, cobraban importancia en la Iglesia movimientos tales como la Juventud Obrera Católica (JOC), el de obreros adultos (MOAC), la acción católica universitaria (AUC), además de sindicalistas católicos reconocidos. Ello era sostenido por obispos y sacerdotes como eje de una pastoral diversificada. Por lo tanto, la rebeldía expresada en la catedral por iniciativa de laicos, y que involucraba a sacerdotes, venía desde dentro, del interior de la propia Iglesia.
  
¿Y la Iglesia de hoy?

Uno se pregunta, ¿qué pasó con la Acción Católica de entonces? ¿Existe hoy algo equivalente a lo que fue una JOC, un MOAC, una AUC, una JEC? ¿Han sido sustituidos por otros movimientos laicales de base, como parte de una pastoral de presencia en el medio? ¿Por qué son tan escasas las parroquias organizadas en comunidades de base?

Ya sabemos que durante el pontificado de Juan Pablo II, y especialmente bajo el nuncio Sodano en Chile, se extinguió una pastoral evangelizadora inserta en la realidad del pueblo y de su gente. Era peligrosa. Desapareció ese anhelo de una Iglesia junto al pueblo y sus luchas. Se instaló una estrategia de fortalecimiento institucional que contemplaba un cierto alejamiento de los obispos más creativos y proféticos, para ser reemplazados por otros más dóciles y dedicados principalmente al quehacer eclesial. Los seminarios, que antes favorecían la presencia de seminaristas en poblaciones y su asistencia a trabajos sociales de verano, se volcaron a formar sacerdotes para “lo suyo”, sacramentos y administración parroquial. El clericalismo comenzó a reinar sin contrapeso, el laicado enmudeció, fue domesticado o se alejó en silencio.

El cambio de dirección de la Iglesia chilena de hoy es urgente. Ello exige un proceso ampliamente participativo para deliberar, discernir y compartir un nuevo sentir de Iglesia, una renovada concepción del sacerdocio, los servicios y ministerios adecuados al tiempo presente. Un equipo de teólogos y sociólogos debería recorrer todas las diócesis con una metodología apropiada. En años atrás se hizo un gran esfuerzo de definición de una pastoral de conjunto. Podría replicarse en la actual coyuntura algo similar pero contextualizado. Los obispos que se han de elegir deben ser personas capaces de pensar en grande.

Ya no es previsible tomas de catedrales como en los años sesenta. Pero ante la crisis actual de la Iglesia como institución, resulta indispensable que los cristianos como pueblo de Dios, laicos y pastores, se tomen, no la catedral, sino la Iglesia entera, a fin de regenerarla e involucrarla en el acontecer real del país según el espíritu del Evangelio.

Andrés Opazo




ENCUENTRO DE NECESIDADES

El propietario de la casa vive en Viena. Le conocí a través de uno de sus amigos de la vida, compañero del colegio. Le habló de mí y me envió un mensaje por WhatsApp. Así se usa ahora. Mensajes y conversaciones. Todo por esa vía. Me explicó que necesitaba tomar una determinación con respecto a una casa, que originalmente era familiar. Ahora es suya.  Pasó mucha agua bajo el puente. Sus padres separados, luego su madre fallecida. Y ahora, muy recientemente, su hermana también falleció. Lo cierto es que el tema inmobiliario que inicialmente era el motivo del contacto se fue transformado en una oportunidad de conocimiento y encuentro. De vinculación humana y profesional. De apreciación, respeto y confianza. En poco tiempo. Tres semanas, un mes. Lo que ha durado el proceso de evaluación, sugerencias, recomendaciones y determinaciones.

La casa, ubicada en el Santiago de los años sesenta, a unas cinco cuadras de la iglesia Los Dominicos, plenamente integrada a gente de otras zonas por el Metro, conserva todos los rasgos de una propiedad de esa época. Desde las persianas, los muebles de living y comedor y la gran estufa central a parafina. Los pisos de parquet y los perfiles de fierro. Con el paso del tiempo, las rejas en las ventanas la protegen de robos y asaltos, otrora desconocidos. Porque el Santiago de fines de los sesenta y comienzos de los setentas era una ciudad diferente. Más humana, más apacible, más cercana, más segura por cierto.

La decisión fue arrendar y eventualmente vender. Pero como es lógico, lo primero sería desocuparla. Vender, regalar o compartir la historia de una familia, expresada  en todos los elementos que generaron convivencias e historias. Todo debería ser compartido y regalado a quienes lo necesitaran. Y comenzó el traslado de todo cuanto pudiere servir a personas que lo han perdido todo en un incendio. Inmigrantes que deben compartir una cama en un espacio mínimo y transformarla en el centro de su vida. Tantas necesidades, tantos deseos, tantas frustraciones y, a la vez, tantas esperanzas. Esperando un porvenir venturoso. Quizá un milagro. Gente que se adapta incluso con alegría a estas nuevas condiciones, sólo porque tienen el coraje y la necesidad. A ellos se destinaron todos los muebles, la cocina, el refrigerador, dos o tres camas, vajillas y la ropa de una familia que por años estuvo esperando un mejor destino, tranquila y silenciosa. Por años. Blusas, vestidos, manteles, ropa de cama, de un “cuantohay.” Todo lo esencial de una casa que se desarmó en varios viajes para encontrar un nuevo destino en personas desconocidas y deseosas de recorrer nuevos rumbos en este Santiago que les ha acogido. Pero no solo inmigrantes, sino también muchos nacionales, que en un país de ingreso per cápita de veinticuatro mil dólares se preguntarán dónde está lo que les corresponde de esa hermosa cantidad. Por las estadísticas Chile está próximo al desarrollo. Un país que  esconde tantas necesidades e inequidades. Así es.

Todo lo de la casa del propietario que vive en Viena, lo que fue la expresión de una familia instalada allí a fines de los sesenta comienza  a ser repartido entre gente que lo requiere con urgencia para tener una vida mínimamente digna. Eso es lo que debe tener feliz a la madre del propietario, porque todas sus cosas están siendo dirigidas a personas con grandes necesidades, desde las más básicas en adelante.

Todo paciera ser providencial. Pero me doy cuenta que es más eso. Todo confluye y se orienta e una sola dirección: ayudar a los más desamparados, compartir todo lo material, sin importar valores, con un hermano que solo desea dignidad y tranquilidad. Que desea esperanza. Que quiere alcanzar espacios y tiempos mínimos de bienestar.
Todo ha fluido. Todo ha sido fácil. Todas las piezas están en su lugar. Él, desde lejos, confía en que los muebles, las camas y algunos de los símbolos de su casa familiar están hoy en otros espacios, sirviendo a gente desconocida. Y agradece por la oportunidad de regalar. Recuerda a su madre y la felicidad que le debe proporcionar, esté donde esté. Y los que reciben, por recibir. Todos, desconocidos, entre sí, hermanados por el sentimiento y la razón.

Rodrigo Silva

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