EL EVANGELIO DE LA FRATERNIDAD


Hay personas que no buscan trascender, pero lo hacen. Es el caso de Elías, cuya historia nos la relata Andrés Opazo. Su funeral, este viernes 6 de septiembre fue un testimonio de masivo agradecimiento, por su entrega, bondad y compromiso.


“Esta vocación de anonimato, amistad y total entrega, en medio de un mundo de tanta palabrería y consumismo, fue la adoptada por ese hermano universal que fue Elías González”, escribe Andrés.  Se internó en el mundo obrero y allí vivió el evangelio de la fraternidad. Andrés recorre parte de su historia, su inspiración y su obra silenciosa y profunda. Misticismo, oración contemplativa y vivencias de un mundo real. Para aprender y aportar. Para vivir en los corazones de muchísimas personas. Por su despedida tuvo ese carácter y la profundidad de los testimonios de quienes lo conocieron, como le ocurre a Andrés en su relato de hoy.



ELÍAS GONZÁLEZ, HERMANITO DE JESÚS

Esta semana, el martes 4 de septiembre, murió Elías en el Hospital San Juan de Dios. En el cuarto donde esperaba la muerte, sólo había un pequeño afiche alusivo a Carlos de Foucauld que rezaba: “Gritar el Evangelio con la Vida”. Para los que lo conocimos, ahí se sintetizaba lo que fue Elías.

Lo recuerdo alrededor del año 1957, siendo yo seminarista de los Sagrados Corazones en Los Perales. Elías pasaba un semestre en el convento preparando su examen de grado para recibirse de abogado. Se sentía llamado a la vida religiosa, esperable en la Congregación, lo que conversaba con nuestro superior de entonces, el padre Diego Silva. Pero éste, al conocerlo más profundamente, lo orientó hacia los Hermanitos de Foucauld y dejé de verlo y saber de él. Habían pasado más de cuarenta años, cuando me lo encuentro en el funeral del padre Esteban Gumucio, y lo saludo con especial afecto. Me acompañaba en este momento la Laly, que luego sería mi esposa y, para mi sorpresa, me entero de que Elías era su tío, hermano de su mamá, la Lala que nos dejó hace poco.

Fui conociendo entonces algo de su vida. El flamante abogado había profesado como hermanito de Foucauld y, acabada su formación de religioso, se había convertido en un obrero. Al producirse el Golpe Militar de 1973, fue hecho prisionero por encontrarse en su empresa junto a sus compañeros de sindicato. Pero después de ser liberado, debió retornar al Estado Nacional, esta vez como poblador caído en las redadas que aquejaban la villa donde vivía. Nunca fue costumbre entre los hermanitos de Jesús asumir tareas sindicales o políticas; simplemente Elías, obrero o poblador, participaba de las organizaciones de su sector. Era por ello sospechoso.

Varias veces acudió a nuestra casa de Paine, ora como el pintor llamado a remozar nuestras paredes, ora como invitado a descansar y tomar aire puro en vacaciones. El esperaba el momento en que, al atardecer, yo lo invitaba a compartir el trago favorito, el criollo pichuncho que bebíamos en distendida charla. Me encantaba escucharlo, le preguntaba por sus “desiertos”, o meses de retiro en los lugares desérticos marcados por la vida de Carlos de Foucauld, por sus trabajos, por los amigos de su población en Renca. En fin, admiraba su vida de oración, de contemplación, en medio de un simple compartir con sus vecinos. Un hombre de pocas palabras, acogedor, sencillo y muy preocupado por los demás.

La vida de Elías no puede comprenderse a cabalidad, sin el trasfondo o el ideal que lo inspiró y acompañó por décadas: la figura del hermano Carlos de Foucauld. Este (1858) fue el hijo de una familia de la aristocracia provinciana, militar en su juventud, y de vida mundana durante años, hasta que se sintió llamado a buscar algo más que a sí mismo. Viajó por países musulmanes, recorriendo Argelia, Marruecos y buena parte del desierto del Sahara. Pero, pese a ser admirado por sus aportes y conocimientos, sintió la llamada a dedicar su vida a Dios en total soledad. Se internó en los lugares santos del Palestina, ingresó a la Trapa de donde salió para convertirse en ermitaño. Incluso recibió el sacerdocio. Pero lo que buscaba era otra cosa.

Elige vivir en el oasis de Béni Abbés, y acepta el ofrecimiento de la construcción de una pequeña cabaña, con su oratorio y cuarto de visitas, lo que el hermano Carlos concibe por primera vez como una fraternidad. Espera la venida de hermanos, lo cual nunca llega a ocurrir. Un poco más tarde (1904) resuelve vivir con tribus tuaregs, nómades del desierto más profundo, saltando de campamento en campamento. Se instala luego en Tamanrasset, en donde decide profundizar en su lengua, confecciona un diccionario francés-tuareg, y traduce a esta lengua los evangelios. En su casa acoge a todo el necesitado. Se entrega por completo a este pueblo del desierto sintiéndose uno más entre ellos, un “hermano universal”. Pero en 1916 y en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y luego que los tuaregs atacaran un fuerte francés, el querido hermano Carlos muere asesinado en soledad y en total abandono. Sólo veinte años después, el sacerdote francés René Voillaume descubre su vida y sus escritos, y decide convocar a hermanos y hermanas a vivir en fraternidades como las soñadas por Carlos. Su libro emblemático, “En el corazón de las masas”, refleja bien el necesario vuelco del momento. Ya no se trata de compartir sencilla y anónimamente con los musulmanes más abandonados, sino de internarse en el mundo obrero y vivir allí el evangelio de la fraternidad.

Esta vocación de anonimato, amistad y total entrega, en medio de un mundo de tanta palabrería y consumismo, fue la adoptada por ese hermano universal que fue Elías González. Al morir hace pocas horas, Elías debió estar recitando la misma oración de abandono escrita por el hermano Carlos y encontrada junto a su cuerpo ensangrentado.

Padre mío, me abandono a ti.
Haz de mí lo que quieras.

Lo que hagas de mí, todo lo agradezco,
estoy dispuesto a todo, lo acepto todo,
con tal de que tu Voluntad se haga en mí,
y en todas las criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón
porque te amo,
y porque, para mí, amarte es darme,
entregarme en tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.

 Andrés Opazo

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