El TEDEUM: PARA QUÉ?

Andrés Opazo se pregunta si tiene sentido un tedeum ecuménico como el oficiado el pasado 18 de septiembre. Sostiene que si “la Iglesia Católica, mayoritaria en el país, aspira a convertirse en un agente de difusión de convicciones morales y espirituales, en vista de avanzar hacia una sociedad más justa, inclusiva, diversa y libre, debe convocar a todas las vertientes religiosas a la tarea común; a otras iglesias cristianas, al judaísmo, al islam, al budismo, y también a la religión de nuestros pueblos originarios.”  Todo en el marco de una profunda crisis de legitimidad, en una sociedad cada más secularizada, ¿En qué dirección debemos caminar? Una reflexión para aportar a un debate en profundidad.
Por su parte, Rodrigo Silva nos relata una pequeña historia acerca del encuentro de Juan Cristóbal en la fe. Un hombre que vivió momentos decisivos en su vida, como cualquiera de nosotros.
Textos para compartir y contribuir a la conversación y el intercambio


EL TEDEUM Y LA RELIGIÓN EN CHILE

Hace unos días se celebró el tradicional Tedeum de fiestas patrias. Se presentaba como ecuménico, y se quería demostrarlo por la diversidad de atuendos de las autoridades religiosas participantes. Pero se permanecía sólo en el ámbito de lo protocolar; en el fondo, una apariencia de ecumenismo. Está bien que las religiones se den cita para orar por Chile, es un hecho positivo y sugiere el potencial de espiritualidad que podría movilizarse en pro de garantizar vida digna y próspera para todos.

Pero tenemos que las instituciones religiosas carecen de la confianza y la credibilidad de los ciudadanos. La Iglesia Católica, por su actual desprestigio ya por todos asumido, y las iglesias evangélicas, por estar representadas por pastores politizados y divididos, algunos de ellos enriquecidos y operando como caciques. La institución eclesiástica aparece como volcada hacia sus propios intereses, ajena a las necesidades y aspiraciones del pueblo al que están llamadas a servir. Ello ocurre con la institucionalidad religiosa, no así con las bases católicas y evangélicas, muchas veces solidarias y acogedoras de los más débiles y abandonados.

Tiene pleno sentido, entonces, preguntarse hoy por la vigencia de tales tedeums oficiales. Más aún celebrados en sociedades secularizadas, que han conquistado su propia autonomía, diversidad, pluralismo, derechos y responsabilidades. El fenómeno de la secularización es un progreso hacia la madurez humana y, como tal, irreversible. Obliga a las religiones a repensarse de acuerdo a sus propios fundamentos.

Es lo que ha ocurrido con los encuentros entre dirigentes religiosos de todo el mundo congregados en “parlamentos de las religiones”. Uno de ellos, liderado por el teólogo católico Hans Küng, fue celebrado en 1993. Los organizadores se preguntaron al comenzar: ¿en nombre de Qué o de Quién podemos decir una palabra al mundo? La misma pregunta que nos inquieta a muchos en el día de hoy. Se descartó hablar en nombre de Dios, puesto que algunas religiones no veneran a un dios personal. Ante la dificultad de enunciar esa raíz común, se desistió de acudir a un principio teológico, y se acordó formular uno ético de carácter universal, el cual podría ser acogido incluso por no creyentes. “No hagas a otro lo que no deseas te hagan a ti”; una sentencia constatada en los escritos fundadores de todas las religiones. Ello implica una renuncia al narcisismo o autocomplacencia espiritual, para orientarse hacia los seres humanos concretos en su condición existencial.

La declaración final del mencionado Parlamento de las Religiones concluye en un texto: “Principios de una Ética Mundial”. Y arranca de la constatación de graves males que atentan contra la supervivencia de la humanidad. Entre ellos, la pobreza y el hambre, el desprecio por la justicia, la violencia, el saqueo sin miramientos de los recursos del planeta, la incomunicación entre sexos y generaciones, la corrupción, el abuso de la droga, el crimen organizado, etc. Concluye que, al asumir su responsabilidad ante el mundo, todas las religiones del mundo convienen en adoptar como centro de convergencia, la convicción de que “todo ser humano debe recibir un trato humano”.

Los dirigentes religiosos demuestran así ser conscientes de que, para llevar este principio a la realidad, no basta con la ley y el derecho. Se requiere de algo más que la amenaza de coacción externa. Se vuelve indispensable, pues, la interiorización de convicciones personales y colectivas, una real ética universal. En términos religiosos, puede hablarse de una “transformación del corazón” o una “renovación espiritual”, un suplemento de alma que inspire en todo el mundo el respeto a una dignidad humana inviolable e inalienable. En consecuencia, se proponen cuatro orientaciones permanentes: “Compromiso a favor de una cultura de la no violencia y respeto a toda vida”; “Compromiso a favor de una cultura de la solidaridad y de un orden económico justo”; “Compromiso a favor de una cultura de la tolerancia y un estilo de vida honrada y veraz”; y “Compromiso a favor de una cultura de igualdad y camaradería entre hombre y mujer”.

Tales compromisos constituyen una respuesta a la pregunta que se hacen las religiones: ¿qué se nos pide en el mundo de hoy? Son respuestas de carácter práctico, pero fundamentadas en la visión de totalidad propia de la religión, que trasciende la inmediatez de lo particular, para afirmar la interdependencia de todo lo real. “Por ello respetamos la colectividad de los seres vivientes, hombre, animales y plantas, y nos sentimos preocupados por la conservación de la Tierra, del aire, del agua, del suelo. Como individuos somos responsables de todo lo que realizamos”.

Ante la renovada función de la religión en sociedades modernas, nos preguntamos por la Iglesia chilena. ¿Cuándo deberá cumplirse su tiempo de humillación, expiación y purificación mediante el reconocimiento y reparación de tan extendidos y tolerados abusos sexuales? ¿Habrá llegado su momento para enmendar el rumbo y ser capaz de animar espiritualmente a la sociedad? Obviamente, urgen cambios institucionales, como la creación de consejos de laicos compuestos paritariamente de hombres y mujeres, dotados de capacidad de resolución, que deben ser erigidos en todas las instancias eclesiales: en capillas, parroquias, diócesis, e incluso en la Conferencia Episcopal. Esta necesidad ya ha sido formulada como antídoto al clericalismo autoritario, causante de la crisis catastrófica del modelo de Iglesia hasta ahora imperante. Pero se espera algo más.

Si la Iglesia Católica, mayoritaria en el país, aspira a convertirse en un agente de difusión de convicciones morales y espirituales, en vista de avanzar hacia una sociedad más justa, inclusiva, diversa y libre, debe convocar a todas las vertientes religiosas a la tarea común; a otras iglesias cristianas, al judaísmo, al islam, al budismo, y también a la religión de nuestros pueblos originarios. Desde esta convergencia en la espiritualidad, se puede aquilatar en profundidad el desconcierto moral existente, que se expresa tanto en jóvenes que amenazan con el fuego a sus profesores, como en empresarios que se coluden para acumular dinero a costa de necesidades básicas de mayorías empobrecidas.

Una vez descartado el narcisismo institucional, la mirada ética y religiosa podría en Chile hacerse cargo de la desconfianza generalizada y de la rabia acumulada en sectores desfavorecidos. Y partiendo del conocimiento de las llagas existentes, y en conjunto con todas las vertientes del humanismo, podría estar en condiciones de alentar convicciones de bien común como requisito indispensable de una convivencia sana y armónica.

Al asumir esta tarea de humanización en una sociedad fracturada y doliente, la Iglesia no necesitaría de tedeums protocolares. No haría más que hacer suyo el mandato de Jesús, de predicar el Reinado de Dios en la sociedad. Pues ella no es, ni ha sido nunca, una finalidad en sí misma. Se debe sólo a la predicación del Reino de Dios, y para ello Jesús le prometió la asistencia permanente de su Espíritu Santo, un Espíritu que no es propiedad de nadie, que sopla como el viento, y nadie sabe de dónde viene ni a dónde va.

Un destacado teólogo católico lo reconocía: “Jesús predicó el Reinado de Dios y en su lugar vino la Iglesia”. Pues bien, quizás llega el momento de la conversión. Sólo un ecumenismo profundo y universal puede hacer que, en los tiempos actuales, nuestra Iglesia ejerza eficazmente su misión de anunciar y colaborar en la construcción del Reinado de Dios en esta tierra.

Andrés Opazo


EL JARDÍN DEL JUAN CRISTÓBAL


Mientras el monje benedictino Benito Rodríguez reconocía que “nuestra iglesia de Chile vive un tiempo de purificación como nunca antes en su historia”, nosotros nos asomábamos al Jardín de Juan Cristóbal. Lo primero ocurría en la Catedral de Santiago, en la homilía del tradicional Tedeum que se celebra el 18 de septiembre. Lo segundo, en una parcela del valle de Curacaví. Lo primero en presencia del Presidente de la República, ministros, cuerpo diplomático, representantes de los tres poderes del estado, fuerzas armadas e invitados especiales. Lo segundo, en la intimidad de un núcleo de cuatro personas unidas por el afecto, la amistad, la admiración y la nostalgia.

Juan Cristóbal llegó a conversar con sus padres a las nueve quince minutos. Lo del día. Lo hecho, el trabajo, los hijos, lo de mañana. Los temas habituales de una familia que vive en el mismo predio. Dos familias separadas por un hermoso jardín. Me voy porque estoy cansado. Me acostaré pronto dice Edgardo que Juan Cristóbal le dijo. A los pocos minutos sus dos hijos cruzarían el jardín corriendo enloquecidos por el impacto. Luego se sabría que un derrame cerebral le provocaría la muerte súbitamente. Era el tres de mayo.

Dos años antes Juan Cristóbal tendría un infarto que cambiaría radicalmente sus hábitos de vida. Afortunadamente tuvo una atención oportuna y se recuperó. Comidas diferentes, rutinas de ejercicio y desarrollo de una nueva espiritualidad. Paulatinamente descubrió y profundizó en la religión católica. Buscó un nuevo sentido para su vida en la fe. Para complementar la vivencia de familia, de esposa, de hijos. Para darle aún mayor trascendencia.

Juan Cristóbal vivió un largo período de su vida en México, con sus padres, Sonia y Edgardo. Ella cristiana, él agnóstico. Juan Cristóbal tendría toda la libertad para escoger sus caminos hasta llegar a su jardín, un mes después de su muerte. A unos veinte metros desde la terraza de la casa de sus padres, un pequeño centro de flores fue complementado con azaleas, rosas, lavandas, petunias y algunas otras especies, rodeando una fuente de piedra en el centro. El círculo recibió a su esposa, hijos, padres e íntimos amigos un mes después. Llovía. Una carpa les protegió hasta que se acercaron al jardín y en una ceremonia presidida por el sacerdote que le casó y bautizó en la misma ceremonia. También se encargó del último responso para luego esparcir sus cenizas. Quedarán para siempre en estas y otras generaciones desconocidas que quizá ocuparán esos espacios futuros sin saber de su presencia.

Antes de su partida Juan Cristóbal habrá reflexionado sobre su fe y nuestra iglesia, la que este dieciocho de septiembre, como dueña de casa, albergó a otros credos desde una perspectiva de minusvalía. Un dueño de casa sin la voz poderosa que representa el clamor y la necesidad de sus fieles, sino más bien la rabia y la impotencia de quienes desean que se transparente su realidad para reconstruir una nueva estructura. La iglesia deseada, la respetada, la representativa de las demandas de los últimos.

Benito fue bien simple en su mensaje. El que le habría correspondido al arzobispo de Santiago y cardenal. El que omitió su presencia porque es sindicado como eventual encubridor de abusos de una iglesia que está en el ojo del huracán por sus pecados, aquellos que siempre vio en los otros y que ahora requieren confesión profunda. Quien quiera que haya escrito, el mensaje representando la voz y el sentimiento de la iglesia católica, no se puede sentir orgulloso de este vago mensaje, que evita o no puede ser una voz que suene altiva para representar una visión de un mundo humano y fraterno.  No pudo estar más escondida la voz de la iglesia en este dieciocho. Los evangelistas deben haber sentido impotencia y tantos, tantísimos sacerdotes y laicos de Chile. Todos exigen con la urgencia requerida que la iglesia se adecue a los tiempos, que se haga cargo de los cambios de nuestra sociedad, de una transformación cultural tan profunda, pero por sobre todo, que haga un gran acto de contricción, evidenciado no en más en palabras sino en actos que devuelvan la confianza y que la transformen en una guía espiritual verdadera y altiva, no por soberbia, sino por identidad con su feligresía, con este pueblo que ha visto por cientos de años en la iglesia un espacio de sueños y encuentro. Por la verdadera construcción del reino. Como en el que Juan Cristóbal se ha transformado en uno de sus protagonistas.

Rodrigo Silva

Comentarios

  1. Celebro la existencia de este blog. A propósito del Te Deum, creo que habría que introducirle cambios importantes. Desde hace muy poco emerge en Chile el pluralismo religioso y racial. Años atrás los católicos maltratábamos a los evangélicos y ocultábamos nuestra tradición mapuche. Hoy, a Dios gracias, esto ha cambiado. Para representar simbólicamente este cambio, la Iglesia católica no puede continuar siendo la única anfitriona de la diversidad. ¿No podría haber otros anfitriones? ¿Uno cada año? Bien podríamos en 2019, por ejemplo, que los católicos fueran recibido en el templo de Jotabeche. Y, ¿sería rebajarnos mucho acudir alguna vez a Peñalolén para ser acogidos por los Bahai? Cada confesión religiosa-cultural podría organizar la liturgia a su manera e invitar a participar a los demás.

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    1. De acuerdo Jorge, en el entendido que son ritos con los que el estado y sus representantes no tienen nada que ver. El estado en democracia es el garante de la libertad de culto, pero no se hace presente en esas ceremonias. No corresponde ya que el estado está fundamentado en la voluntad popular y no necesita hacerse cargo de bendiciones y palabras de apoyo o admoniciones.

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  2. Dos puntos que me parecen importantes:

    1. Ni los Te Deum ni ninguna otra ceremonia eclesial han de tener el rango de "oficial" donde se hacen presente el Jefe de Estado, ministros etc. Resabio de tiempos pasados que no corresponde en un estado laico.

    2. Son ceremonias rituales, es decir no son "parlamentos" o simposios o congresos con una plataforma ética amplia que pueda convocar a una diversidad de posturas, credos, etc.
    Y bien puede ser por ej. una acción de gracias dirigida a un ser superior en la que si es menester se coordinan dos o más congregaciones religiosas, pero siempre en base a que se trata de un rito y no otra cosa. En la medida que es inclusiva lo es por una lógica interna, no como reflejo de lo social-político porque de eso se preocupa el estado.
    Desde luego que eso no quita que las iglesias también organicen congresos o parlamentos para discutir la inclusividad, la diversidad, la justicia etc. y es muy importante que lo hagan. Pero es otra cosa.

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