AMADO SEAS, OH BUEN SEÑOR
“Vivimos ensimismados en el yo y el entorno inmediato, atrapados en la contingencia diaria, con sus ansias, inseguridades, complejos y miedos; nos cuesta mucho fijar la mirada más allá. Quizás sólo la poesía, la música, o el arte en general, sea un vehículo de trascendencia, de apertura hacia lo definitivamente real, hacia la belleza y el gran misterio que nos rodea. Una expresión suprema de ello es el Cántico al Hermano Sol de San Francisco de Asís.”
Así comienza Andrés Opazo su entrega de esta semana, para relevar la trascendencia de nuestra vida y la suprema unión con la naturaleza, para enfatizar que el “Cántico” es el despertar de una espiritualidad cósmica, propia de los pueblos originarios, luego perdida para nosotros, pero hoy resurgente. Redescubrimos que no sólo somos parte de la naturaleza, sino que somos “uno” con ella.
Y Rodrigo Silva apunta a la presencia de Jesús en nuestro corazón y la forma cómo debería cambiar radicalmente nuestra aproximación a los seres humanos, para ser más humildes y servidores.
Una entrega para compartir, reflexionar, disentir y debatir. Estás páginas están abiertas para todos ustedes.
DEL UTILITARISMO A LA COMUNIÓN
En nuestra cultura moderna no estamos habituados a
contemplar, a alabar, a maravillarnos ante lo cotidiano: sea el esplendor de la
naturaleza o el misterio del ser humano. Vivimos sumergidos en las cosas, con
una mirada utilitarista y posesiva sobre lo que nos rodea. La naturaleza suele
ser antes que nada un recurso a controlar y explotar, y los seres humanos, sólo
productores o consumidores. Vivimos ensimismados en el yo y el entorno
inmediato, atrapados en la contingencia diaria, con sus ansias, inseguridades,
complejos y miedos; nos cuesta mucho fijar la mirada más allá. Quizás sólo la
poesía, la música, o el arte en general, sea un vehículo de trascendencia, de
apertura hacia lo definitivamente real, hacia la belleza y el gran misterio que
nos rodea. Una expresión suprema de ello es el Cántico al Hermano Sol de San
Francisco de Asís.
Francisco vivió en un pueblo asolado por la guerra,
sometido al arbitrio de los príncipes, amenazado por la introducción de un
comercio nuevo que empobrecía a artesanos y campesinos; un mundo de extrema pobreza,
enfermedad y miedo a caer siempre más bajo. Un día, al poner la vista en un Cristo
crucificado, Francisco escucha una voz que le dice: “reconstruye mi Iglesia”. Y
decide abandonar la riqueza y seguridad familiar para hacerse pobre, ponerse al
lado de los pobres y seguir a Cristo pobre. Se siente entonces inundado por una
súbita alegría, una infinita ternura para con los seres que encuentra en su
camino, para con la vida y la totalidad que lo rodea. Ese hombre despojado de
todo, se vuelve capaz de comulgar con todo, de hacerse todo, de estar con
todos. Es entonces cuando brota la alabanza, un cántico a la vida que se hace
permanente en él, y que culmina en momentos de extremo sufrimiento físico y
espiritual.
Era pleno invierno del año 1225, tenía 42 años y se
encontraba cercano a la muerte. Pide ser trasladado a una celdilla, la misma
que ocupó luego de su conversión. Allí yacía casi ciego; sin poder soportar la
luz del sol, ni la del fuego en la noche, padeciendo grandes dolores en los
ojos y en su cuerpo, cuya piel parecía adherida a sus huesos. Sus compañeros le
llevaban comida que casi no probaba. Una noche llama a un fraile y le anuncia
que se le había ocurrido una canción, “una alabanza a las criaturas del Señor,
de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir, y
en la cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador”. Los
frailes se apretujan para transcribirla, gracias a lo cual se conserva en su
dialecto de Umbría, aunque se desconoce la melodía del canto.
Omnipotente y buen Señor
a Ti la gloria a Ti el honor:
tú nos bendices en abundancia
y todo el pueblo te da las gracias.
Gracias te damos por las criaturas,
primero el sol en las alturas,
alumbra el día con su esplendor,
radiante imagen de Ti Señor.
Gracias te damos, Oh buen Señor,
pues Tú creaste la hermana luna,
y las estrellas claras y bellas
que son de noche presencia tuya.
Gracias te damos porque nos diste
las nubes llenas, el viento libre
y por la lluvia que cae en la tierra
todos los ríos ella alimenta.
Amado seas, oh Buen Señor,
la hermana agua y su valor,
preciosa y casta, humilde y buena;
toda semilla se nutre de ella.
Amado seas, Oh mi Señor,
el fuego
hermano nos da el calor,
nos ilumina robusto y fuerte
y nos convoca bello y alegre.
Gracias te damos por esta tierra
que es nuestra hermana y madre nuestra,
por ella andamos y es nuestro hogar,
produce frutos y nos da el pan.
Amado seas, oh buen Señor
por las personas que por tu amor
llevan sus cruces, dan su perdón
y en Ti reciben consolación.
También te alabe la hermana muerte
que a todos llega, callada o fuerte;
quien sepa amarte no morirá,
quien da su vida la salvará.
Bendito sea quien se hallará
en tu santísima voluntad;
bendito sea quien da la paz,
que a Dios, su Padre, complacerá.
La alabanza va siempre unida a la acción de gracias. Es
el despertar de una espiritualidad cósmica, propia de los pueblos originarios,
luego perdida para nosotros, pero hoy resurgente. Redescubrimos que no sólo
somos parte de la naturaleza, sino que somos “uno” con ella. Así sucede con el sol,
la luna, el viento y la lluvia, el fuego y el agua clara, la tierra hermana y
madre nuestra. Son las criaturas de Dios, sin las cuales no podemos vivir. Y es
El mismo que se hace presente a través de ellas. Son nuestros hermanos y hermanas,
que alegran y fecundan nuestras vidas. Es sólo cuestión de saber mirar. Incluso
a “la hermana muerte, que a todos llega, callada o fuerte”. Pues cuando la
muerte es acogida con simpleza, entrega y amor, se transfigura en vida nueva.
Al cantar el cántico a las criaturas, pienso que a
todos nos haría muy bien progresar en capacidad de contemplación y alabanza. Cuando
lo logramos, sentimos expandirse nuestra alma y experiencia, escapamos así de
nuestro estrecho mundo que nos limita y empequeñece. “Te alabamos, Señor, y te
damos gracias”. Dios no necesita que lo alaben; somos nosotros los que nos
elevamos hacia El. Cuando alabamos y agradecemos en conciencia y verdad,
expresamos una liberación, una cierta plenitud, alegría y confianza. Y a la
vez, un sentimiento de comunión, similar al que inspiraba a Francisco; un
atisbo de unión gozosa con El y con el Todo de nuestro universo.
Andrés Opazo
¿QUÉ PASARÍA SI JESÚS ESTUVIERA EN EL
CORAZÓN?
Si llevara a
Jesús en mi corazón podría ser una gran persona. Si la iglesia pusiera a Jesús
en el centro, como lo ha pedido el Papa Francisco, sería otra iglesia. Muy diferente. Si los sacerdotes chilenos, párrocos, obispos
o cardenales, que declaran colocar a Jesús en el centro de su quehacer, si lo
sintieran verdaderamente, actuarían de otra manera. La gente de Chile creería.
Las cifras serían otras porque hasta hoy, el 83% considera que la iglesia católica no es
honesta y el 95% cree que protege a sacerdotes acusados. Menos de la mitad de
los chilenos se declara católico. Y la cifra baja constantemente. Cae como en
un tobogán. Sin embargo, mantienen su
fe. Tienen esperanza.
¿Qué pasaría si
tuviera Jesús en mi corazón? Sería una inyección de vitalidad. Me generaría también
una gran convulsión. Por un lado, el regocijo de saberme amado y correspondido;
de poder conversar con él, de profundizar en su amistad. Me generaría paz y sosiego.
Pero a la vez, me llamaría permanentemente la atención para insistir en la
necesidad de preocuparme de los otros, de los débiles, de los abusados, de los
enfermos, de los ancianos, de las mujeres agredidas. Me diría que dejara mi
indolencia, que no me aferrara a mis privilegios, que aprendiera cada día más a
compartir. Que aprendiera a amar verdaderamente. Que fuera mejor persona. Que
me desprendiera de mis egoísmos. Que el pretexto de ser humano y equivocarme no
se transformara en una norma de conducta. Ciertamente me diría que me
transformara.
Si la iglesia,
compuesta por hombres y mujeres de carne y hueso, se centrara en Jesús tendría
que partir con su ejemplo. Y lo primero debiera ser la conversión personal de
sus miembros. Y lo segundo, un cambio radical
en su conducta institucional, comenzando por el ejercicio del poder y
autoridad. ¿Alguien podrá creer que un sacerdote abusador sexual, de conciencia
o poder ha tenido a Jesús en su corazón? Imposible. Pero hubo quienes les
protegieron, dicen sus víctimas. La superioridad les cambió de escenario, como
si eso fuera suficiente para que las conductas delictivas desaparecieran. Al
contrario, se multiplicaron.
Si el llamado
del Papa hubiere causado un impacto profundo en Chile, si verdaderamente hubiese
remecido la conciencia en todos los niveles de la institución, es probable que varios
miembros de la jerarquía estarían en segundo o tercer plano. Pero no es así. Se
cuidan. Algunos mantienen silencio incluso cuando deben declarar. Se escudan en
la legalidad y los derechos.
Nunca me
olvidaré cuando en una charla para padres, en un colegio de congregación
católica, una conocida psiquiatra
relataba que con frecuencia algunos papás le decían que estaban muy alarmados
porque algunos de sus hijos mentían. Qué podemos hacer, le preguntaban. Y ella,
con serenidad les decía que esos niños deberían cambiar de padres. Cambiar su
modelo de referencia.
¿Qué ejemplo da
la iglesia cuando defiende lo indefendible y no se hace cargo de sus
responsabilidades? Peor imagen imposible. ¿Será posible esperar un cambio real
si cada uno defiende su “parcela de poder”, en una institución piramidal y
jerárquica?
Muchos laicos
tratan se gestar en sus comunidades una nueva iglesia. Y con certeza también
centenares y quizá miles de religiosos están en la misma disposición. Ojalá
todos pudiéremos tener a Jesús en nuestro corazón. Para ser humildes y
servidores.
Rodrigo Silva
Comentarios
Publicar un comentario