IGLESIA. RECUPERAR SU VOCACIÓN EVANGELIZADORA

Andrés Opazo, a propósito de los conflictos de algunas de las autoridades de la iglesia,  hace un llamado para que tengan la disposición a “despojarse de privilegios para reafirmar su vocación de servicio al Evangelio, también entre los más humildes y sencillos. El retorno a la base de la comunidad eclesial después de ocupar un alto cargo, debería ser no sólo saludable y liberador, sino también testimonio de buena fe.”
Su reflexión apunta a la crisis de la iglesia, la que no se resuelve en el plano jurídico.  “Se precisa, indica,  de un retorno a la espiritualidad del Evangelio, de la que nunca debió extraviarse la Iglesia; una recuperación de su vocación evangelizadora según el ejemplo y el espíritu de su Maestro.”
De otro lado, Rodrigo Silva relata la experiencia de una reciente misa de “primera comunión”, en la que a su juicio sólo hubo formalidades y se perdió una maravillosa oportunidad para hablar del mensaje de Jesús y cómo vincularlo a la realidad de niños y jóvenes. En el Chile de hoy.
Como siempre, la invitación a ustedes para compartir criterios, debatir y profundizar en una conversación que nos enriquezca.


DE LA AUTOSUFICIENCIA A LA CONVERSIÓN AL EVANGELIO

El presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, el obispo castrense Santiago Silva, es uno de los obispos acusados por la justicia civil de encubrimiento de abusos sexuales. Con este antecedente, ha recibido el respaldo en su cargo de parte de los obispos, argumentándose el respeto debido a la presunción de inocencia. Si bien esta presunción de inocencia es aplicable a todo proceso judicial, su apelación por parte de la autoridad eclesiástica no resulta convincente. En este caso, no basta con el recurso jurídico; se necesita un espaldarazo en términos de credibilidad y legitimidad. Pues, dado un contexto en que dos cardenales y varios obispos son blanco de similar acusación, no parece suficiente un simple amparo en la legalidad. Tanto más cuanto que los dirigentes de la Iglesia han pedido perdón públicamente. Luce, pues, contradictorio reclamar ahora inocencia.

En otro momento, el obispo Alejandro Goic fue objeto de la misma denuncia ocasionada por la sospecha sobre el accionar de una organización delictiva en su diócesis. Su respuesta fue una renuncia inmediata a cargos eclesiásticos y su disposición a ser investigado.  Es lo esperable de un discípulo de Jesús que va con la verdad siempre por delante, humilde y desapegado de todo rango superior. Los católicos quisiéramos una similar actitud de parte del obispo Silva, así como de los cardenales Ezatti y Errázuriz; es decir, una disposición a despojarse de privilegios para reafirmar su vocación de servicio al Evangelio, también entre los más humildes y sencillos. El retorno a la base de la comunidad eclesial después de ocupar un alto cargo, debería ser no sólo saludable y liberador, sino también testimonio de buena fe.

Esta lamentable situación habla sobre la naturaleza de la presente crisis de la Iglesia. Es posible pensar que ella es de orden espiritual, de carencia de profundidad religiosa y evangélica. Una crisis que se arrastra desde tiempos remotos. Ya lo advertía el gran poeta español Antonio Machado en la década de los treinta, un creyente a pesar de todo, como muchos de hoy. “Si el sentimiento religioso estuviera muerto en España … medrados estamos, porque entonces, ¿cómo íbamos a sacudir el lazo de hierro de la iglesia católica que nos asfixia? Esta iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso seriamente religioso … Es evidente que el evangelio no vive en el alma española, al menos no se le ve por ninguna parte… Sobre la mezcla híbrida de intelectualismo pagano y espíritu patricio, erige Roma su baluarte contra el espíritu evangélico … Roma, un poder que ha tomado de Cristo lo imprescindible para defenderse de él”.[i]

En consecuencia, la crisis de la Iglesia chilena no se resuelve en el plano jurídico, como instrumento para la conservación del prestigio y la seguridad institucional. Sólo se la puede superar desde un impulso profundamente religioso, como lo señala Machado. Se precisa de un retorno a la espiritualidad del Evangelio, de la que nunca debió extraviarse la Iglesia; una recuperación de su vocación evangelizadora según el ejemplo y el espíritu de su Maestro.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para liberar a los oprimidos”. (Lucas, 4 18-19)

Al afirmar: “el Espíritu del Señor sobre mí”, Jesús advierte que lo que manifiesta en la sinagoga de su pueblo, no es algo como una ocurrencia propia, sino que transmite el proyecto de Dios para el mundo. Declara que ha sido enviado por su Padre para anunciar a los pobres la Buena Nueva. Y esta Buena Nueva es la liberación de los cautivos, la recuperación de la vista para los ciegos, la libertad a los oprimidos. ¿Cómo desearíamos los cristianos escuchar de nuestros pastores, palabras atingentes y capaces de replicar el anuncio de Jesús en nuestro lenguaje y en nuestra situación de vida? ¿Cómo podríamos traducir, nosotros los simples laicos, ese mismo consuelo y esa esperanza a los que nos rodean?

El de Jesús es, sin duda, un mensaje de liberación, de sanación, de vida buena y digna, que dirige a los más necesitados, a los que viven sumidos fatalmente en condiciones de opresión. Así como Jesús habló a la multitud abandonada de Galilea, así los cristianos de hoy podríamos tener en nuestra mente y nuestro corazón, a los millones de oprimidos, ciegos, mudos, enfermos, sufrientes y endemoniados de nuestro medio. Y entender que esa misma palabra se dirige también a cada uno de nosotros, en nuestra ceguera y sordera, en nuestra oscuridad y en las variadas formas de opresión que nos agobian.

La Iglesia, los pastores y el conjunto de los fieles, necesitamos volver al meollo de la espiritualidad del Evangelio, a una espiritualidad que, lejos de estar orientada al consumo en beneficio de uno mismo, o de la propia institución o comunidad, consiste en acoger en el corazón la energía del amor, en tratar de salir de uno mismo, para centrarse en la realidad del otro, del que se encuentra limitado, del sufriente, del enfermo, del deprimido, de aquel que permanece esclavizado a causa de otros o incluso de sí mismo.

Cuando adoptamos esta actitud espiritual, podemos decir como Jesús: “el Espíritu del Señor está conmigo”. El misterio de Dios ha sido derramado en nuestra mente y en nuestro corazón, en lo más íntimo de nuestra interioridad. Podemos entonces dar gracias, profundizar en nuestra conciencia; ser bienaventurados por gozar de la amplitud de mirada capaz de acceder a un pleno sentido de la vida.

Sabemos que éste es nuestro proyecto, algo muy difícil de realizar debido a nuestras carencias y debilidades; estamos muy lejos de ser como Jesús, el único capaz de dar su vida por los demás. Pero creo que lo que realmente se nos pide es ponernos en marcha, caminar con la mirada siempre puesta en una meta tan distante. Fallamos, nos caemos, pero nos ponemos de pie y recomenzamos. Entonces podemos suplicar humildemente: “Voy, Jesús, siguiendo tu camino, dame tu mano, tu espíritu me guíe, sostén mi caminar”. Es lo que cantamos en Los Perales.

Andrés Opazo


[i]  Citado por José Ignacio González Faus en Calidad Cristiana.


CÓMO Y DÓNDE VER A JESÚS


La capilla se llama Sagrados Corazones. Está en Cerillos, una zona de Curacaví. En el campo. En el lugar todo está preparado para la primera comunión de un grupo de niños, del orden de quince, y cuatro jóvenes. Es un domingo  de mediados de noviembre, a las diez de la mañana. Está repleta. Calor de primavera con un verano que se acerca, agobia y se repliega, Papás, hermanos, tíos, abuelos primos y amigos de las familias. Los más cercanos, como ocurre en una celebración de este tipo. Todos se han preparado durante dos años. Dos años. Es un tiempo mayor. Encuentros periódicos con los catequistas. Tiempo para reflexionar sobre el significado de este sacramento. Para que cada uno, de acuerdo a su edad, llegue en plenitud de conciencia sobre su significado y la importancia que podría tener en el fututo de su vida. Y ese es un rol clave de quienes preparan.
Se nota que el sacerdote es querido. Canchero. Domina al auditorio. Toda gente de la comunidad de Curacaví.  Pregunta con naturalidad para que los feligreses respondan y se sientan partícipes. Preguntas y luego respuestas a coro. Hay contacto. Todo bien  hasta cuando comienza su prédica. Aun cuando todo lo recalca desde el saludo inicial. Cuando estamos reunidos en el día más importante de la vida para estos niños y jóvenes, porque recibirán por primera vez a Jesús en su corazón. Así lo dice y lo repite una y otra vez. También se dirige con especial atención a los padres, quienes tienen la tarea de acompañar a sus hijos y darles el ejemplo, convivir con Jesús en su casa, permanentemente. También lo repite varias veces.
Se lee el Evangelio del domingo. Lo hace el diácono.

Marcos 13:24-32
24 «Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor,
25 las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas.
26 Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria;
27 entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
28 «De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca.
29 Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que El está cerca, a las puertas.
30 Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda.
31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
32 Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.

Y el sacerdote vuelve a lo central de la primera comunión, recibir a Jesús en el corazón, el que le acompañará a cada uno el resto de sus vidas. Porque este es sólo el comienzo. Porque Jesús estará siempre. Y hay que reconocerlo. Los niños y jóvenes tendrán ese privilegio. Todo bien. Pero sigo esperando una referencia del impacto que tendrá Jesús en cada uno de esos niños y jóvenes. Que significa su presencia, que significa su mensaje. De qué manera Jesús nos transforma la vida cuando nos convoca a amar, a centrarnos en quienes tienen necesidades. En los desposeídos, en los enfermos, en los hambrientos, en los que sufren. En los humillados de cualquier condición.
¿Dónde reconocer el rostro de Dios? 

Afortunadamente, el joven Christopher Alejandro, por quien nosotros participamos de esa celebración conoció del amor y la entrega de sus padres, especialmente con dos adultos mayores, a quienes sirvieron y cuidaron durante los últimos ocho años de su vida. Lo hicieron inicialmente como parte de sus obligaciones. Pero luego cruzaron largamente la frontera de sus responsabilidades formales para transformarse en personas que entregaron amor y compasión sin límites. Eso lo aprendió ese joven porque lo vivió por varios años, desde pequeño. Un ejemplo de amor. Allí estaba Jesús. Pero eso no lo dijo el sacerdote. Quizá lo insinuó tímidamente, pero fue como una brisita suave e imperceptible. Se perdió, a mi juicio, la maravillosa oportunidad de poner a Jesús en medio de nosotros, de forma concreta y tangible. Y decirles a los niños y jóvenes la forma en que cambiará su vida cuando lo vean y sean parte de la vida y del mensaje de Jesús en el amor a los otros, despojándose de sus egoísmos y centrando la mirada en quienes necesitan de nosotros. Quizá los catequistas lo hicieron durante la preparación de dos años. Pero el domingo no se escuchó. Y era la gran ocasión. Perdida.

Rodrigo Silva 

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