EL AMOROSO RETORNO DE LA MUERTE

La muerte es un tema de cada día, de cada minuto, como la vida. Entender la muerte como un desprendimiento total. A eso nos invita Andrés Opazo en esta primera entrega de marzo, ya retomadas las riendas del año. Desprendimiento “tanto de los bienes terrenales y del aprecio externo, como de la íntima sujeción al propio ego”
“Es que el silencio de la muerte nos anima a tornar los ojos hacia la vida … Para la fe cristiana el sentido es más explícito: la vida es un don, el regalo de un Dios que nos ha llamado a la vida por amor y que nos espera en la plenitud del amor. Creemos entonces en que la muerte puede ser un amoroso retorno.” Una reflexión lúcida y humana, Imperdible.
Y por otro lado, Felipe Barriga nos relata brevemente la experiencia de un método – ver, juzgar y hacer- para desarrollarnos como comunidad cristiana. Para analizar nuestra vida y los temas que nos preocupan. Para crecer como seres humanos en la búsqueda permanente de una vida plena. Para contribuir al cambio de nuestra iglesia desde la experiencia más directa. Y también para animar a otros por estos caminos.

LA LLEGADA DE LA HERMANA MUERTE

En días pasados falleció un primo muy querido, aun joven y lleno de ilusiones. A los pocos días, uno de mis hermanos fue sometido a una operación de graves complicaciones; nos preparamos para su partida, pero se recuperó satisfactoriamente. En ambas circunstancias me vi enfrentado al misterio de la vida y de la muerte.

Cuando asistimos a un funeral, lo primero es acompañar el dolor de la familia, compartir emocionalmente su duelo en solidaridad espiritual. Pero, en ese mismo estado de ánimo, la atención, fijada inicialmente en los deudos, se desplaza hacia otro horizonte: uno no puede dejar de interrogarse por el sentido de una realidad tan desbastadora como la muerte.

Mi primo amaba la vida, esperaba disfrutar por mucho tiempo de sus hijas, nietos y familia, de su campo y de sus caballos, del canto y la guitarra. Eso era lo que se recordaba frente el ataúd. Una misteriosa paradoja: la propia ceremonia fúnebre versaba sobre la vida; era una auténtica celebración, un memorial de mi primo presente en el recuerdo, de la vitalidad por él irradiada, del amor y alegría contagiada. Es que el silencio de la muerte nos anima a tornar los ojos hacia la vida. No es que a ella se la ignore. Pero muerte y vida están íntimamente entrelazadas; no hay vida sin muerte, ni muerte sin vida; la una remite a la otra.

Aun en las ocasiones más traumáticas, no podemos sino celebrar la vida. En todas las culturas y religiones, la muerte ha sido asumida como un tránsito hacia un estado superior; uno nunca muere del todo. “La vida es más fuerte”, se lo ha dicho en diversos contextos. Para la fe cristiana el sentido es más explícito: la vida es un don, el regalo de un Dios que nos ha llamado a la vida por amor y que nos espera en la plenitud del amor. Creemos entonces en que la muerte puede ser un amoroso retorno. No obstante, el racionalismo y el utilitarismo que impregnan nuestra cultura, no concuerdan con esta aparente ingenuidad; así, se ha operado un reduccionismo mutilador, sea como fatalidad ante la finitud humana, sea como negativa a hacerse cargo de preguntas inútiles. Pero llegará el momento de la gran sorpresa, y de una gratuidad inimaginable. Uno se pone en paz con uno mismo sólo para morir; lo decía Unamuno.

Con la muerte de un ser querido uno mira de soslayo su propia muerte; ya me tocará a mí, especialmente si me encuentro en edad avanzada. Tomo conciencia de mi inexorable destino que ya se perfila en la decadencia corporal. Los músculos de mis piernas ya no me sostienen con la misma agilidad; mis energías vitales ya no son las mismas; disminuye la luz de mis ojos y mi vista se empaña; no escucho bien las conversaciones, me cuesta cada vez más encontrar palabras que rondan en mi mente, o recordar los nombres de mis amigos. Y quizás algo más difícil de aceptar: ya no soy la persona exitosa, destacada y apreciada que creía ser. Ya no soy útil y productivo, ni en lo económico, ni en el aporte a la sociedad; ya no soy importante ni reconocido; mi tiempo ya pasó y ahora les toca a otros. Algunos viven este proceso de disminución con cierta amargura que puede llegar a la depresión.

Pero también es posible entrever este proceso de otra manera: como un despojo previo a una humanización y realización más profunda, como una invitación a centrarse en lo esencial, a redescubrirse a uno mismo, no para ensimismarse, sino para lo contrario, para mirar en forma renovada hacia el mundo y hacia los otros. Es el momento del desprendimiento total, tanto de los bienes terrenales y del aprecio externo, como de la íntima sujeción al propio ego. Un desprendimiento liberador, que hace libre el ánimo para poder abrazar a la muerte como la hermana mayor, de cuya mano transitamos hacia una vida definitiva. Es la hora de la pobreza radical, la que para San Francisco es “la perfecta alegría”. Pobres, desprovistos, humildes, dependientes de otros, incluso expuestos a la humillación. Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos.

Pero la resolución de esta disyuntiva entre frustración y liberación no es algo sencillo y natural. Es producto de una lucha interior, de una auténtica agonía en el sentido original del término, que en griego antiguo significa justamente lucha, confrontación. Somos esencialmente luchadores, no agónicos en el sentido terminal, sino agonistas, protagonistas o antagonistas. Una agonía que vivimos todos, sea más intensamente, sea en forma más atenuada. Ello depende de la profundidad con que la dialéctica entre vida y muerte la hayamos enfrentado en lo cotidiano. Pero la resolución definitiva tiene lugar en el momento del gran silencio y de la soledad más radical. Y esa lucha definitiva, la genuina agonía, la libramos solos. En lo más determinante de nuestra existencia permanecemos solos, a fin de hacer posible el cara a cara, sin público alguno, entre el yo desprendido del ego, y la fuente de toda vida a la que llamamos Dios. En esa soledad vivida por mi primo pensaba yo al mirar el féretro rodeado de flores que contenía su cuerpo. El ya no estaba allí. Ya había pasado por el íntimo encuentro con el Padre que lo creó y le dio a probar el amor.

El hombre Jesús de Nazaret vivió dramáticamente una similar agonía. La noche previa a ser detenido para ser torturado y luego crucificado, fue acosado por un miedo atroz en el Huerto de los Olivos. Pidió a sus discípulos acompañarlo en esa hora, pero ellos fueron vencidos por el sueño: “¿no habéis podido velar una hora conmigo?” Jesús también quedaba sólo con una angustia de muerte. Anteriormente, cuando cenaba con sus amigos, ya fue presa de esa angustia. En efecto, al decirles que el grano de trigo debía morir y ser enterrado a fin de dar fruto, también les confesaba: “¡Siento en este momento una angustia terrible! ¿Y qué voy a decir? ¿Diré: “Padre líbrame de esta angustia”? Pero precisamente para esto he venido. Padre, ¡glorifica tu nombre! (¡que se haga tu voluntad!) (San Juan XII, 27-28) Los evangelios cuentan también que, colgado y sometido al suplicio de la cruz, exhaló un fuerte grito: ¡Padre! ¿Por qué me has desamparado? Pero luego, y a pesar de todo, antes de morir se le oyó musitar: ¡Padre, en tus manos entrego mi espíritu! Una expresión de su total abandono y confianza ante lo incomprensible de su voluntad. Así resolvía su agonía.

Nadie escapa, pues, de una lucha interior, de una agonía definitiva: entre un aferrado apego a la vida, y una disposición a entregarla en un gesto de total confianza. “El que ama su vida la perderá; el que la entregue, la guardará”. Algunos han ido madurando este desafío ineludible durante el curso de su existencia, para llegar a la muerte reconciliados y en paz.
Otros deben encontrar esa definitiva paz en la soledad del último momento. Ojalá seamos de los primeros.

Andrés Opazo

VIVIR NUESTRA FE EN COMUNIDAD

Se nos invita a soñar y realizar una Iglesia que sea “Comunidad de Comunidades”.   Lo cual requiere que existan numerosas “Comunidades Cristianas de Base” para acoger y entregar formación y apoyo a quienes quieran vivir su vida cristiana en una nueva eclesialidad.
Ya veremos qué pasa con la cúpula clerical de la actual Iglesia del poder y el control.

En nuestra Comunidad quisimos avanzar en nuestra formación recuperando y revalorizando un antiguo y siempre vigente Método para nuestra Revisión de Vida: Ver, Juzgar y Actuar, o Ver la realidad; Discernir o Juzgar esa realidad desde el Evangelio; y poner nuestro empeño en Hacer o Realizar los cambios necesarios en nuestra vida y en nuestro medio para hacerlos más cristianos, para hacer presente ahí el Reino de Dios.

Como toda Comunidad Cristiana, damos por evidente que nuestros principales recursos para la reflexión y la acción son el Evangelio y la Oración. Por lo mismo,  así comenzamos nuestro Encuentro con Dios y con los hermanos. Un momento de silencio profundo para tomar conciencia del momento de gracia que estábamos a punto de vivir. Una sentida presencia del don del Espíritu de Jesús.

Con esa certeza entramos en el primer paso, el VER: varios de los  que ahí estábamos presentamos un Hecho de vida que nos preocupaba.  No fue sólo un desahogo, sino un muy importante momento fraterno de confianza y Fe.

Escuchamos temas tan reales y complejos como:
-        En la presente gran crisis de la Iglesia Católica, a algunos les ha tocado ver la perplejidad y confusión de hijos que quieren vivir en pareja y ya no quieren nada con la Iglesia, pero quieren celebrar su experiencia de amor y la gran alegría de iniciar juntos una nueva vida.  ¿Cómo  los padres podríamos ayudar de alguna manera, apoyando y respaldando, sin interferir?
-        Otra preocupación y fuente de perplejidad nos presentaron desde quienes sufren los efectos devoradores del sistema capitalista de mercado que se nos ha impuesto.  Los precios suben hasta la asfixia y no tenemos ninguna posibilidad de defendernos: los poderosos cuentan con toda la fuerza de la ley y la actual institucionalidad económica.  
En ambos temas, como era de esperar, quedó tarea pendiente.

Pero ya vimos que es un método que funciona, que facilita el pensar y el intercambiar experiencias.

Esto ocurre en un encuentro fraterno de búsqueda con fe y esperanza: la referencia a la Biblia, especialmente al Evangelio de Jesús, nos anima y fortalece en nuestro caminar.
Confiamos en que este Método nos ayude a fortalecer nuestra Comunidad y a hacer más cristiana, más justa y amable nuestra convivencia ciudadana.

Felipe Barriga

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