CAMBIEMOS LA IMAGEN DE DIOS

El sacerdote Alvaro González nos invita “a dar un paso y gustar de un Dios que acoge, que perdona, que su gozo es estar con nosotros, que le importa que vivamos con alegría”, a propósito del Evangelio del cuarto domingo de Cuaresma. Por su parte, Andrés Opazo reflexiona sobre la espiritualidad y las urgencias del mundo e indica que una tensión penetra  “toda espiritualidad cristiana, es decir, la que se pretende a la siga de Jesús, el Cristo. Ella no puede sino estar traspasada por un permanente ir y venir entre el legítimo cultivo del espíritu, y la mirada al sufrimiento humano, al de la persona que lo padece.”
Finalmente, Rodrigo Silva se interroga sobre lo que a su juicio es el abuso que se hace de la misericordia de Dios, utilizada casi como un pasaporte del abuso.
Temas que nos invitan a la revisión de nuestra vida en el tiempo de Cuaresma. Para compartir, disentir y enriquecernos.


ESPIRITUALIDAD Y URGENCIAS DEL MUNDO

La existencia a la vez estresada y ramplona a que nos fuerza a menudo la sociedad actual, y que la mayoría vive en la inconsciencia o en el fatalismo, impulsa a muchas personas a buscar espacios o momentos de espiritualidad. Yo percibo la espiritualidad como una salida de lo cotidiano, de lo distractor, para asomarse a lo permanente, a lo definitivo, a lo verdaderamente importante. Un instante de reposo de la conciencia en busca de sentido. Cuando la espiritualidad se la vive entre personas creyentes, cualquiera sea su religión, se la entiende como un encuentro con Dios, como comunión con todos y con todo.

Allí encontramos una profunda gratificación, un estado de ánimo elevado que nos conforta para enfrentar lo cotidiano: grandes o pequeñas alegrías, pero también tedio, frustraciones, luchas, malos entendidos… Hay caminos religiosos que inducen incluso a la huida del mundo para gozar del reposo definitivo en el Bien Supremo. Pero los que seguimos en el mundo, vemos en la espiritualidad una suerte de resistencia.

Los cristianos, paradojalmente, cuando creemos acomodarnos y hacernos un sitio en el disfrute del espíritu, somos con frecuencia perturbados. En efecto, si uno entiende cabalmente el significado del Evangelio, y toma en serio la vida y las palabras de Jesús de Nazaret, no puede aspirar a un tranquilo reposo en la interioridad personal. Jesús fue un hombre profundamente religioso; pasaba noches enteras en oración, en unión ininterrumpida con Dios, su Padre. Pero de día recorría las aldeas de Galilea sanando a los enfermos, acogiendo y consolando a los maltratados, predicándoles la buena noticia de que a ellos había llegado el reino de Dios. Demostraba así que la voluntad de Dios no contemplaba exigencias imposibles para gente inculta y urgida por la vida, como el cumplimiento de la ley, las purificaciones y sacrificios en el templo. Dios pedía una vida atenta a los otros, a los más desfavorecidos. Su único mandamiento era el amor, la disposición para alejar el sufrimiento de la vida. Su misión era la de anunciar una buena noticia, y a la vez, denunciar la injusticia y la insensibilidad humana.  Bienaventurados los pobres… Ay de vosotros los ricos.

Una tensión penetra, pues, toda espiritualidad cristiana, es decir, la que se pretende a la siga de Jesús, el Cristo. Ella no puede sino estar traspasada por un permanente ir y venir entre el legítimo cultivo del espíritu, y la mirada al sufrimiento humano, al de la persona que lo padece. Una tensión entre dos polos: no se puede entrar en comunión con Dios sin entrar en comunión con el hermano. “Si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso” (San Juan. Primera Epístola IV, 20). Esto no es pura teoría, sino una praxis aprendida de Jesús. El demostró en su vida concreta, con sus acciones y su palabra, que la comunión con Dios es inseparable de la comunión con los pobres, los sufrientes, los últimos, los nadie. El meollo del Evangelio nos cuestiona en todo momento a los cristianos.

Ello se encuentra bien reflejado en el Magníficat, el canto de María. Es un canto de alabanza y gratitud: “Mi alma engrandece al Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. María se maravilla ante el designio amoroso de Dios, que la inunda de gozo. Pero al mismo tiempo, se asombra de que esa maravilla experimentada en su alma sea tan concretamente humana, pero, sorprendentemente, opuesta a nuestros criterios de valor y de importancia.

“Desplegó el poder de su brazo
Y deshizo los proyectos del soberbio corazón.
Derribó de su trono a poderosos
Humildes ensalzó.
Colmó de bien a los hambrientos,
A los ricos rechazó”.

El canto de María no se despliega en las alturas del vuelo espiritual, sino en la cruda realidad terrestre. El contraste entre los poderosos y los humildes no son aquí entelequias de la mente ni suspiros sentimentales. Los poderosos son los que efectivamente controlan el poder sobre la vida de los seres humanos, y la condicionan mediante sus decisiones en el ejercicio del poder social, o sea, gracias al control político. Son personas e instituciones concretas. Recuerdo que, al asistir hace poco al funeral de un familiar muy exitoso en el campo financiero, persona muy estimable y querible en sí misma, me vi rodeado de los que manejan la economía y el país, los realmente poderosos: ministros de Estado, gerentes de las grandes empresas, habitantes de los barrios exclusivos, gente de vida regalada y consumo suntuario. No me corresponde emitir juicios sobre sus conciencias, eso lo sabe sólo Dios. Pero, objetivamente, el ejercicio de su poder es la causa de las carencias y frustraciones de multitudes que escasamente satisfacen sus necesidades básicas.

Por su parte, los humildes del Magníficat no son los modestos, sencillos y carentes de ambiciones, sino los humillados y oprimidos de nuestra sociedad real. Son los sometidos a una vida que no desean y de cuyas condiciones reales desearían escapar. Con lo que aquí afirmo, expreso una apreciación política. Es de suyo evidente. Pero no hago más que tratar de inspirarme en el ejemplo de Jesús, quien en su tiempo conmovió el trono de los poderosos y se puso del lado de los humildes. Ello implicaba una opción política, razón por la cual fue ejecutado como un malhechor, peligro público para los intereses del César y del Templo, los realmente poderosos.

Fiel seguidor de Jesús fue el padre Esteban Gumucio, hombre de Dios, corazón abierto, sensible y acogedor. Desde su población marginal de Santiago se preguntaba en Cuaresma: ¿Cómo han podido los ricos llevar el viento a sus molinos, el agua a sus piscinas, el trigo a sus graneros, el vino a sus bodegas, las flores a sus jardines, el pan a sus mesas, y la palabra a sus medios de comunicación? El control de estos medios, es decir, un instrumento de poder, les permitía obviamente lo otro.

Al comienzo de esta página me refería a la tensión espiritual a la que uno se ve sometido por el mensaje de Jesús. Ello es efectivo, pero no lo es todo. Efectivamente, cuando hablo de la pobreza y de justicia, no dejo de pensar en que yo no soy pobre, sino un privilegiado en la sociedad. ¿Qué hacer? Me es causa de permanente cuestionamiento. Pero ello ¿debería inhabilitarme para decir lo que creo verdadero y escandaloso. Tal como le ocurría al padre Esteban, algunos lectores de mis páginas me han expresado el reproche: “sería más valioso lo que escribes si no te metieras en cuestiones ideológicas y políticas”. Quedaría muy bien ante mi público si renunciara a mirar a Jesús.

Andrés Opazo


CAMBIAR LA IMAGEN DE DIOS

4º Domingo de Cuaresma  2019

Presentamos la reflexión del sacerdote Alvaro González sobre la parábola del Evangelio acerca de la conversión del hijo pródigo, en el cuarto domingo de Cuaresma. Una visión lúcida y cercana para comprender el amor de Dios y la necesidad de cambiar nuestra imagen.

·         El texto del Evangelio tenemos que leerlo con los ojos del corazón para gustar cada frase y encantarnos. No hay otra manera para entenderlo y descubrir cómo es el Dios de Jesucristo.

·         Necesitamos con extrema urgencia cambiar la imagen que tenemos de Dios grabada en nuestras entrañas. Cada uno tiene una idea, una imagen muy personal de Dios, que se ha formado a lo largo de los años influidos por nuestra cultura, por nuestra familia y la catequesis recibida, por lecturas y experiencias personales que hemos hecho. 

·         Tenemos que desechar la imagen de un Dios exigente, que juzga con dureza, que amenaza a quienes no obedecen. Tenemos que dar  un paso y gustar de un Dios que acoge, que perdona, que su gozo es estar con nosotros, que le importa que vivamos con alegría.

·         Hoy pongamos nuestra atención en el Padre, en lo que hace y dice. El es el protagonista de esta parábola. Le preocupa la suerte de sus dos hijos, le importa que descubran que su amor por ellos es sin medida y para siempre.

·         Los invito a guardar en sus entrañas dos frases inolvidables para poder cambiar nuestra imagen de Dios:

·         “El Padre vio de lejos a su hijo que volvía, se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”.

·         No es el hijo que vuelve a casa, es el Padre que se conmueve, que sale corriendo con los brazos abiertos a su encuentro, lo abraza y lo besa.
No le preocupa como su hijo se había comportado con El, le preocupa mucho más que recupere la alegría de vivir, que recupere la dignidad perdida.

·         La mirada llena de compasión y de bondad del Padre, ayer y hoy, es la que salva, la que sana y da vida nueva. Sólo Dios nos puede mirar así. Nos acoge y cuida a los que nos hemos perdido en el camino y tenemos ganas de volver a su casa, a los brazos de Dios, nuestro Padre.

·         “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”.

·         Lo propio de Dios es su misericordia y el perdonar. Le preocupa que su hijo no siga muerto, que siga perdido en la vida.
Su perdón nos ofrece una nueva oportunidad para aprender a relacionarnos con las cosas y con los demás.
Sólo El conoce y acoge lo que habita en nuestras entrañas, nuestro verdadero ser, lo que hay de hermoso y lo que hay de imperfecto y de engañoso. Quiere que una y otra vez recuperemos vivir como hijos y como hermanos.

·         Es tan grande el gozo de re-encontrarlo que al abrazarlo, casi no escucha las explicaciones del hijo.
Su corazón esta pleno y manda a hacer fiesta con comida abundante, con canto y con baile, para celebrar el estar nuevamente con su hijo y compartir cada día de la vida.

·         El camino de Cuaresma que vamos haciendo nos invita a convertirnos,  a dar pasos para descubrir como en cada uno de nosotros está presente el hijo pródigo y el hermano mayor simultáneamente, el que se aleja y el que permanece, pero ninguno de los dos saben reconocer el amor del Padre por ellos.

·         Nos queda un largo camino por recorrer en el proceso de ser cristianos. Dios necesita de nosotros para hacerse presente en nuestro tiempo, nos necesita como especialistas en reconciliación, en re-encuentros, en crear cercanía, con corazón de Padre.

Amen
Alvaro González


EL ABUSO DE LA MISERICORDIA

Me preocupa la misericordia de Dios. ¿Parece extraño, verdad? En realidad lo que me exaspera es que muchos ven en ese Dios del amor una oportunidad permanente para desarrollar comportamientos delictivos y, a la vez, sentirse perdonados. E incluso impunes. Pero claro, ustedes dirán que hablamos de planos completamente distintos. Y lo son.

¿Qué tendría que ver Dios con un abusador en el seno de la iglesia? Nada, salvo que el abusador se siente siempre perdonado y querido. Se libera por la misericordia de Dios. Casi diría, se absuelve a sí mismo, en el caso de un sacerdote que tiene la capacidad de engañar a otros, ponerlos a su disposición, aprovechar sus debilidades y, además, hacerles sentir culpables si no responden adecuadamente a los requerimientos de quien se siente un “verdadero Dios en la tierra.”  Y para los débiles, confundidos y necesitados de amor y protección, el abusador es casi un camino al cielo. Lo más próximo a dios. O al infierno, cuando pasa el tiempo,  como lo han reconocido años después, muchos años después, los abusados.

Por eso es tan importante lo que está haciendo el Papa, que probablemente siempre sea percibido como insuficiente. Manuales, protocolos, reuniones con víctimas, con todos los representantes de las conferencias episcopales, para combatir la cultura del abuso. Porque en realidad, el Papa ha sido muy duro y categórico. Faltará ver los cambios en el mediano y largo plazo. Con mucha paciencia como también lo dijo.

El abuso físico, de poder o de conciencia me impacta mucho en el caso de la iglesia –porque cualquier inocente hubiera pensado que esta es una institución conformada por hombres buenos, moralmente probos y confiables- . Hombres que de pronto comienzan a descubrirse con todas las debilidades o perversiones propias de cualquiera.  Hombres en los que familias enteras confiaron por años.  Que recibieron a niños y jóvenes en colegios y que participaron con ellos intensamente en su vida. Para luego develarse. Las consecuencias las estamos viendo ahora.

El abuso pareciera estar presente en todos los estamentos de la sociedad. No es sólo un tema de iglesia. O de colusiones. Sé que no es un gran descubrimiento. Más, me preocupa qué pasa con nosotros, miembros de esta iglesia, sobre todo en este tiempo que nos llama a la conversión. ¿Qué pasa cuándo nos sentimos siempre perdonados? ¿Cuál es el cambio en nuestra conducta al ser bendecidos siempre por el amor de Dios? ¿Cuál es la “penitencia” salvadora? ¿Solo nuestra propia conciencia? Esa intimidad en la cual nos cobijamos y nos explicamos a veces con benevolencia nuestras conductas.

Pienso en aquellos que pagan salarios indignos y no reconocen el valor del trabajo,  y más bien se sienten salvadores porque solo dan oportunidades en sus empresas. Eso al parecer ya los liberaría de sus responsabilidades. Eso también es abuso. Ojalá no se sirvieran de la misericordia de Dios sino más bien lo recibieran en su corazón para desarrollar una nueva sensibilidad. Cuan egoístas somos, cuan arbitrarios, cuan insensibles. Cómo acomodamos los valores para cubrir parte de la realidad. De esa que no nos gusta ver o que sea vista por otros.

Nuestra iglesia, estoy seguro, tiene entre sus miembros a sacerdotes maravillosos, a hombres que han dado su vida para seguir a Jesús. Que lo han tenido siempre en el centro. Y los seguirá habiendo. Orgullosos de ellos. Pero hay una institucionalidad que al parecer debiera ser profundamente transformada para que el abuso no se enquiste.
Rodrigo Silva 

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