ENFRENTANDO LA MUERTE
En esta entrega Andrés Opazo nos habla en primerísima persona al abordar la muerte y la vejez. ¿Qué significa, como enfrentarla? De qué modo aprender a vivir con la conciencia del límite. Dice. “Confianza en un Dios que me creó, que me ama y desea lo mejor para mí. Entonces me puedo poner en sus manos y entregar mi vida como Jesús: en tus manos encomiendo mi espíritu. Por eso aspiro a la lucidez en el momento de mi muerte, para morir orando.”
Por su parte, Rodrigo Silva relata una experiencia reciente vivida en Punta Arenas, a partir del contacto con dos sacerdotes que hacen de su misión un servicio y que viven en profundidad la relación con sus comunidades. Hombres críticos y que también levantan la voz para denunciar y presagiar una nueva forma de ser iglesia.
MIEDO EXISTENCIAL
No es mi ánimo abordar aquí el tema al modo filosófico o psicológico. El
tema desafía a los especialistas. Yo lo hago en forma modesta pero personal, en
respuesta directa y espontánea a preguntas que se me han formulado: sobre mis miedos,
a la vejez, a la muerte, las que se asocian con el debatido tema de la
eutanasia. No se trata, pues, de los pequeños miedos de cada día, sino de un
miedo existencial, ligado quizás a la responsabilidad de ser libre en las
propias decisiones, o a lo inevitable de un destino final.
He perdido la visión de un ojo. Sería entonces pertinente que se me
preguntara si tengo miedo a la ceguera total. Yo no puedo dejar de ponerme en
esa situación, pero lo que experimento no es propiamente un miedo, sino que me
planteo ante esa posibilidad amenazante de otra forma. Sin duda, la ceguera es
una disminución inconmensurable. Pero me fuerza a prepararme para enfrentarla
de modo consciente, con la esperanza de llegar a conformar mi vida en base a
otros estímulos y, sobre todo, a reconstruir mis relaciones afectivas y humanas
vitalizando otros sentidos, como el oído y el tacto. Sería mucho más
dependiente de mi entorno inmediato, pero podría escuchar música, estrechar las
manos y abrazar a las personas que quiero. Estoy seguro de que existen muchos
ciegos que llevan una vida satisfactoria y útil.
Se me pregunta también si tengo miedo a la vejez. Respondería en primer
lugar, que ya soy viejo, que ya comenzó mi decadencia física, de mi energía y
rapidez mental. Lo que realmente temo es a la invalidez. Recuerdo el texto del
evangelio de San Juan, en donde Jesús le advierte a Pedro: “cuando eras joven,
tú te vestías e ibas a donde tú querías ir; pero cuando seas viejo, otros te
vestirán y te llevarán a donde tú no deseas ir”. Es la ley de la vida. Tal como
en caso de la ceguera, ante una realidad que se nos impone y no nos deja
alternativas, lo sensato es la aceptación, el desprendimiento de la iniciativa
propia, con ello el retroceso del ego, para dar la bienvenida a la pobreza más
radical. Estaría más dispuesto para subir a bordo, ligero de equipaje, como los
hijos de la mar. (Machado)
Quizás la pregunta central apunta al miedo a la muerte, a la muerte
definitiva. Yo diría que tengo miedo al trance de la muerte. En primer lugar,
al sufrimiento físico que la antecede y la acompaña. También tengo miedo a la
inconsciencia, quisiera estar plenamente lúcido en el momento de mi muerte.
Pero, a pesar de ello, presumo la posibilidad de un temor existencial; un temor
a lo desconocido que me espera: ¿será cierto lo que he creído toda mi vida? Es
la hora en que se enfrenta el gran enigma, el Misterio de la vida, con temor y
temblor. Yo soy un hombre de fe, pero la fe no confiere certezas ni anula a la
razón. Pero es realmente poderosa y eficaz en otro ámbito de la existencia: el
de las convicciones profundas, de la afirmación de la vida, dimensión de lo
humano que se asienta en el campo del sentido último, de la voluntad de ser,
que conduce a una total confianza. Confianza en un Dios que me creó, que me ama
y desea lo mejor para mí. Entonces me puedo poner en sus manos y entregar mi
vida como Jesús: en tus manos encomiendo mi espíritu. Por eso aspiro a la
lucidez en el momento de mi muerte, para morir orando.
La interrogación sobre la muerte no se agota en lo personal o individual.
Se vuelve dramática en el caso de personas que, debido a un sufrimiento
insoportable o a un sinsentido radical, se deciden por el suicidio o la
eutanasia. Es preciso aquí anteponer a todo juicio, la situación de extrema
angustia, sufrimiento o depresión padecida por la persona.
Respecto del suicidio, su condenación no proviene de las fuentes de la fe
cristiana, de los evangelios o la biblia en general, sino de leyes humanas
asumidas abusivamente como divinas por la Iglesia que, durante siglos negó
sepultación religiosa a los suicidas. Son muchas las situaciones en que se ha
preferido la muerte a renunciar a valores superiores: el que en plena tortura
opta por morir antes que delatar a un compañero; el padre que muere para salvar
a su hijo que se ahogaba, la mujer que prefiere la muerte ante que ser violada.
Estas son muertes voluntarias, elocuentes como testimonio de que la vida
biológica del individuo no es el valor supremo. El filósofo marxista Roger
Garaudy nos relata que había decidido su muerte luego de ser expulsado del
Partido Comunista francés por su diálogo con los cristianos. Pero debía cumplir
un compromiso con tribus africanas. En su visita a ellas, encontró tal calidad
de convivencia humana, que le devolvió el sentido para vivir. Otra es la
situación en donde un sufrimiento insoportable conduce a una muerte liberadora.
También es el caso de la eutanasia, la muerte misericordiosa. Su rechazo en
la legislación de la mayoría de países, no deriva de la más mínima sensibilidad
humana, sino de un prejuicio filosófico originado, según creo, en la herencia
estoica incorporada por la Iglesia a su doctrina. Lo propio de esta vertiente
es el respeto por lo natural; la naturaleza, incluso la humana, es intocable.
En contraste con una legislación que sacraliza la vida en su sentido biológico.
Ya no se trata de biología sino , la eutanasia puede ser un supremo gesto de
amor, de compasión, lo único realmente sagrado de una vida específicamente
humana. Desde la aparición de la modernidad, el hombre se ha ido emancipando
progresivamente de coacciones religiosas. Ya no se atribuye la responsabilidad
de todo a Dios, sino que la asume el ser humano en el ejercicio de su libertad.
Tanto para fijar el momento de engendrar una nueva vida, como para el momento
de la muerte, en la expectativa de morir consciente y dignamente, acorde con la
dignidad humana.
Si se alude a una legítima emancipación respecto del poder de la religión,
es porque ésta se encuentra íntimamente traspasada por la ambigüedad; puede
llamar a la guerra santa, o puede sembrar la paz; exhibe rasgos liberadores de
gran altura espiritual, pero que conviven con otros opresivos que castran la
vida. Este es un tema que ameritaría un tratamiento detenido. Pero sólo puedo
aquí señalar un hecho determinante. Jesús se rebeló contra la religión, el
sacerdocio, el Templo, las obligaciones rituales; y por eso lo mataron. Pero
era un hombre profundamente religioso, que pasaba noches enteras en oración con
su Padre Dios. Su único mandamiento fue el amor, el cuidado de los últimos de
la sociedad, a los que sanaba de sus enfermedades y sufrimientos. La primera
expresión del amor es, por lo tanto, el alivio del sufrimiento y la defensa del
débil. Eso lo aprendimos de Jesús, aunque nos sea muy difícil llevarlo a la
práctica.
En última instancia, la condena religiosa o la defensa argumentada de la
eutanasia, depende de la idea que tengamos de Dios. Si para algunos Dios es el
Poder Supremo que rige el orbe, la naturaleza y la vida humana con leyes
absolutas e inmutables, serán consecuentes si condenan la eutanasia. Pero si
otros creemos en el Dios de Jesús, que es Padre misericordioso, puro amor, que
nos convoca a hacernos prójimos de todos los humanos, y nos espera a todos al
final de nuestra vida terrestre, para nosotros la eutanasia será la puesta en
práctica de un amor liberador. Por lo demás, ese carácter liberador de la
eutanasia resulta evidente al conocer los casos ocurridos hace poco en España.
Andrés
Opazo
PASION Y SENCILLEZ
Punta Arenas es una ciudad helada y con viento. Los dos o
tres grados sobre cero se sienten mucho más fríos en Punta Arenas que en
Santiago. Sin embargo, a la vez, es muy cálida. Como lo fue la recepción de un
sacerdote con los miembros de su comunidad para la misa de las 19 horas, el
viernes pasado. Vestido como uno más, parca y pantalón sencillo, saluda con
afecto, abrazos incluidos, preguntas, sonrisas, qué bien, tú repartes el libro
con las canciones, ¿harás la primera lectura? Todo en un clima de informalidad,
pero de respeto, de confianza y cariño. De personas que se ven con frecuencia y
para las que el sacerdote es un servidor. No está en lo alto mirando a su
“rebaño” en el pedestal de su poder. Por el contrario. Comparte y vive con
ellos en su realidad, en sus desvelos y esperanzas, en sus frustraciones y
alegrías. Luego de algunos minutos se pondrá su indumentaria y se verá como el
pastor, no solo presidiendo, sino haciendo de la misa un momento de encuentro
en Cristo.
Terminada la eucaristía intercambiamos algunas palabras y de
pronto surge el recuerdo de la bomba que destruyó parte significativa del
tempo. Lo dijo quizá con otras palabras. Me tocó recoger parte de los restos
que estaban allí, en ese lugar. Era jovencito. Luego, revisando los antecedentes
descubro que los restos eran del teniente Patricio Contreras. Su cuerpo
destrozado se diseminó por todas partes.
Incluso con la fuerza de la detonación, las crónicas periodísticas de la época revelan que parte
de su tronco habría quedado sobre el techo de una casa a dos cuadras de
distancia. No sé si esa versión corresponde a la realidad. En todo caso no es
lo central, ni remotamente, sino el atentado y la destrucción, el
amedrentamiento y la violencia extrema. La muerte. El párroco de aquel entonces,
diría que ese episodio fue un grito a la conciencia para decir basta a la
violencia y a la sinrazón. Ese fue el sentido, no las palabras textuales.
Han pasado los años y la iglesia se sacude con otros temas
que afectan la dignidad humana. Duros, difíciles y que horadan sus propios
cimientos. En Punta Arenas el caso del sacerdote Rimsky Rojas remeció. Lo mismo
que a nivel nacional lo ocurrido con las dantescas denuncias en contra de
Renato Poblete, por años convertido y admirado como un símbolo de la solidaridad
a través del Hogar de Cristo. Y suma. Hay más, tantos procesos, quizá tantos
silencios. Por eso conversar con este y otro sacerdote de Punta Arenas refuerza la fe. Es una esperanza concreta, al
menos a nivel de dos individuos o de mucho como ellos dentro de la iglesia. Gente
que efectivamente es servidora de sus comunidades. Que el boato y los oropeles
no son parte de su realidad. Más bien todo lo contrario. Hombres sencillos,
bien formados e inteligentes que han volcado toda su energía en el camino de
Jesucristo.
En la confianza de estar entre gente conocida uno de ellos
desliza juicios críticos que quizá en el quehacer cotidiano de su rol no
efectúa. El otro no se guarda nada para criticar abiertamente el clericalismo y
la pasividad de quienes dirigen la iglesia. Lo hace públicamente a través de la
prensa local. Hace algunas semanas escribía. “Cuando se acusa a instituciones de la
Iglesia de negligencia y desidia se está diciendo que se actuó con poco interés
o con descuido al no hacer las cosas que se debían hacer, particularmente en la
acogida y atención a las víctimas de los abusos sexuales cometidos por algunos
sacerdotes y obispos. Negligencia y desidia de diverso tipo, como no tomar en
cuenta las denuncias, negar su tramitación, ningunear a las víctimas, y -en
algunos casos- desprestigiar a esas víctimas como si quienes cometieron los
abusos fueran víctimas de una infamia en su contra.”
Reconforta conocer de más cerca a estos hombres que deben tener,
con seguridad, todas las imperfecciones humanas, pero que enaltecen su oficio
de curas. Que lo hacen con pasión y sencillez. Para imitar.
Rodrigo
Silva
Comentarios
Publicar un comentario