LA AFIRMACIÓN DE LA VIDA

Dos escritores españoles, Alejandro Aramburu y Antonio Muñoz Molina, son parte de las reflexiones que hacen Andrés Opazo y Rodrigo en esta entrega.  Si yo le pudiera contar, ay, si yo pudiera decirle hasta qué punto no hay misterio, ni castigo, ni recompensa, en nuestro retorno a la materia inerte, dice Aramburu, lo que para Andrés significa el más profundo y definitivo pesimismo y constituye una definitiva renuncia a la búsqueda de sentido, que califica como humanismo trágico. “Ante la soledad del yo personal –dice Andrés-, enfrentada en última instancia a la hora de la muerte, o bien, ante el sentimiento más extendido de finitud, las religiones han propuesto a la humanidad un salto hacia arriba; una afirmación de la vida en lugar de la muerte, de la luz en vez de la tiniebla, actitudes a la que subyace la confianza básica en el carácter benéfico de la realidad.”
Rodrigo Silva se cuelga del valor de la memoria en el texto de Muñoz Molina, como advertencia del presente y del futuro. Para que personas, instituciones y la sociedad en su conjunto no repitan conductas y acciones que provocan daño y dolor.
Una entrega para compartir y difundir.

RESIGNACIÓN VERSUS CONFIANZA

La sección Artes y Letras de El Mercurio pasado nos entrega una reseña del nuevo libro del escritor Fernando Aramburu, autor de la excelente novela Patria. A diferencia de ésta, que relata el drama de su pueblo vasco, su nueva obra reflexiona sobre sí mismo, tal como lo indica su título: Autorretrato sobre mí.

La reseña de la obra que pronto tendremos en Chile, nos ofrece una respuesta personal del autor acerca de la interrogante existencial que a todos nos aguarda en algún momento de la vida. Es una negativa tajante a toda trascendencia humana más allá del suelo que pisamos. Habla a un imaginario visitante de su tumba: “Si yo le pudiera contar, ay, si yo pudiera decirle hasta qué punto no hay misterio, ni castigo, ni recompensa, en nuestro retorno a la materia inerte. Que lo raro es vivir, figurarse la eternidad, estrenar una camisa. Que la alegría y el dolor, la música y la tarde, están en su lado y eso es todo. Que nada, en fin, lo distingue del suelo que todavía la sostiene”.

En hermoso ropaje poético, nos transmite el más profundo y definitivo pesimismo, conclusión que el autor pareciera lamentar al introducirla con un ¡ay! La idea no es nueva, proviene de diversas tradiciones filosóficas, pero ahora es capaz de conmover a muchos en virtud de la belleza literaria. Refleja una postura ante la vida que es compartida por muchísimos hombres y mujeres de hoy. Quizás el retroceso de utopías que un día nos entusiasmaron, abre camino a una actitud de resignación y de renuncia a toda esperanza, ni humana ni sobrehumana. En verdad, no se trata de un anodino realismo, sino de una genuina resignación, en cierto sentido, de una pérdida; nos la confiesa el ¡ay! que antecede a la frase. Una resignación hoy muy extendida aunque no siempre reconocida.

No debiera sorprender el que esta actitud vaya acompañada de una decidida postura ética. Otro pasaje de la reseña recoge expresiones del autor sobre el amor, el amor al hombre por encima de la idea. Declara: “Convivo con cada uno de los ciudadanos y no con el gentío, con el pobre de la esquina y no con la pobreza, con mis cejas tristes en el espejo y no con el espejo”. De nuevo la tristeza… Esta parece acechar la cultura aparentemente satisfecha de nuestros días. Pero pareciera una postura ética un tanto triste y desencantada.

La declarada negativa a toda trascendencia más allá del suelo que pisamos, constituye una definitiva renuncia a la búsqueda de sentido. Pero somos muchos lo que no nos resignamos; continuamos buscando respuestas: por qué o para qué… para qué nacer, vivir, gozar, amar, sufrir y morir. Persistimos en una actitud distinta, de afirmación de la vida y, por lo tanto, de rebelión ante el sinsentido. Y vemos en el autorretrato poético de Aramburu, no una resistencia a plantearse la pregunta por el sentido, sino una derrota anticipada. Una derrota insinuada, además, por el reconocimiento de la carga de nostalgia ante realidades cotidianas, elemento tan presente y fecundo en el arte, la música, la poesía. ¿Hacia dónde apunta la nostalgia?

Por ello sorprende la negativa de un artista a reconocer el misterio en que transcurre nuestra vida. Quizás ello obedece a una inquietud de carácter no sólo ético sino también estético e incluso épico; una cierta necesidad de destacar la eventual grandeza y valor involucrado en la aceptación de la radical finitud que nos caracteriza como humanos. Se trataría, en este caso, de una épica de la soledad y de la finitud. En suma, un humanismo trágico.

En las antípodas de este humanismo trágico, de aceptación resignada de la soledad y la finitud, se encuentra una épica inversa: una épica de la comunión y la confianza, actitudes inseparables de un sentimiento de gratuidad universal. Pues bien, ésta es la épica o el impulso que ha dado origen a la religión, o más bien a las religiones surgidas desde los albores de la humanidad. En efecto, ante la experiencia de la soledad y la finitud, es decir, la radical inconsistencia humana, los humanos se han volcado a la comunión, una comunión vivida primero dentro del grupo de pertenencia, para luego vislumbrar una comunión con la totalidad cósmica.

Ante la soledad del yo personal, enfrentada en última instancia a la hora de la muerte, o bien, ante el sentimiento más extendido de finitud, las religiones han propuesto a la humanidad un salto hacia arriba; una afirmación de la vida en lugar de la muerte, de la luz en vez de la tiniebla, actitudes a la que subyace la confianza básica en el carácter benéfico de la realidad. El misterio es, primero, reconocido como tal, para luego poder abrazarlo como radicalmente positivo, hogar de la definitiva realización humana. Enfrentada al sentimiento de vacío, la humanidad ha dado pasos hacia la comunión como antídoto a la soledad, ha preferido optar por una actitud de confianza que permite abrazar la vida como un don gratuito. En suma, comunión, confianza y gratuidad parecieran estar en el núcleo de la experiencia religiosa.

“Subiendo de desde la tierra al cielo, de lucero en lucero, hasta llegar a la suprema claridad del Verbo, hasta llegar a la belleza única del Verbo, hasta llegar al corazón del Verbo”. Es la invitación que nos hace el poeta León Felipe.

Hace dos mil años, el profeta Jesús de Nazaret hizo una propuesta de sentido abierta a toda la humanidad. El no habló de realidades metafísicas, sino que fue el poeta de los sencillos y olvidados de su tiempo. Les anunció que todos ellos eran amados por Dios, su Padre; que una sola cosa era necesaria: confiar en el amor y pedirlo a ese Padre de todos. Al despedirse de sus discípulos, les prometió que les enviaría su propio Espíritu: el espíritu del amor. Así serían felices. Ya no habría espacio para la tristeza y la resignación.

Andrés Opazo

MEMORIA Y PETICIONES

“El pasado sirve como un depósito de experiencias en virtud de las cuales se aprenden lecciones valiosas sobre lo que puede suceder, los peligros que pueden rondarnos, los lugares a los que no nos conviene volver, los alimentos dañinos que convendrá reconocer cuando los encontremos  de nuevo. La tarea que hace bien la memoria es la de establecer secuencias y continuidades predecibles, patrones significativos ( … ) La memoria no preserva el fulgor glorioso de un solo momento que puede no repetirse sino secuencias de hechos, vínculos que pueden ser correlativos  o causales, pero que advierten de la probabilidad de algo.” (Antonio Muñoz Molina, “Tus pasos en la escalera”).
¿Por qué cito este párrafo del último libro del escritor español? Porque estaba en el gimnasio, haciendo unos lateros pero útiles ejercicios en una elíptica y, como me ocurre a menudo, recé. Di gracias por estar vivo, por compartir con los seres amados, por las pequeñas circunstancias de la vida que gratifican el espíritu y el cuerpo, por tener proyectos. Por la cama limpia y caliente, por el desayuno y la comida fresca. Por ducha de agua tibia. Por todo aquello en que no pensamos  y que nos parece un derecho adquirido. Y pedí por mis nietos, por su salud y su desarrollo, por su equilibrio, por mis hijos, esposa y muy especialmente por Rossella y por Michelle, ambas mujeres grandes que están enfrentando el cáncer con decisión y optimismo, con todos los recursos, pero esperando un milagro que prolongue sus vidas. Más allá que cualquiera de las nuestras. ¿Quién puede saberlo? Pedí también por profundizar mi fe, que aunque no tiene que ver, se la asocia a la realidad de la iglesia, a los conflictos, escándalos y abusos. Pareciera que el desengaño con la institución fuera directamente proporcional a la pérdida de fe. Ya no creo en nada ni nadie, dice mucha gente, incluso con dolor. No es mi caso. Me he acercado más, quiero seguir descubriendo a gente correcta. Quiero creer en los cambios. Quiero creer en la transparencia futura.
Me hizo mucho sentido entender el pasado como una advertencia. Y si hablamos de iglesia, de la cual todos somos parte, aun cuando hay muchos que no lo entienden así y solo sienten que es la estructura de poder y que los demás somos parte del “rebaño silencioso y obediente”, debería ser más que suficiente todo lo ocurrido y conocido para un cambio efectivo y drástico. Me refiero a abusos, silencio, encubrimiento, formación y ejercicio del poder. Es una advertencia demasiado dolorosa, como para que las medidas y acciones no sean sino un gran ejemplo, a partir del cual todos veamos un nuevo signo. Nos identifiquemos y construyamos una nueva confianza.
Alberto Hurtado, hoy Santo, en 1936 constataba que en el Chile de aquellos años había 1.658 sacerdotes, cuando la población del país era de sólo de 4,5 millones de habitantes. Si fueran solo matemáticas, en un país de 18 millones ¿cuántos sacerdotes proporcionalmente debería haber …? Muy lejos de la realidad. A comienzos del 2018, no llegaban a 2.300.
De otro lado, para 2017 sólo un 45% de la población se declaraba católica. Si preguntáramos hoy, con certeza la cifra sería muchísimo más baja. Y la confianza en la iglesia está en el suelo. ¿Qué ha pasado? ¿Cambió el mensaje de Jesucristo? No, sigue siendo el mismo, solo que la iglesia se alejó de él, por eso el Papa ha insistido en la inmediata necesidad de poner a Jesucristo en el centro. Que sea el eje a partir del cual se desarrolle el mensaje y la acción de la iglesia. ¿Será posible que eso ocurra?  ¿Será posible construir una nueva confianza?  Hay muchas comunidades donde eso ocurre de verdad.
Po eso pido por una iglesia transparente. Pido para que los sacerdotes no se sientan dioses. Pido para que todos nos llamemos por nuestros nombres. Pido para que acaben las reverencias y prolifere la sinceridad, el respeto y el buen trato. Pido para que las misas no sean una repetición permanente y mecánica. Pido para que los sacerdotes acerquen el Evangelio a la realidad de las comunidades. Pido para el templo sea un lugar de acogida y reflexión. Pido para que los cristianos seamos cada vez más libres. Pido y seguiré pidiendo.

Rodrigo Silva

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