REALIDADES INELUDIBLES

Dos realidades que podrían tener un denominador común: el eventual abuso. Andrés Opazo nos relata su experiencia en recintos de salud muy diferentes en dos días sucesivos Dice, “entre las personas de altos ingresos, el advenimiento de una contrariedad se enfrenta, en general, retrayéndose a lo privado, por ello excluyéndose de lo común. Lo contrario se advierte en el mundo popular; ante la amenaza de la enfermedad o de lo imprevisto, el único recurso disponible es el refugio en lo colectivo. Son dos formas opuestas de concebir la esperanza de salvación; algunos en recursos propios, en otros, la salvación no puede provenir sino de lo común, de la sociedad. Diferentes posturas ante la vida.

Por su parte, Rodrigo Silva relata la experiencia vivida con el Párroco de San Juan Apóstol de Vitacura, acusado de abuso a un menor entre 2006 y 2011. ¿Cómo reaccionar ante estas denuncias. Ignorarlas y dejarlas que las instituciones eclesiásticas y eventualmente la justicia civil indague y sancione si corresponde. ¿Qué pasa entre tanto? ¿Preguzjamos o  insistimos a partir de nuestra realidad en buscar respuestas que nos permitan convivir en la incertitumbre?

Hoy domingo les enviamos esta entrega siempre pensando en cuál es el mejor momento de la semana para compartir este blog. Ustedes podrían iluminarnos.
Abrazos.

LA SALUD, TEST DE CIVILIZACIÓN

Los días lunes y martes recién pasados (3 y 4 de junio) me brindaron una experiencia singular. Por una simple coincidencia, debí acudir en esos dos días a centros de salud muy diferentes entre sí, los que, al reflejar la dispar realidad de estos servicios en Chile, muestran algo más sobre nuestra convivencia en sociedad.

El lunes en la mañana tenía hora con la oftalmóloga que me había realizado una operación el jueves de la semana anterior en la Clínica Luis Pasteur. Ese día ella atendía en otro centro de salud, en la Clínica Alemana, situada en el exclusivo sector urbano de La Dehesa. Allí me citó con el fin de no retrasar el primer control, por lo que acudí sin tardanza. Yo no frecuento este sector, por lo que todo me llamó la atención. Me pareció encontrarme en otro Chile. Un bello paisaje que podríamos situar, por ejemplo, en Canadá; un valle precordillerano convertido en barrio residencial, que se extiende más allá de los cerros que enmarcan el comienzo del valle santiaguino del Mapocho. Era una mañana luminosa gracias a un suave sol otoñal; las cumbres nevadas de los cerros del entorno, jardines bien cuidados, árboles de hojas doradas, amarillas y verde, aire limpio y tráfico ordenado. Allí residen las familias de mayores ingresos del país, las que no necesitan salir de ese territorio privilegiado.

El edificio que alberga a la Clínica Alemana no podía desentonar respecto del paisaje. Muy moderno y bien mantenido, grandes ventanales, espaciosos corredores que conducen hacia las diversas alas y pisos del complejo arquitectónico, todo bien señalizado y agradable a la vista, puertas, marcos y cerraduras de la mayor solidez y mejor calidad. Admirable amplitud y luminosidad. Eran la 10,45 de la mañana cuando ingresamos a la sección de oftalmología, un amplio recinto donde aguardaban varias secretarias o ejecutivas encargadas de la recepción. Llamaba la atención la cuidada presentación de las recepcionistas: muy bien peinadas, maquilladas y vestidas de uniforme. Un trato muy educado y atento de su parte. En torno a sus escritorios se desplegaban conjuntos de mesitas y sillones donde los pacientes debían esperar su turno. Pero todo se hallaba vacío; no había nadie a la espera de atención, fuera de nosotros con la Laly que me acompañaba. Casi inmediatamente se nos avisa que nos recibe la doctora. La consulta fue muy rápida y la impresión de conjunto que la clínica dejaba, era que todo funcionaba en forma muy eficaz, profesional, silenciosa y ordenada; en un entorno bello, luminoso, aséptico, pero vacío casi a media mañana de un día lunes. En la cafetería también estábamos prácticamente solos.

En la mañana del día siguiente yo tenía cita médica en el centro de salud pública de Paine, la cual estaba agendada con un mes de anticipación. Es a este CESFAM donde acudimos todos los paininos a control sanitario, en mi caso de diabetes y de presión. El servicio de salud aquí es gratuito y obligatorio, sobre todo en lo referente a las vacunas. El centro ocupa un edificio nuevo, funcional y eficiente, dotado de todo lo indispensable, pero austero. En contraste con lo vivido el día anterior, los espacios se encontraban llenos de gente a la espera de ser llamados a consulta o a exámenes médicos. Los funcionarios y asistentes poco se distinguían de un público bastante heterogéneo, en donde sobresalían las mujeres embarazadas y gente de la tercera edad. Varias personas inválidas, en sillas de rueda, que debían ser asistidas por parientes o vecinos. Muchos haitianos y haitianas, sobre todo embarazadas, aunque también madres con sus hijos. El trato era bastante familiar, todo el mundo conversaba, incluyendo a los paramédicos que lo hacían mientras atendían a los pacientes. En suma, al ser usuario del sistema público de salud, tan denostado, uno concluye que, pese a todo, la institución funciona, se realizan los exámenes solicitados y las consultas médicas; muchos de los doctores son extranjeros, colombianos, ecuatorianos, venezolanos.

La misma tarde de ese martes, debí acudir al hospital J.J. Aguirre para ver a una persona en la hora de visitas. Difería bastante de los anteriores, tanto del centro privado para gente de altos ingresos, como del público para todo vecino del sector. El hospital J.J. Aguirre atiende a personas de clase media. La mayor parte de los dormitorios cuentan con ocho camas para pacientes. Diariamente, entre las 13 y las 15 horas, se permiten las visitas familiares. Esto hace que haya mucho público circulando por pasillos y escaleras.

Probablemente a pocas personas les ocurre lo que a mí, usuario de centros de salud exclusivos y de alto costo, a la vez de los servicios públicos al alcance de todos. Las diferencias entre ambos son abismales. Ciertamente, las personas que acceden a las exclusivas clínicas privadas desconocen normalmente la realidad de la salud pública que atiende a la gran mayoría de los chilenos. A la inversa: los habitantes de las poblaciones de Paine, de La Pintana o de La Granja, jamás podrían imaginarse lo que es una clínica privada; equivalente a un hotel de cinco estrellas, algo sólo visto por la televisión. Quizás esta total incomunicación humana a nivel territorial que caracteriza a Chile, sea un factor que explique la no ocurrencia de rebeliones de los de abajo.

Las clínicas privadas de alto costo operan con gran eficacia, confortabilidad y pulcritud. Los centros de salud pública muestran aglomeración, diversidad, cierto desorden. En las primeras impera el silencio, la privacidad, el recato, mientras en la segunda se observa un mayor calor humano. Da la impresión de que, entre las personas de altos ingresos, el advenimiento de una contrariedad se enfrenta, en general, retrayéndose a lo privado, por ello excluyéndose de lo común. Lo contrario se advierte en el mundo popular; ante la amenaza de la enfermedad o de lo imprevisto, el único recurso disponible es el refugio en lo colectivo. Son dos formas opuestas de concebir la esperanza de salvación; algunos en recursos propios, en otros, la salvación no puede provenir sino de lo común, de la sociedad. Diferentes posturas ante la vida.

Las interrogantes que todos nos hacemos, pero que poco enfrentamos como sociedad, son de diversa naturaleza. Obviamente las hay de carácter político y moral: la pregunta sincera sobre el Bien Común y su vigencia en el ordenamiento social ¿Bien Común, o sólo el bien que yo me puedo costear? Y también de carácter religioso, como es la pregunta por el valor o los valores que a uno lo mueven en última instancia: ¿cuáles son, en la práctica, mis verdaderos dioses? La enfermedad y el umbral de la muerte son momentos claves.

Andrés Opazo


LA BOMBA DETONA EN LOS PIES

Al terminar la misa pidió que la feligresía tomara asiento “un momento” o “un momentito”, no recuerdo bien. Y leyó un texto. Quedamos sorprendidos, impactados, quizá desconcertados. Se refirió a la acusación hecha por el formalizado cura Tito Rivera. En el diario La Tercera  donde se consigna que “otro caso es el de Aldo Coda, quien actualmente está de vicario para las religiosas y tiene oficina en la calle Catedral. Según Rivera, entre 2006 y 2011 vio como el sacerdote abusaba de un menor de edad mientras almorzaban. Hasta hoy, dijo, el caso no fue denunciado.”

Aldo Coda casi en sollozos dijo que era una mentira. Finalizaba la misa  de las 19:30 del sábado. Habría poco más de trescientas personas, en una parroquia que tiene capacidad para seiscientas. Había hecho un cálculo previo porque nosotros estábamos cantando en el segundo piso. Eran otros años cuando el recinto se repletaba y se instalaron pantallas para que los fieles pudieran seguir la misa desde el exterior. Dijo que estudiaría acciones legales. Defendió su total inocencia, ante Dios y ante ustedes. Y se instaló la duda. Mi duda. Una más. Me encantaría creer en su total inocencia y que la acusación no fuera parte de la cultura del abuso denunciada por el propio Papa Francisco. Hasta ahora, al menos públicamente, no he escuchado, ni leído la declaración de algún sacerdote, aun sentenciado, que reconozca un abuso. Que se pare con la dignidad de un hombre para reconocer una conducta impropia. Pareciera que la justicia se equivocara siempre. Que las víctimas no lo fueran, que la sociedad estuviera frente a un espejismo.

Aldo tiene poco más de un año como párroco en San Juan Apóstol. Luce como un hombre ponderado y afable. Cada vez que le hemos solicitado encuentros para hablar de los temas del Coro “Voces de San Juan”, al cual pertenezco,  nos ha recibido con disposición y entusiasmo. Hemos coincidido en la importancia de la música para la liturgia. Ha compartido el valor de los grandes conciertos (hemos hecho cinco) para celebraciones emblemáticas. Pero todo eso es un camino paralelo al resto de su ejercicio sacerdotal que bordea los treinta años. Se ordenó siendo un hombre mayor. En una conversación me comentó algo de la historia de su familia. De sus padres, de sus hermanos y de su vocación. Aprecié su sinceridad y disposición para compartir momentos de su vida.

El caso, si lo hubiera, no fue denunciado, se dice en la publicación. Pero el tema no es la denuncia o la investigación posterior. Lo de fondo es la asimetría eventual. Es la confianza rota, de aquellos “hombres buenos” en los cuales se ha confiado la educación de tantos y tantos hijos. Es el abuso ante de la debilidad de quienes buscaron refugio espiritual y vieron en algunas parroquias un lugar de acogida primero y de destrucción de su vida después.

Qué pasará por la conciencia de Aldo. Quisiera que fuese la indignación por haber sido denunciado por un cura formalizado, pero que sintiera que por más daño a su honra, o a su nombre, pudiera dormir tranquilo reconociendo que jamás abusó, en ninguna forma, a nadie.  Que sufriera por las dudas que inevitablemente quizá nunca se disipen. Me pregunto qué interés tendría o tendrá Tito Rivera en enlodar a Aldo. Las especulaciones pueden ser infinitas. Pero al mismo tiempo si existiese verosimilitud de alguna conducta impropia y se probase por el testimonio de quien correspondiere, que fuese el Aldo, el primero, y la iglesia luego, quienes indicaran el camino de la reparación y la justicia. Que fuere separado de su ejercicio. Que asumiera su responsabilidad.
Ojalá todo fuera, en este caso, una invención.

Rodrigo Silva


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