EL PODER DEL SACERDOCIO ¿PARA SIEMPRE?

¿Qué ocurre con la rebeldía de curas que han sido despojados de su ejercicio sacerdotal? Andrés Opazo lo explica a partir de la forma cómo ha evolucionado la iglesia, desde una comunidad de iguales hasta una organización de poder, jerarquizada y lejana a los principios originarios. “He aquí el verdadero problema: el poder religioso ejercido por el clero,” dice Andrés y complementa. “Jesús fue el primero en rebelarse contra el clericalismo; hoy negaría la dignidad superior de padres, monseñores y eminencias.” Un análisis de profunda actualidad.

Por su parte, Rodrigo Silva reflexiona sobre el interés por la vida, sobre la expectativas que nos genera el tiempo, sobre el pesimismo o los deseos de vivir “a concho”,  aún en las condiciones más adversas. Lo escribe a propósito de algunas contradictorias experiencias. “Todos los días ocurre algo hermoso – dice-  y alcanzo a ver algo nunca antes visto. Eso me pasa. Así me siento. ¿Será que me estoy poniendo viejo? Pero vale la pena porque el domingo pasado cuando se abrió la puerta del departamento veo que mi nieto Jerónimo corre y se abraza conmigo, a sus cuatro años y medio, en una entrega hasta ahora desconocida.”

SACERDOTES ¿PARA SIEMPRE?

Hemos visto recientemente cómo, en casos de abusos de poder, de conciencia y sexuales de parte de sacerdotes católicos, la Iglesia ha decretado la suspensión de la condición sacerdotal. En otros casos, han impuesto la prohibición del ejercicio público de las funciones sacerdotales. Pero corre la voz de que algunos de los sacerdotes afectados continúan celebrando misas por su cuenta.

Entiendo que tal prohibición afecta a las funciones relacionadas con el culto público, con la administración de los sacramentos. De por sí, ello revela una concepción del sacerdocio ajena al evangelio de parte de la Iglesia. Jesús convocó a pastores, a guías que condujeran a la comunidad en su seguimiento. Lo que está en duda en el día de hoy es, justamente, el tema de la ordenación sacerdotal. Lo único seguro, es que no proviene de Jesús.

Al referirme a sacerdotes que no obedecen las sanciones impuestas, no me preocupa mucho el desacato en sí mismo, o la desobediencia en el clero. Me inquieta otra cosa, quizás más profunda: el por qué algunos sacerdotes afectados se resisten a aceptar la sanción, y tratan de ejercer el sacerdocio contra viento y marea. Se comportan como si se hubiesen apropiado del sacerdocio en beneficio propio, haciendo de él un atributo irrenunciable, casi un componente de su persona. Así queda garantizada su dignidad y superioridad espiritual. Se desconoce, pues, que la conducción de la comunidad es un servicio que ella puede solicitar a alguien, como también cesarlo. Un tema de orden institucional, por lo tanto, humano.

De esta concepción del sacerdocio como atributo personal, y no como servicio, se desprende la enorme dificultad que experimenta quien ha sido sacerdote para comportarse como un miembro más de la Iglesia, sin reconocimientos de superioridad o de excelencia especial. La negativa a ser simplemente un laico no hace más que desvelar el clericalismo realmente existente. He aquí el verdadero problema: el poder religioso ejercido por el clero.

Otros casos deben ser mirados desde este mismo ángulo. ¿Por qué un papa que ha renunciado a sus funciones, como Benedicto XVI, conserva la dignidad de papa? Sigue vestido de blanco, habita en el Vaticano, posee una servidumbre especial. ¿Por qué no ha regresado a su diócesis de origen, para ponerse al servicio de las necesidades de la Iglesia, o por qué no vive simplemente como un cristiano que cuenta con cuidados especiales a causa de su edad? La pregunta se hace extensiva a muchos cardenales y autoridades eclesiásticas cesadas en sus funciones, que perpetúan sus privilegios y exigen mantener su vida de príncipes.

Lo que resulta evidente en situaciones como las referidas, es que el clericalismo practicado por sacerdotes, obispos, cardenales y papas, es totalmente opuesto al Evangelio y al espíritu de Jesús. En la mayoría de las religiones, y en particular en la judía, en la que fue educado Jesús, se concibe la necesidad de personas o instituciones intermediarias entre lo divino y lo humano, entre lo sagrado y lo profano: chamanes, sacerdotes, gurús de diferente tipo.

Frente a esta realidad histórica, la gran novedad acarreada por Jesús de Nazaret, es el fin de los intermediarios entre el hombre y Dios. Él fue el Enviado, el Testigo, el Hijo que revela al Padre Dios. Ese Hijo se hace uno de nosotros para convencernos de que ese Dios, su Padre, nos ama a todos y cada uno, a la humanidad entera. Jesús no duda en ningún momento en desautorizar a los sacerdotes, a los doctores de la ley, al culto, al templo, a los rituales de purificación propios de la religión de su tiempo. En el fondo, declara el total desacato respecto del “poder” religioso, el cual tiende a masificar e infantilizar a las personas. Por ello, ese mismo poder reacciona ordenando la ejecución de tan peligroso delincuente. Pero su Padre Dios lo resucita, y desde ese momento Jesús es constituido como el único mediador. Y su mediación consiste, justamente, en comunicarnos que Dios no nos impone nada más que un solo y único mandamiento: el de amarnos entre nosotros como hermanos, puesto que nuestro Padre nos amó primero.

El sacerdocio pierde, entonces, toda vigencia; la ley antigua es superada. Las comunidades cristianas del siglo I y la mitad del II, no conocieron un sacerdocio cristiano. Existía sólo la comunidad de hermanos iguales, hombres y mujeres. Muy pronto aparecieron funciones de servicio, los diáconos. Ciertas personas reconocidas por la robustez de su fe, tanto hombres como mujeres, presidían la Cena del Señor, la principal actividad comunitaria. Sin embargo, el crecimiento de las iglesias y su expansión por el mundo grecorromano, desencadenan un proceso de institucionalización del cristianismo. Surge un clero, un estamento constituido por obispos, sacerdotes y altos funcionarios de las iglesias, que progresivamente suplanta a la comunidad de hermanos iguales soñada por Jesús. Y al mismo ritmo de la aparición de un poder religioso “cristiano”, ocurre la expoliación de los derechos y funciones de las mujeres en la Iglesia. Conocer y comprender este proceso es indispensable para explicarse el fenómeno antievangélico del clericalismo, sufrido por la Iglesia desde el siglo IV.

Pero ese clericalismo histórico es hoy profundamente cuestionado. Desde el punto de vista teológico, el Concilio Vaticano II abrió caminos nuevos al entender a la Iglesia como el pueblo de Dios. Ello obliga a una redefinición de los ministerios eclesiales. Por otra parte, el laicado reivindica sus derechos en base a razones teológicas pero teniendo en cuenta su experiencia ciudadana y democrática, otras formas más maduras y humanas de ejercicio del poder.

Jesús fue el primero en rebelarse contra el clericalismo; hoy negaría la dignidad superior de padres, monseñores y eminencias. En su tiempo, criticó fuertemente a las autoridades religiosas judías por su tendencia a ocupar siempre los primeros lugares y llamarse maestros. Les advierte a sus discípulos: “Ustedes no se hagan llamar maestros, porque uno solo es su maestro y todos ustedes son hermanos. En la tierra a nadie llamen padre, pues uno solo es su Padre, el del cielo … El mayor de ustedes que se haga servidor de los demás”. (Mateo 23, 6-12)

Andrés Opazo



NADA BUENO PUEDE OCURRIR

Hay personas que se ven con relativa frecuencia. Una o dos veces al mes. O eventualmente dos o tres días seguidas. Es el caso de este hombre que estaciona su automóvil un piso más abajo que el mío. Por eso nos solemos encontrar en el ascensor. O bien subiendo desde el segundo sótano o bajando. Me quedo en el primer subterráneo y él continúa. Así ha ocurrido en los últimos tres años. No sabemos nuestros nombres, pero nos dedicamos saludos y uno que otro comentario del calor, de las lluvias o de la muerte de la señora Sofía, hace algunos meses. Una mujer redondita que hacía el aseo en el edificio. Murió de a poco, más lento de lo deseado.

Esta vez fue una pregunta casi al azar, como para ocupar ese pequeño bache de tiempo en el que inevitablemente tenemos la tendencia a mirar el marcador de pisos, cuando todo se hace lento e incomoda ¿Cómo va la vida?, eso se me ocurrió decir, sin pensarlo siquiera. Más que una pregunta fue como un decir. Él debe estar en el entorno de los sesenta y cinco años. Viste bien. Es formal y prolijo. Su camioneta es costosa.  Y respondió. A la edad que uno se empieza a meter, nada bueno puede ocurrir. Y se bajó, pero su comentario quedó flotando y se adhirió a mi mente. Después de la sorpresa, sentí pena. Qué estará viviendo. Cuál será la angustia o el dolor tan profundo que permite una respuesta / comentario de ese carácter. O qué amargura tan grande tiene con el paso del tiempo o el comienzo inevitable de la vejez. Que horizonte tan sombrío. Nada bueno puede ocurrir repetí varias veces esa jornada. Qué tremendo. Es como no tener ilusión o proyecto. Ser fantasma de vida. Después de la pena tuve rabia de alguien que quizá no tiene sensibilidad para darse cuenta de todo lo bueno que tenemos a nuestro alcance.

Cómo quiero vivir lo que no puedo elegir. Ese es mi lema, me diría una amiga unos días después. Y tiene razones para afirmarlo. Me escribe. Me fue bien. La biopsia arrojó un tumor más invasivo grado 2 y varios tumores encapsulados. Sin ganglios comprometidos. En un mes más debiera empezar la radioterapia. El número de sesiones lo define el otro oncólogo dada mi ficha clínica. En 15 días más tengo control nuevamente con él porque tengo mucho líquido y el riesgo es que se infecte y no se absorba naturalmente. Hasta aquí  bien. Y con el ánimo arriba y con mi slogan de definir “como quiero vivir lo que no puedo elegir.” Hubiera querido terminar de leer e ir a abrazarla y darle gracias por su decisión y optimismo. Esta experiencia me hace ser mejor persona, me diría luego al teléfono. Y le vuelvo a escribir para hacerle sentir mi apoyo. Me agradece y dice que soy amoroso. Nada de eso. En esa preocupación yo tengo la oportunidad que me revitaliza como ser humano. Y a ella efectivamente la fortalece, aunque pudiera ser mínimamente.

Un conocido actor en una entrevista radial comentó que hace veinte año tuvo cáncer. No tenía idea, porque siempre su imagen está asociada a diversos personajes, con los cuales nos reímos de la vida y de nuestra sociedad. Pocas veces es él. Siempre representa a otros. Quizá si con el cáncer,  asocio, le pasó algo similar. No sé. Pero lo trascendente, dijo él, fue la preocupación de tantas personas que le hicieron sentir que para ellos era importante. Que se preocupaban por él.

Lo entendí tan bien. Y recordé lo ocurrido con mi hermana. Hace más de treinta años escribía una carta cada día que le mandaba una vez por semana. Hoy, a sus setenta y un años está cada vez más silenciosa, casi ausente. No sabe lo que ocurrió hace media hora. Lo único que desea es amor. Abrazos, besos. Sentirse trascendente para otros. Para los más cercanos, aunque no puede ya presentarme. No sabe que soy su hermano, sino alguien muy especial. Pareciera que el tobogán es un canal a través del que desciende muy rápido. En pocos meses el cambio es total. ¿En cuánto tiempo más seremos extraños? ¿Cuándo comenzará a vivir sin recuerdos, sin retener ni un segundo?

En la tarde, cuando la dejé en su residencia, un lugar totalmente protegido e impecable, luego de despedirnos y de haberla escuchado decir que estaba tan feliz, me estiró las manos y me dio el último abrazo y el último beso. No volví la vista atrás y salí.

¿Nada bueno puede ocurrir? Todos los días ocurre algo hermoso y alcanzo a ver algo nunca antes visto. Eso me pasa. Así me siento. ¿Será que me estoy poniendo viejo? Pero vale la pena porque el domingo pasado cuando se abrió la puerta del departamento veo que mi nieto Jerónimo corre y se abraza conmigo, a sus cuatro años y medio, en una entrega hasta ahora desconocida.

¿Será que me estoy poniendo viejo? Así, vale la pena.

Rodrigo Silva

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