DE LA VIOLENCIA A LA HERMANDAD

En esta entrega Andrés Opazo sostiene que hay una relación histórica entre violencia y religión. Dice “que la base de esta violencia es el supuesto de que los dirigentes religiosos, piensan, deciden y actúan en nombre del todopoderoso, del absoluto, del eterno, del supremamente bueno y verdadero. He aquí lo propio de la violencia religiosa.” Valora  que la secularización de la sociedad “puede ser el humus para que nazca un cristianismo nuevo centrado en el Dios que se hace hombre y amigo del hombre, y que nos llama a todos a convertirnos en hermanos y amigos.” Lo que debemos celebrar, expone Andrés en su reflexión “es la pérdida del poder y autoridad temporal de la Iglesia.”

Y por su parte, Rodrigo Silva relata la experiencia de un breve encuentro con un hombre que ha logrado liberarse de la “prisión” que significó ser abusado durante ocho años por un sacerdote ya expulsado de la iglesia. Su experiencia ha sido un testimonio valiosísimo, juntos a otros, para generar no solo un cambio en la percepción y valoración de los abusos en la iglesia, sino para provocar un verdadero terremoto de imprevisibles consecuencias, que quizá pueda ayudar a construir una nueva iglesia.  


DE LA VIOLENCIA DEL PODER AL HERMANAMIENTO

El único referente o modelo para la Iglesia es Jesús. Ella pierde su razón de ser, cuando sigue rumbos distintos. Lo que los evangelios nos muestran en forma unánime es que Jesús vive y realiza su misión entre los últimos de Galilea para sanarlos de sus desdichas, fortalecer su dignidad y afirmarlos en la esperanza. Al momento de hacer discípulos y conformar su rebaño, no se dirige a los barrios altos de Jerusalén, donde residen los funcionarios del Templo, los dueños de la tierra, los adinerados. Estos ejercen un poder que oprime a una muchedumbre de harapientos, enfermos y endeudados. Es la conclusión a que llegan los especialistas cristianos y no creyentes, que estudian la Palestina del tiempo de Jesús. Desde lo que se consideraba sagrado y bendito por Dios proviene, pues, una violencia sobre el pueblo sometido.

La relación histórica entre la violencia y la religión ha sido ampliamente estudiada. Ella se hace patente en el sacrificio, en donde se vierte la sangre de un chivo expiatorio, para aplacar la ira divina o asegurar su protección. El carácter violento de la religión queda allí al desnudo. Pero esa violencia se expresa también de otras formas; puede ser violencia física o simbólica. La Iglesia acudió a la violencia física para conquistar territorios y para someter comunidades y pueblos a su ortodoxia. Pero, sobre todo, y ello hasta el presente, ha ejercido un poder sobre las conciencias, que deriva en otras formas de poder sobre las personas. No cabe la menor duda de que la base esta violencia es el supuesto de que los dirigentes religiosos, piensan, deciden y actúan en nombre del todopoderoso, del absoluto, del eterno, del supremamente bueno y verdadero. He aquí lo propio de la violencia religiosa.

Para el filósofo italiano Gianni Vatimo, en la fe cristiana, el nexo “naturalmente” inscrito entre la violencia y lo sagrado se rompe definitivamente en la persona de Jesús. Él renuncia a todo privilegio divino, para asumir una condición humana y hacerse semejante a nosotros. Funda su afirmación en las Escrituras y se detiene en un himno de los primeros cristianos que reproduce San Pablo en su carta a los Filipenses. Dice así: “Aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres, y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz”. (Fil. 2,5-8)

En esta fe de las primeras comunidades, se aniquila toda distancia entre Dios y los hombres, en un movimiento doble y recíproco: Dios se hace humano en el mismo gesto en que el hombre accede a lo divino. Jesús mismo se despoja de toda condición que reclame un poder absoluto y eterno. Por su parte, en el Evangelio de Juan encontramos el anuncio de que Dios se ha hecho “carne” (humano), ha puesto su tienda sobre nosotros. En la comida final con sus discípulos llega a decirles: “ya no los llamo siervos, sino que los llamo amigos”. (Juan 15,15) Se revela así el Dios de la comunión, en reemplazo de un Dios opresor, de un absoluto que pulveriza a lo precario, de un ser supremamente fuerte que aplasta a lo débil. De este modo, lo sagrado abandona las alturas y sus administradores quedan descalificados. A partir de Jesús, lo sagrado se anida en el mundo del hombre. Toda la antigua violencia, física y simbólica ejercida sobre lo humano, queda definitivamente disipada. San Pablo ya lo había advertido: “Para ser libres nos liberó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente por el yugo de la esclavitud”. Epístola a los Gálatas V,1.

Es preciso constatar que, con los siglos, al expandirse el cristianismo en occidente, se ha hecho posible una valoración religiosa de lo humano, menos presente en otras religiones. Tal valoración ha dado como fruto el surgimiento de un proceso de afirmación y autonomía que sería impensable en tradiciones religiosas que sustentan un abismo entre Dios y los hombres. En esta línea se ha llegado a un reconocimiento positivo de lo “secular”, el que puede reclamarse de lo propio del movimiento despertado por Jesús. La autonomía humana ya no contradice la soberanía de Dios. Cesó la amenaza del Dios absoluto, juez soberano, caprichoso y extravagante. La existencia de una sociedad plenamente regida por el ser humano, es decir, secularizada y plural como todo lo humano, lejos de ser una derrota del cristianismo, es un efecto positivo de la enseñanza de Jesús. No cabe duda de que el concepto de derechos humanos hunde sus raíces en el Evangelio. En la medida en que su ordenamiento y legislación promueven una vida más pacífica, más plena y feliz, y de que muestre la capacidad de corregir errores y reparar injusticias, creemos que una sociedad laica se podría mostrar más acorde con lo que los cristianos estimamos como Reinado de Dios en esta tierra, aunque siempre en camino hacia su plenitud en Dios.

Por lo tanto, el fenómeno de la secularización que afecta a nuestros países antes católicos, lejos de entenderse como descristianización de la sociedad, puede ser el humus para que nazca un cristianismo nuevo centrado en el Dios que se hace hombre y amigo del hombre, y que nos llama a todos a convertirnos en hermanos y amigos. Nuestra tarea como humanos es llevar esta concepción a la práctica. Lo único que podría lamentarse, o más bien celebrarse, es la pérdida del poder y autoridad temporal de la Iglesia.

Lo que la crisis actual de la Iglesia Católica nos muestra es que la fecundidad del mensaje de Jesús se ha visto aprisionada por las estructuras que se ha dado la institución que aspira a representarlo. Ni la organización ni la palabra oficial de la Iglesia Católica son percibidas por la gente como acordes a la sencillez, la disposición sanadora, la audacia profética y la acogida universal de su Maestro. En épocas anteriores pudo parecer natural que la labor de la Iglesia se ejerciera desde posiciones de poder en la sociedad y que, si decía hablar en nombre de Dios, no dialogara con el mundo, sino que impusiera su verdad y su moral. Pero en una sociedad secularizada esa pretensión no tiene la menor acogida.

Podemos esperar un cambio. Por una parte, existen condiciones objetivas para ello. Por ejemplo, el proceso de secularización es irreversible y el poder temporal de la Iglesia no dejará de retroceder. Así mismo, y pese a sus deficiencias, la democracia se impone como a mejor forma de gobierno en países modernos; autoritarismos de toda índole ceden espacio ante la valoración de las decisiones de conciencia. Los derechos humanos se convierten en la suprema norma moral. Menciono estas condiciones objetivas sólo como indicadoras del movimiento de la sociedad.

Pero también existen condiciones subjetivas que alientan el cambio de la Iglesia. Lo central, a nivel de pensamiento, son las conclusiones y el espíritu del Concilio Vaticano II. Allí se consagra una teología crítica y una nueva concepción de la Iglesia sobre sí misma. En coherencia con la teología, los movimientos laicales cobran importancia creciente. Y todo este progreso hacia una Iglesia más apropiada al mundo actual, a la vez que más acorde con el modelo de Jesús, puede estar siendo acelerado por la gravísima crisis y desprestigio de la Iglesia causado por el escándalo de los abusos sexuales del clero en todos los países de presencia católica. Pareciera que una Iglesia que ha detentado un gigantesco poder sobre la sociedad, debiera humillarse y gustar lo más bajo y vergonzoso, a fin de surgir como nueva. Desconocemos los pasos que se irán dando, pero la dirección parece una sola.

Andrés Opazo


LARGO CAMINO DE LIBERACIÓN

El hombre tiene una estatura superior al promedio de los chilenos. Entra al colegio Saint George un domingo reciente. Nos vemos y hacemos una seña de lejos. Viene con su cuñada y una de sus sobrinas. Ellas sonríen en un  claro gesto de saludo y se dirigen a la Capilla, a la misa de las 12 horas. Después nos enteraríamos que la capilla está semivacía, pero mantiene la calidez y acogida de una construcción sencilla.

Cuando se acerca, lo abrazo como si lo conociera de siempre. Me emocionó verlo y se lo dije. Por su valentía y perseverancia. Por su inclaudicable necesidad que se conociese la verdad, primero acerca de un hombre que se  vistió de “santo” con un gran poder al interior de la iglesia y luego de muchos otros que han engañado a tanta gente, pero por sobre todo, que han dañado a tantos niños y jóvenes. En Chile y fuera de Chile.

Caminamos por los pasillos abiertos, con edificaciones mayoritariamente de una planta. Mucho ladrillo a la vista y variadas especies de árboles. Espacios amplios hoy silenciosos, pero que en días de semana han contenido murmullos, risas, gritos, algarabías y llantos de muchas generaciones.

Observa cada detalle de un lugar familiar. Tiene cincuenta y seis años, pero claramente su imagen es juvenil. Estuvo allí en dos períodos de su vida, con un intervalo de seis o siete años por haber vivido con su familia en España. Eran los tiempos turbulentos de comienzos de los años setenta. Pero esa es otra historia.

Nos sentamos a conversar  bajo unos árboles,  en bancas de madera, él de espalda a algunas de las salas en las cuales estudió los últimos años de la enseñanza media. Este era mi refugio. Una afirmación con nostalgia y satisfacción. De aquí me iba todas las tardes al Bosque donde me abusaban. Lo dice ya con la distancia de los años transcurridos, luego de tanto sufrimiento, descrédito, dilaciones y engaños. Después que Fernando Karadima fuera condenado y expulsado de la iglesia. Lo dice porque lo conoció a cabalidad. Lo dice porque estuvo sometido por ocho años, prisionero en verdad.

Juan Carlos Cruz es un hombre afable y diáfano. Sensible. Me impactó su testimonio que grabáramos para una misa que realizaremos en el mismo colegio Saint George la primera semana de septiembre. Es un hombre de profunda fe. Tan distinto a la “serpiente” como fuera calificado en un intercambio de correos electrónicos entre los sacerdotes Ezzati y Errázuriz. Se siente un privilegiado de Dios y de la Virgen María. Siempre quiso ser sacerdote y misionero. Incluso estuvo en el Seminario, hasta donde fue acosado por Karadima y su entorno. Es casi inimaginable que fuera hostigado porque se fue a recuperar a la casa de su madre, convaleciente de una operación dado que el Seminario no contaba con los recursos adecuados. Porque no había pedido permiso a quien era su mentor. O que se le impidiera vincularse con otros seminaristas que no proviniesen del Bosque. Que no pudiese reír con otras personas, porque simplemente  no estaba cumpliendo con la voluntad de Dios.

Eso lo cuenta Juan Carlos Cruz en su libro “El fin de la inocencia”, año 2014. Llegó a la Parroquia El Bosque luego de la muerte de su padre, con quince años. Fernando Karadima se encargaría de decirle que de allí en adelante él sería su padre, confesor y director espiritual. Tendría que ser obediente y ver a través de sus ojos, porque él era el intérprete de la voluntad de Dios. Tal cual. Sumisión completa. En todos los aspectos. Relata en su libro. “Puede que tú lo veas negro, pero si yo lo veo blanco, no lo olvides: es blanco.” Inicialmente se sorprendería al ver que aquel hombre considerado y autoproclamado “santo”, saludaba a los jóvenes y seminaristas tocándoles los genitales o besándoles en la boca. Y también a otros curas. Aquel hombre al que Juan Carlos le confesaría sus juegos sexuales con otros jóvenes, hasta quedar completamente desprotegido a merced de sus designios y chantajes. Que lo separó de su familia y que ejerció un control absoluto sobre él. Que era capaz de castigar, de amenazar y desprestigiar. De abusar en todos los aspectos.

La historia de Juan Carlos Cruz, de James Hamilton y José Andrés Murillo es bien conocida, porque a partir de su cruzada por la verdad y transparencia cambió radicalmente la percepción de los abusos sexuales, de conciencia y poder. De no creer a las víctimas, de ignorar o archivar por años sus testimonios; de trasladar a sacerdotes a otras comunidades por conductas impropias, hemos pasado a respetar, a creer y a investigar. A sancionar y expulsar del sacerdocio a varios curas.

Juan Carlos Cruz es un símbolo de esta lucha. Por eso su testimonio y su fe tienen tanto valor. Fue parte de la apertura de un camino y vaya la polvareda producida. La iglesia en entredicho. Encubrimiento, desinterés y protección hasta que ya no se puede más. Admira conocer a este hombre que ha sido parte de un grupo de valientes, que han expuesto su máxima intimidad y que han logrado rehacer sus vidas. Para que la iglesia se limpie, se reconstruya o para que nazca una completamente nueva. Y él con su fe inquebrantable es parte de este cambio vital.

Rodrigo Silva

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