IGLESIA DE ESPERANZA

En la entrega de esta semana, Andrés Opazo sostiene que la crisis actual de la iglesia genera una gran oportunidad. Reflexiona sobre el sentido y la acción del mensaje de Jesús. Dice que “el Dios de Jesús no es el todopoderoso que habita en las alturas. Es el Dios de los que sufren y, al mismo tiempo, el Dios que sana. Jesús no viene a reformar la vida religiosa de Israel, sino a ayudar a que la vida concreta de la gente sea menos dura, menos limitada. Viene a liberarla del poder del mal, a ofrecer la salvación (…) La buena nueva predicada por Jesús es, entonces, el anuncio de la fuerza sanadora de Dios que brota de su amor compasivo.” Para él, la misión de la iglesia es sembrar esperanza. “La Iglesia renacida de la crisis, debería anudar un solemne pacto ecuménico.”

Rodrigo Silva, por su parte, retorna al blog con un relato que habla de sencillez y valores, que pone la mirada en el compromiso con los más débiles.Todo relacionado a la experiencia vivida por años en una casa de madera, hoy en proceso de demolición, pero que permite guardar un valioso patrimonio.

IGLESIA: TESTIGOS DE LA ESPERANZA

La existencia de la Iglesia sólo tiene sentido como continuación de la misión de Jesús. La grave crisis por la que actualmente atraviesa podrá ser bendita y bienaventurada, si ella conduce a una profunda purificación y al regreso a su raíz evangélica.

Los evangelios nos cuentan que Jesús caminaba por Galilea, de pueblo en pueblo, anunciando la buena noticia de la llegada del Reino de Dios. Nunca explica en qué consiste ese reino. No habla como los especialistas de la religión, no se detiene a discutir sobre doctrinas, ni enseña otras nuevas. Y así como no le interesan los rituales de purificación prescritos por la ley, tampoco emite juicios morales o moralizantes. Eso era lo que hacían los dirigentes religiosos. En cambio, lo propio de la misión de Jesús es que su palabra, que anuncia la llegada del Reinado de Dios, se acompaña de gestos inusuales para un líder religioso, como es la curación de los enfermos, muchos de los cuales salen a su encuentro al escuchar el rumor de su venida.

La irrupción de Dios en la vida del pueblo es asociada, pues, a la recuperación de la salud, a la superación del dolor y a la restauración humana. Es algo insólito, sorprendente. Más aun en el contexto entonces vivido, en donde los que seguían a Jesús eran campesinos empobrecidos, artesanos en busca de trabajo, mujeres de vida irregular, los impuros de la religión, los degradados, entre los cuales abundaba el hambre y la enfermedad. Estos constituían la gran masa de la población; se estima en un 95% de toda Galilea. Jesús se dirige, pues, a lo más débil y despreciable, a los condenados de la sociedad.

Se hace evidente que el Dios de Jesús no es el todopoderoso que habita en las alturas. Es el Dios de los que sufren y, al mismo tiempo, el Dios que sana. Jesús no viene a reformar la vida religiosa de Israel, sino a ayudar a que la vida concreta de la gente sea menos dura, menos limitada. Viene a liberarla del poder del mal, a ofrecer la salvación. Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino. La misión que Jesús encarga a sus discípulos es la misma suya: volver la vista hacia los pobres, comprometerse con su causa. Toda una ética de preocupación por el cuidado mutuo entre los humanos. Jesús nos dice que ese es el modo como hay que vivir para entrar al Reino; así se construye la relación del hombre con Dios.

Las dolencias que Jesús encuentra en los caminos y aldeas de Galilea son las propias de un pueblo pobre, las mismas que hoy se exhiben en los lugares aquejados por el más agudo subdesarrollo. Ciegos, paralíticos, sordomudos, desquiciados mentales, llagas repugnantes, enfermedades de la piel o lepra para la gente de esa época. Tales dolencias acarreaban, como es obvio, penosas incapacidades para vivir con dignidad y ganar la estima de la comunidad. Esta situación, propia de la enfermedad en todo tiempo, era aún más grave en Israel. El enfermo cargaba, además, con una lacra moral, pues su dolor era visto como consecuencia del pecado, sea propio o de los antepasados. Los cojos, los ciegos, los leprosos eran gente impura que no podía participar en la vida religiosa del pueblo. El enfermo era marginado de la sociedad y obligado a la mendicidad. Los pobres no tenían ninguna posibilidad de consultar a un médico, un curandero o a un exorcista profesional. ¿No ocurre hoy algo similar?

La buena nueva predicada por Jesús es, entonces, el anuncio de la fuerza sanadora de Dios que brota de su amor compasivo. A Jesús también se le conmueven las entrañas. A diferencia de los curanderos, “las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, despiertan a los vencidos por la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios. Era su estilo de curar” (Pagola). Jesús nada busca en recompensa, solo pide la fe, es decir, la aceptación de la vida como un don gratuito de Dios.

“Creo, pero ayúdame en mi poca fe”. También lo pedimos nosotros. La fe no es creencias en verdades positivas del ámbito de la razón. La fe es una afirmación inscrita en el corazón. Es un convencimiento acerca de lo bueno y lo definitivo de la irrupción de Dios en nuestra vida. Creemos en un Dios que nos ofrece la sanación de las heridas nuestras y de todos los humanos. Efectivamente, creer es confiar plenamente en que la vida triunfa sobre la muerte y sobre todo mal. Y esa fe nos invita a actuar en consecuencia. Lo contrario de la fe es, entonces, el fatalismo, el pesimismo radical que se lamenta: “no hay nada que hacer”, “no se puede cambiar este mundo”, “hay que ser realistas”. Este era el fatalismo de los pobres, los enfermos y los pecadores en tiempos de Jesús. Superar ese fatalismo era la condición para ser sanado. En ausencia de la fe, él no podía obrar la curación. Esto le ocurrió en su propio pueblo de Nazaret.

Ahora bien, con la mirada puesta en Jesús, podemos concluir sobre cómo podría ser la misión de la Iglesia. En lo esencial, ella consiste en suscitar la fe en el mundo de hoy, un mundo tecnológicamente muy desarrollado, capaz de proezas en el campo del conocimiento y de la producción de bienes materiales, pero que se niega a aceptar como posible, la superación de males que aquejan a los humanos, la lucha contra el sufrimiento de millones. La misión de la Iglesia no es otra, pues, que la de sembrar la esperanza, formar testigos de la esperanza, de una confianza de que la Vida ha de triunfar sobre el Mal. Jesús cargó con su cruz, y por ello fue resucitado. Es la obra de Dios.

Las comunidades que, en su conjunto, conformarán la Iglesia, no pueden ser distintas de su Maestro. Tal como aquel, deben vivir insertas en el mundo de los últimos, en medio de los leprosos de hoy. Sólo así podrán contribuir a la sanación de sus heridas, despojadas de todo sentimiento de superioridad y paternalismo. Sólo así pueden sembrar la fe y la esperanza. Pero tampoco deben olvidar que a ellas no se les ha dado el monopolio de la esperanza. Desde diversos horizontes convergen muchos buscadores de lo humanamente bueno y verdadero. A través de ellos opera también hoy la fuerza de Dios, el Espíritu Santo. Por lo tanto, con todos esos buscadores, la Iglesia renacida de la crisis, debería anudar un solemne pacto ecuménico.

Andrés Opazo



¿QUÉ HAY EN LA DEMOLICIÓN?

¿Qué se pierde con la demolición de una casa? ¿Paredes, recuerdos, vivencias, hitos de familia? ¿O cuando un incendio lo destruye todo? ¿O un terremoto? De todas esas experiencias ha vivido y está viviendo mi querida Viviane.

La casa de madera está en un condominio a cuarenta y cinco minutos de Santiago, donde el sol se esconde en el llano, muy al fondo del valle. Se empina por la mañana para iluminar espacios verdes cada vez más sedientos pero igualmente hermosos. Luchan por permanecer en un clima hostil, cuando el invierno solo se distingue por el frío, pero el agua escasea. Y la que hay, otros se encargan de desviarla. Los cursos no siguen su huella y se “atascan” para otros beneficios.  Allí, en ese entorno ha permanecido la casa de madera, precaria, sencilla, silenciosa, para dar cobijo a una pareja que la abandonó hace cinco y seis años, los padres de Viviane,  aunque siempre permanecieron en cada rincón, en cada objeto, hasta ahora. Ellos la rodearon de aromas en los jardines. Crearon nuevas huellas para descubrir rincones cercanos y encantados. El sendero principal lleva a una cascada que hace diez años arrastraba el sedimento de la cordillera cercana. Su sonido era un murmullo de paz, de helechos y grandiosas hojas de mantos de Eva que parecían cubrirlo todo. Altivas ayer, hoy están en la búsqueda de la supervivencia, anticipándose a un futuro incierto.

La casa de madera fue espacio lleno de vida, de sueños y proyectos. Los padres hicieron de ese lugar su refugio permanente. Allí recibieron a hijos, parejas, maridos, esposas, convivientes, nietos, bisnietos y amigos de toda condición. Con una generosidad a toda prueba. Siempre dispuestos para que esa parcela fuera un punto de encuentro, de acuerdos y desacuerdos. De ilusiones y realidades. Y los años pasaron. Los nietos crecieron hasta convertirse en adolescentes. En hombres y mujeres buscadores de vida. Han pasado por allí  parte de las generaciones de una familia.  

La casa les vio venir, sintió su calor, sus voces. La casa evoca sus recuerdos, también sus angustias. Al final de la jornada, la casa se queda en el padre, con el lamento de su impotencia, cuando el cuerpo no le respondía. Lo cobijaba. Solo lo escuchaba en silencio, esperando que la vida fluyera en él hasta el momento de su partida en el dormitorio matrimonial. Allí se quedó tendido en su cama, con una luz baja y una música suave y envolvente. Sus manos juntas y cruzadas sobre el pecho. Sus dedos parecían más largos, como si la muerte los hubiese adelgazado.

La casa fue testigo del último año de la madre. Un tumor cerebral no auspiciaba sino muerte. Y ocurrió en esa misma casa. En el mismo dormitorio. Al comienzo de la madrugada de un día de invierno. En el julio de noches de helada. El dormitorio se mantuvo por cinco años más guardando esos secretos que hoy revelo. En ambas muertes hubo paz y sosiego, resignación, aceptación más bien. Todo se dio en los tiempos adecuados, con la disposición y la entrega de quienes comenzaron a vivir su partida con mucha antelación. En sosiego. Con conciencia en uno de ellos y solo viviendo en la lejanía del mundo en el otro.

La casa crujió con los cambios de temperatura, se cimbró con los temblores, pero por sobre todas las cosas cobijó con sencillez y austeridad. Como eran sus moradores. Preocupados de su ecuménica espiritualidad. Una pareja culta, con la ambición permanente del conocimiento. Su estructura envolvió sueños y realidades. Supo de viajes maravillosos y de grandes logros, pero se mantuvo altiva en su simpleza. Orgullosa de haber sido continente de una familia unida y regocijada en el encuentro permanente.

Ayer, el techo estaba abierto hacia el cielo por el cual pasan continuamente los aviones que salen de Pudahuel. Los marcos de las ventanas se habían desprendido. Las puertas dejaron de ser custodios de pasos e intimidad.  Todo cambia de carácter. En pocos días no quedará nada en pie. Las maderas serán transformadas y todo se convertirá en pasado. Pero para Viviane y para cualquiera que haya vivido esos espacios de estufa a leña, de fotografías,  videos, de largos relatos y comidas festivas, todo quedará en su memoria. Es ahora su patrimonio para siempre.

A la hora de la demolición se atesoran los valores que impregnaron esa estructura sencilla, casi precaria. La riqueza estaba en el alma de los padres, en su preocupación, en el fogón del corazón, toda una herencia para Viviane, que ha sabido dimensionar esa enseñanza y la ha puesto en práctica cada día de su vida. Mirando a los otros, preocupándose por todos. Por años y años.

Rodrigo Silva


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