¿A QUÉ IGLESIA PERTENECEMOS O QUEREMOS PERTENECER?

¿Qué relación de pertenencia o identificación tenemos con la iglesia católica? Esta la reflexión en la que nos introduce Andrés Opazo en su entrega de esta semana. Se declara católico más no una persona de iglesia, al menos de esta iglesia. Sí se siente interpretado por la iglesia que emerge del Concilio Vaticano II. “Era una Iglesia que se cuestionaba profundamente a sí misma, e intentaba redefinir sus tareas y prácticas. Esa era mi Iglesia”, dice con toda claridad. Sin embargo, Juan Pablo II y luego Benedicto XVI “renunciaron al espíritu del Concilio, de apertura y de identificación con las alegrías y los dolores del mundo.” Y concluye diciendo que “hay de índole variada católicos que amamos a la Iglesia del Concilio, de Silva Henríquez y de Arnulfo Romero, a la vez que nos alejamos con vergüenza de la actual, soberbia, autorreferente y permisiva de abusos de índole variada.” Un planteamiento que nos interpela profundamente.

Por su parte, Rodrigo Silva nos relata dos experiencias de un hermoso y reciente sábado. Desde el análisis de la experiencia del dolor y el impacto y enseñanza que representa para cada uno,  hasta el goce de una celebración eucarística con la participación de dos coros envueltos en una oración que revitaliza la presencia de Dios entre nosotros.
Experiencias que nos convocan.

DESENTENDERSE DE LA IGLESIA

¿Me siento miembro de la Iglesia? Fue el tema de una reunión de mi comunidad a la que no pude asistir, por lo que aquí expreso mi punto de vista. Estimo que renegar de la Iglesia y apartarse de ella a causa de los abusos sexuales cometidos por clérigos, refleja una fe un tanto infantil. La Iglesia es la comunidad de fe en Jesús de Nazaret, una comunión espiritual que puede tener diversas modalidades de organización, las que son necesariamente históricas y, por lo tanto, cambiantes según mentalidades y culturas. Los católicos podemos estar más o menos identificados con su actual forma institucional, y podemos emitir juicios sobre su coherencia con nuestra fe.

En mi caso personal, yo no he estado nunca muy comprometido con la estructura de la Iglesia que he conocido. En este sentido, yo no soy, ni he sido un hombre de Iglesia. Pertenecí a la Congregación de los Sagrados Corazones entre los 18 y los 31 años, me sentí miembro de la Iglesia, pero nunca me tocó conocer el mundo eclesiástico ni participar en él. Menos aún como laico. Sin embargo, me duele la realidad de la Iglesia actual. A pesar de tener muy clara la distinción entre Iglesia como institución humana e Iglesia como comunidad de fe en Jesús, la institución no me es indiferente. Desearía ver a obispos, sacerdotes, estructuras pastorales en perpetua interrogación sobre la misión recibida del mismo Jesús, y su adecuación al mundo actual.

He pertenecido al sector más crítico de la Iglesia, pero sigo diciéndome católico y no sólo cristiano, como parecería más políticamente correcto en el día de hoy. Provengo de una familia católica, recibí en la Congregación una formación religiosa que hasta hoy me inspira, allí conocí a cristianos consecuentes con su fe a los que he admirado y con los que me identifico. La lista es larga. Me siento parte de una familia espiritual cuyos referentes pertenecen al mundo católico. Incluso, he participado en tanto católico en actividades ecuménicas, especialmente en Costa Rica. Allí colaboré con el Seminario Bíblico, interconfesional protestante, en donde me propusieron una interesante carrera dentro de la Iglesia Metodista.

En los años del Concilio Vaticano II (1962-1965), a cuya cuarta sesión tuve la fortuna de asistir, me sentí plenamente identificado con una Iglesia institucional que debatía sobre su esencia, que se renovaba, que volvía a su fuente, al evangelio de Jesús, que se abría al mundo real, a otras confesiones, otras religiones y a los hombres sin religión. Era una Iglesia que se cuestionaba profundamente a sí misma, e intentaba redefinir sus tareas y prácticas. Esa era mi Iglesia.

Más tarde y en tiempos de dictadura, tuve la ocasión de observar desde el extranjero el comportamiento profundamente cristiano de la Iglesia chilena conducida por el cardenal Silva Henríquez. Obispos, sacerdotes, religiosas y laicos solidarizaban con los vencidos y apoyaban las luchas del pueblo. Yo deseaba estar allí y participar de ese movimiento. Me sentía orgulloso de ser católico. En esos años, y residiendo en Centroamérica, tuve la oportunidad de conocer la Iglesia de Nicaragua, de Guatemala, El Salvador, en donde jerarquía y comunidades de base luchaban contra dictaduras feroces; varios obispos y sacerdotes entregaron la vida.

Lamentablemente, tales esfuerzos de compromiso humano y cristiano de la Iglesia de los años setenta y ochenta, fueron reprimidos por la propia Iglesia. El miedo del papado a perder poder en sociedades sometidas a grandes cambios culturales, se tradujo en una política marcada por la rigidez y autoafirmación interna. Juan Pablo II y Benedicto XVI renunciaron al espíritu del Concilio, de apertura y de identificación con las alegrías y los dolores del mundo. Optaron por la restauración de una Iglesia del pasado, poderosa y rectora del mundo. Designaron como obispos a personas dóciles, no pensantes y obedientes. Así fueron conformando una estructura de gobierno caracterizada por el poder de la jerarquía, la disciplina del clero y la infantilización de los fieles. La Iglesia recuperaba poder, pero ya no convocaba. Podía ser actor de la política mundial, pero perdía presencia en la sociedad y en la vida cotidiana. Fue cayendo en la irrelevancia social. El golpe de gracia lo dieron los abusos sexuales de parte de un clero, estamento superior y sacralizado a los ojos de los fieles. La Iglesia ya no era sólo irrelevante, llegó a ser desprestigiada y repudiada.

En lo relativo a los abusos sexuales, el factor institucional es decisivo para explicarlos. A partir del siglo IV una Iglesia perseguida pasa a ser la religión oficial del imperio romano. Accede al poder creyendo que podía implantar el Reino de Dios desde arriba. Ya el diablo había tentado a Jesús para que se impusiera bajando desde el pináculo del templo: la misma tentación que confunde a la Iglesia. Ella sucumbe a la tentación cuando funciona mediante un clero todopoderoso legitimado desde lo alto, supuestamente único intérprete de la voluntad de Dios. Al pertenecer a la esfera de lo sagrado, el miembro del clero puede modelar la conciencia del abusado y doblegar su voluntad. He aquí la raíz del problema. En este contexto institucional se sitúa el desempeño personal, o el pecado individual cometido por el abusador. Viene a ser un pecado como cualquier otro que se borra con la confesión. Pero para el ciudadano común y corriente, en el caso de los abusos no hay sólo pecado sino delito. ¿Cómo, entonces, enfrentar el misterio de la cohabitación del perdón de Dios y la necesaria justicia humana? Un misterio que no nos exime de la responsabilidad ante las víctimas.

La Iglesia estará siempre compuesta por hombres, siempre será una Iglesia pecadora; mientras mayor sea su poder temporal y sobre las conciencias, más expuesta estará al pecado. Una institución humana nunca podrá realizar y encarnar el espíritu de las bienaventuranzas: ser verdaderamente pobre, penetrada de mansedumbre, acogedora de los que lloran, hambrienta de justicia, misericordiosa, limpia de corazón, buscadora de la paz, dispuesta a ser perseguida por causa de la justicia. El modelo de Jesús será inalcanzable para el ser humano. La Iglesia siempre dependerá del perdón de Dios.

Hay católicos que amamos a la Iglesia del Concilio, de Silva Henríquez y de Arnulfo Romero, a la vez que nos alejamos con vergüenza de la actual, soberbia, autorreferente y permisiva de abusos de índole variada.

Andrés Opazo


EL SENTIDO DEL DOLOR Y LA ALEGRÍA

Cuando los días están estructurados con antelación y sabemos lo que haremos, usualmente nos preparamos y tenemos ciertas (muchas / pocas) expectativas. Que se cumplen o generan frustraciones. O que simplemente son geniales y lo superan todo. Eso ocurrió (me) el sábado pasado.

Por la mañana fue un encuentro para abrir el corazón. La convocatoria decía que nos dejáramos guiar por el amor infinito de Jesús e intentáramos comprender las enseñanzas que
nos dejan el dolor y el sufrimiento nuestro y de los seres que amamos. Una aflicción,
enfermedad o pérdida por fuerte que sea, con seguridad, nos permitirá crecer en nuestro
desarrollo espiritual o bien cuestionar la fe, con esa rebeldía o rabia natural que a veces nos
nubla. La pregunta era y sigue siendo ¿qué nos enseña el dolor? ¿Cuál es su sentido? ¿Cómo lo procesamos, en qué dimensiones lo vivimos y con qué herramientas?

Este fue un encuentro de esperanza. Porque el dolor estaba en cada uno de nosotros. Lo vivimos grupalmente escuchando los testimonios de cada uno. Fue como los titulares de las noticias esperando su desarrollo. Sabiendo que quizá en algún momento sabríamos algo más, pero esta vez con un interés diferente. Con personas conocidas o desconocidas, cualquiera fuera su condición, todos quisiéramos que esa angustia ojalá se esfumara pronto. Después de una hora o algo más pudimos bucear en nuestras realidades a través de un ejercicio directo y simple, pero profundo y esclarecedor. Qué hecho o hechos de nuestra vida nos han impactado especialmente en el último mes, en el semestre o en este año. Y afloran aquellas dolores o preocupaciones que han estado en el centro de nuestras preocupaciones, de las mías. Y tengo a una mujer en frente, que luego de un tiempo de escuchar hace lo propio y me comenta las suyas y de su aflicción principal. Y me doy cuenta acerca del sentido de escuchar y de ser escuchado. De la importancia de detenerse en el otro. En este caso, de una persona con la cual me habré visto una o pocas veces. Y pienso en los seres más cercanos, los más amados, aquellos con los cuales siento un amor incondicional. Cuánto les le escuchado, cuán preocupado he estado por ellos. Qué sienten, que les aflige, qué nos involucra. De qué nos hacemos cargo por todo el amor que creemos o decimos tenernos. Me pregunto por los espacios creados para que esos encuentros sean fértiles y propicios para escuchar y expresar amor. Para querernos.

Cuánto nos sirve el dolor para comprender la gracia de la vida. Salimos pasada la una de la tarde regocijados, Cada uno sabiendo qué le toca, por qué  lo vive de esa forma y qué contención tiene. Nos abrazamos y nos despedimos, sabiendo que ese espacio permanecerá sagrado en cada uno, sin más comentarios, solo como un ejercicio en el encuentro del amor. En la presencia de Dios.

Y lo de la tarde fue excepcional. Treinta y nueve voces de dos coros en una parroquia repleta –nada usual por estos días de crisis de credibilidad eclesiástica-, con el mismo director para ambas agrupaciones. Núcleos donde se cruzan los orígenes y se capitalizan las experiencias. Donde hay liderazgo y sentido de grupo. En que se canta con la convicción del crecimiento espiritual. Como un servicio del cual los primeros bendecidos somos nosotros.

La misa comenzaría a las ocho de la noche. A las cinco y media  nos encontramos todos, literalmente por primera vez. Saludos, miradas. Sonrisas que dan paso a las complicidades de quienes cantan en las mismas cuerdas. Aquí estamos unidos por el mismo espíritu, con el código del mismo director. Eso ya genera una silenciosa hermandad. Respondemos a los mismos estímulos de un hombre que no sólo dirige, sino que educa. Que sabe estimular enalteciendo lo positivo. Jamás marcar un error, nunca el garrote para infundir temor o demostrar su autoridad. Siempre provocando admiración por su capacidad de estimular al más débil en cualquier faceta del canto. Admirable. Para seguir su ejemplo de liderazgo. Y siempre con humor e imaginación.

Imagino a los doscientos cincuenta o más asistentes que repletaban la iglesia, inicialmente desconcertados con la potencia que emanaba desde lo alto de la marquesina del segundo piso. Se giraban y levantaban sus rostros buscando una explicación a su alegría de compartir el mismo gran espacio, unidos en la fe.

Hubo sincronía total hasta concluir en un aplauso conjunto, entre la asamblea y los intérpretes de canciones que alegraron, enriquecieron y emocionaron la celebración.

Al final del día solo quedaba la excitación de una larga y maravillosa jornada. Uno queda “pasado de revoluciones” recordando muchos de los mejores momentos solo para agradecer, en la que no se piensa en crisis, sino en renovación de la fe, a partir de hermosas experiencias de profundo contenido humano y de total regocijo para el espíritu.

Rodrigo Silva

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