¿ADÓNDE VA NUESTRA DEMOCRACIA?

En esta entrega Andrés Opazo comparte las conclusiones de un artículo escrito por Mario Waissbluth, académico y fundador de Educación 20/20. Apunta a cuatro medidas que le pide con urgencia al Presidente de la República que adopte para comenzar a resolver la actual crisis que pone en grave peligro la democracia. Y luego el propio Andrés analiza, comenta y discrepa, tanto con el eje central de su contenido como con las propias propuestas. Si bien es cierto, las conclusiones son parte de un extenso artículo, son significativas para la conversación actual. Tema de un debate constante y múltiples enfoques.

Por su parte Rodrigo Silva se pregunta qué ha ganado nuestra sociedad luego de estos cuarenta días de convulsión. Dice, “Veo mucho diagnóstico y reflexión de lo que habrá que hacer en el mediano y largo plazo. Pero qué pasa con la urgencia. ¿No es preciso controlar el saqueo, los incendios y el vandalismo? ¿Cuánto tiempo se aguanta la destrucción sistemática que se está viviendo en tantas de las más importantes ciudades del país?

MEDIDAS URGENTES

Mario Waissbluth publicó en El Mostrador, con fecha 25 de noviembre, un artículo sobre la gravedad de la crisis que vive Chile. Comparto sus conclusiones.

Chile está ya en un estado de insurrección generalizada. Desde fuera nos miran pasmados, y la democracia está en peligro casi terminal. La culpa originaria es de la élite chilena, la de derecha pero también de la izquierda que durante 30 años permitió que el “modelito” quedara impoluto, y que lo permitió en el Ejecutivo y el Congreso. Es el “modelito” el que incubó a los 10 mil violentistas, Sename y delincuentes incluidos. Tragedia griega. Este incendio (no es metáfora) hay que pararlo ya, ahora mismo.

El problema es que estamos entrampados entre grupos diversos que confluyen desde distintos ángulos a crear el grave daño: la derecha dura que no quiere abrir los bolsillos en serio; los narcoanarquistas que quieren la destrucción del Estado para expandir su negocio; los miles de jóvenes violentistas que por primera vez en su vida sienten que están viviendo una épica grupal imparable pero nihilista; los ayudistas de izquierda y sus partidos, que no quieren comprender la gravedad de la situación y siguen aplaudiéndolos o bien guardando silencio frente a sus atrocidades; y la fuerza pública que ha cometido graves errores, por los cuales ahora están tratando de parar a los violentistas sin poder desplegar la necesaria y proporcional firmeza.

Frente a esta avasalladora crisis, cuatro propuestas.
La primera, la más potente y a la vez más simbólica, es que el Presidente reconozca la verdadera magnitud de la crisis, que entienda que su programa de Gobierno ya feneció, y convoque a un Gabinete de Unidad Nacional, que abarque el más amplio espectro político partidario (excluyendo ambos extremos), y con participación de algunos independientes que gocen de respeto transversal. Solo así podremos salir adelante.

La segunda es el llamado urgente a una misión internacional, sea de la ONU u otro ente respetado y neutral, que venga a revisar la “verdadera verdad” de la violencia perpetrada por ambas partes, tanto la innecesaria y no proporcional de Carabineros, como la de los vándalos contra los Carabineros y contra la sociedad en su conjunto, para esclarecer de una vez por todas las responsabilidades de todos y para explicarle a la ciudadanía, de manera creíble toda, los daños causados hasta ahora, humanos, económicos y morales.
Hoy nadie le cree al Gobierno, ni tampoco a este y las Fuerzas Armadas les convino creer a la reciente visita de Amnistía Internacional. Necesitamos desesperadamente creerle todos juntos a alguien, en no más de un par de semanas. Cruzo los dedos por que el inminente informe de Humans Rights Watch cumpla este propósito y sea aceptado por todos. Simultáneamente, es necesario crear una Comisión de Verdad y Reconciliación para reparar los daños a las personas, o a sus deudos en casos de fallecimiento.

La tercera propuesta urgente es un pacto social y económico en serio, consistente en un plan a 10 años, en que se aumenten gradualmente los tributos o aportes de las personas más ricas en 5% del PIB anual, para ser destinados a una detallada y consensuada lista de beneficios sociales en pensiones, salud, educación, salario mínimo, etc. Lo destinado hasta ahora por el Gobierno es una migaja, 0.4% del PIB, y no llegará a ninguna parte.
Presidente, le suplico que escuche a más Desbordes y menos Larroulets, o nos vamos a hundir. Si los partidos lograron el gran éxito de concordar un plan constitucional, los queremos ver ahora concordando un plan visionario para una nueva república afín a países como Nueva Zelanda o Dinamarca. Juéguesela, Presidente, por favor no siga escuchando a los autores del modelo neoliberal extremo, porque vamos a vivir de explosión en explosión. Juéguesela también para cambiar el Código Penal en un plazo muy breve, de modo que podamos poner en la cárcel a cualquier criminal de cuello y corbata, ya no soportamos más los cursillos de ética.
La cuarta y última propuesta, que me hace temblar la mano al escribirla, es que haya un nuevo pacto político “por la paz y la justicia en serio”, que abarque a toda la izquierda y la derecha, para devolver el monopolio de la fuerza al Estado, el único que la puede y debe tener, y que la debe aplicar de manera firme pero proporcional, justa pero eficaz.

Esto significa en primer lugar que los ayudistas de izquierda comprendan en plenitud adónde nos están llevando con sus gustitos y que comiencen a denunciar la violencia en serio. Es necesario poner a los Carabineros en la calle con todo su poder, carabinas, guanacos y zorrillos, pero con todo el apoyo político necesario para ejercer la fuerza pública con la proporcionalidad necesaria. No tengo duda alguna de que Carabineros deberá ser intervenido y reestructurado completamente, más temprano que tarde, pero eso toma tiempo y no se puede hacer en medio de este megaincendio. Y si se necesitaran militares imponiendo un toque de queda real y no de escaparate, también. A estas alturas no podemos tenerle miedo a ninguna medida relevante, ni tampoco el Gobierno.
Veo con angustia a mi país hundiéndose, con cada vez más y más amplios territorios controlados por los narcos, con nuestros hospitales, escuelas y supermercados incinerados, eso sin pensar todavía en nuestros preciados bosques, que estoy seguro que son la tragedia que se avecina.

Para parar las denuncias o defensas espurias de ambos lados, debemos poner en la calle observadores internacionales tipo “cascos azules”, a quienes todas las partes crean, que estén autorizados para ver cómo se para esta crisis sin cometer atrocidades, en esta verdadera guerra de los narcos, anarquistas y violentistas, no solo contra el Estado, sino también contra la nación y sus ciudadanos. Este desastre hay que pararlo ahora mismo y los vándalos no van a escuchar razones. La guerra no es contra los ciudadanos indignados, es contra los narcoanarquistas, armados y temerarios que no solo amenazan la seguridad e integridad de la nación, sino que están a punto de tomársela, con 17 millones de rehenes adentro.

Si no hacemos todo esto, el escenario más probable es que los militares terminen haciéndolo igual, muy pronto y sin nuestro permiso, con un baño de sangre, y que la democracia se nos vaya al demonio por mucho tiempo. Es lo que espera el 10-20 por ciento de pinochetistas del país. Los más viejos lo sabemos. Jamás imaginé escribir esto siendo yo mismo exiliado por Pinochet durante 14 años. Lloro al terminar esta columna. Fúnenme ahora.

Andrés Opazo


URGENTE SÍ; APOCALÍPTICO NO

Mario Waissbluth publicó en El Mostrador (25 de noviembre) un artículo sobre la gravedad de la crisis que vive Chile, que ha provocado gran impacto por su dramatismo; a su juicio, el país se encuentra al borde de un abismo catastrófico. La virtud del artículo reside, a mi modo de ver, en su aptitud para motivar la reflexión y el debate. Teniendo inmenso respeto por la obra y el pensamiento de este autor, y compartiendo su inquietud y urgencia, deseo expresar aquí mi abierto desacuerdo sobre algunos puntos. Resumo en primer lugar las cuatro medidas que propone en sus conclusiones.

La primera: que convoque a un Gabinete de Unidad Nacional, que abarque el más amplio espectro político partidario (excluyendo ambos extremos), y con participación de algunos independientes que gocen de respeto transversal.
La segunda es el llamado urgente a una misión internacional, sea de la ONU u otro ente respetado y neutral, que venga a revisar la “verdadera verdad” de la violencia, esclarecer las responsabilidades de todos. Simultáneamente, crear una Comisión de Verdad y Reconciliación para reparar los daños a las personas…
La tercera propuesta es un pacto social y económico en serio, un plan a 10 años, en que se aumenten gradualmente los tributos a las personas más ricas en 5% del PIB anual, para ser destinados a una consensuada lista de beneficios sociales en pensiones, salud, educación, salario mínimo, etc. Lo destinado hasta ahora por el Gobierno es una migaja, 0.4% del PIB.
La cuarta y última propuesta es que haya un nuevo pacto político “por la paz y la justicia en serio”. Poner a los Carabineros en la calle con todo su poder, carabinas, guanacos y zorrillos, pero con todo el apoyo político necesario para ejercer la fuerza pública con la proporcionalidad necesaria.

En primer lugar, quisiera manifestarme sorprendido en un punto central del diagnóstico de Waissbluth. Atribuye un rol fundamental a “grupos narcoanarquistas que quieren la destrucción del Estado para expandir su negocio”. Ignoro el fundamento empírico de tal afirmación. Sobre el narcotráfico, no cabe la menor duda acerca del drama que desencadena en poblaciones populares. Pero la violencia que impone no se orienta a la destrucción del Estado. Quizás el negocio requiera justamente lo contrario: que el Estado permanezca ausente e innombrable. En el seno del pueblo podría existir un anarquismo práctico, un rechazo del orden que margina al de abajo, pero no uno teórico, político y programático. Las hordas de encapuchados y violentitas que saquean e incendian lo que encuentran a su paso, parecieran provenir, más bien, de jóvenes y no tan jóvenes radicados en la marginación (lumpen?), pero que carecen de una lógica política. Ante la inoperancia del Estado, ocupan la calle, imponen sus términos, disfrutan entre fogatas de un verdadero poder que nunca imaginaron. Delincuencia pura y dura sin buscar las cinco patas al gato.

La primera propuesta, la de conformar un Gabinete de Unidad entre todos los sectores, me hace recordar a Julito Martínez. Sostenía este famoso locutor que el mejor gobierno, a semejanza de la selección nacional de futbol, debería formar gabinete con los mejores jugadores de todos los partidos políticos. Pero tal gabinete es una ficción, irrealizable por razones obvias; en la actualidad nadie aceptaría integrarlo. En lo medular, considero que hablar de “unidad” en general, es algo vacío, incluso demagógico. Sólo es fecunda la unidad que se gesta dentro de un proyecto político. Por otra parte, para realizar un cambio profundo no basta la acción de la cúpula política, el gabinete de ministros. En las actuales circunstancias, sólo puede provenir de la inclusión de los representantes de organizaciones sociales - como la Mesa de Unidad y otras - en el debate y en las decisiones. Las instituciones políticas no son sagradas e inmutables; si en un momento colapsan, la solución debe venir de una mayor democracia, más participación, audacia y creatividad. La unidad que es realmente imprescindible, es aquella que se modela entre las fuerzas y energías por el cambio. Hoy no se aceptan cambios cosméticos ni con letra chica. Son esas fuerzas las llamadas a restablecer el orden deseado. Están forzadas a comunicar su proyecto realizable de país.

En cuanto a la segunda medida, la necesidad de una misión de la ONU para revisar la “verdadera verdad” de la violencia, esclarecer las responsabilidades y crear una Comisión de Verdad y Reconciliación, estimo que ello puede ser deseable y necesario una vez recuperada la paz. No responde a la urgencia del momento.

La tercera medida propuesta es indispensable para recrear las confianzas: el acuerdo sobre un pacto social proyectado a 10 años, que grava al estrato más rico del país con una tributación adecuada para financiar una agenda social profunda y de largo plazo. Ahora bien y dado el desprestigio y falta de legitimidad de las cúpulas políticas y de los poderes fácticos rectores de la economía, tal pacto social debería contar con la firma de las organizaciones sociales más estratégicas.

Pero es la última de las cuatro medidas de Waissbluth la que me parece inaceptable. A su juicio, la solución a la crisis debería residir en una guerra contra los narcos, anarquistas y violentistas, en el supuesto de que los vándalos no escuchan razones. Se requiere, entonces, poner en la calle a carabineros con todo su poder, con armas, zorrillos y guanacos, y con todo el respaldo del Estado. Estaríamos regresando a Pinochet. El diálogo y la comprensión profunda podrían llegar sólo después de la guerra. Pero hoy es el momento de las armas. Esto es lo que dice Waissbluth, aunque lo diga llorando. No exagero nada; es cuestión de volver al texto de la columna.

Escuchamos de nuevo hablar de guerra. Ahora contra los narcoanarquistas... ¿Existen estos realmente? Ya aludí al gran déficit de diagnóstico de Waissbluth. Aún más grave es el recurso a la guerra, aunque se trate del narcotráfico. Sobre este punto, habría que escuchar a mexicanos y colombianos acerca del resultado de las estrategias de guerra contra los carteles. Han provocado más violencia, muerte, destrucción y corrupción. ¿Esa guerra queremos para Chile?

Como ya lo han indicado algunos a propósito de la columna que comento, la angustia de muchos puede ser comprensible, no así la propagación de la desesperanza. Menos la opción por una violencia restauradora y redentora.

Andrés Opazo


¿QUÉ HEMOS GANADO?

Han pasado algo más de cuarenta días desde que nos dimos cuenta que Chile es como un iceberg. ¿Por años solo vimos la superficie de nuestra realidad? Somos un país desigual, profundamente desigual.  1% de la población acumula el 25% de la riqueza generada en el país. (Desiguales: orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, PNUD). Tenemos bajas pensiones. Muy bajas. La salud pública presenta serias dificultades. Y tantos otros temas. Pero hace menos de dos años el electorado votó del centro a la derecha, entendiendo que su nivel de vida mejoraría. Que el estándar material de su vida sería más adecuado. Pero esa promesa se fue diluyendo luego de un año y medio. Todo es contradictorio. Un Informe Mundial de la Felicidad, publicado por la ONU, en fecha reciente presentaba a Chile como “el país más feliz de Sudamérica”, aun cuando los chilenos dicen sentirse felices con su vida pero no con la sociedad. El estudio citado en el análisis de “La felicidad de los chilenos. Una aproximación a la paradoja latinoamericana,”, del Centro de Políticas Públicas de la Universidad del Desarrollo, evidenciaba varias paradojas, como que los jóvenes entre 15 y 24 se declaran muy satisfechos con su vida, pero al mismo tiempo presentan las más elevadas tasas de suicidio, siendo hoy día la primera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 19 años.

A pesar de todo, jamás imaginé lo que ocurriría a partir del 18 de octubre. Hablo por mí. Habíamos visto excesos como el incendio en el Instituto Nacional, días antes, pero los jóvenes masivamente saltando y luego rompiendo los torniquetes del Metro, nunca. Y lo que vino a continuación, nunca antes. Hasta ahora que escribo estas líneas. Como la coordinada destrucción e incendio de decenas de estaciones del Metro. Nunca. Como tampoco una marcha de 1,2 millones de personas en Santiago. Y otras tantas, en distintas ciudades de Chile, con ese grado de masividad. Me parece que nunca. Como tampoco la violencia desatada, el saqueo permanente y la destrucción generalizada, que ha continuado, en diferentes grados, pero cada día con más violencia. Muchos, quizá muchísimos, no sé cuántos, pero muchos miles, hemos sentido que el estado ha sido completamente incapaz de poner freno a tanto descontrol, locura e irracionalidad. Otros dirán que es la expresión de la rabia acumulada por tantos años. Una respuesta a tanto abuso. El sacerdote Mariano Puga, por ejemplo, a poco andar, en una carta expresaba: Ese pueblo tiene el derecho a destruirlo todo porque todo le han destruido, habrá que preguntarse ¿¡Qué cariño le hemos tenido, qué hogar les hemos brindado!? ¿Qué amor les hemos dado? ¿Qué he hecho yo por afectar para mejor sus vidas?". Profunda reflexión del sacerdote, una gran interpelación para nosotros los cristianos, pero al mismo tiempo, me parece, mucha, muchísima bencina para la hoguera. Y esta mañana para afirmar aún más la crisis, el Ministro de Defensa confirmaba lo que es evidente. Los carabineros están absolutamente sobrepasados. Desbordados.

En paralelo, las organizaciones de defensa de derechos humanos, de Chile e internacionales, han coincidido en denunciar abusos de la fuerzas de seguridad, maltratos, vejámenes, lesiones oculares, uso de municiones indebidas y muertes. Hay cifras. Hay preocupación porque, se indica, no se han cumplido los protocolos de protección. Hay que investigar y condenar los excesos policiales, como también hay que hacerlo con el ataque sistemático que ha sufrido la policía de parte de personas escudadas en grupos y turbas, encapuchados y a cara descubierta. Estoy seguro que quienes manifiestan pacíficamente no quieren agredir a Carabineros. Es probable que en muchos casos desearían abrazarles y quizá en ocasiones agradecerles. O incluso, compadecerles por el desprestigio generado por los millonarios desfalcos.

¿Qué hemos ganado en estos “cuarenta días”? ¿Darnos cuenta de la avaricia, el egoísmo, la tozudez, la indiferencia o la codicia de muchos? ¿La nuestra quizá también? ¿Es necesario este nivel de vandalismo extremo para que los partidos políticos y el gobierno se hagan cargo del descontento y la desesperanza de varios millones de chilenos? ¿Para que la institucionalidad del estado tenga una respuesta concertada y coherente?

Veo mucho diagnóstico y reflexión de lo que habrá que hacer en el mediano y largo plazo. Pero qué pasa con la urgencia. ¿No es preciso controlar el saqueo, los incendios y el vandalismo? ¿Cuánto tiempo se aguanta la destrucción sistemática que se está viviendo en tantas de las más importantes ciudades del país? Hablamos de tiendas, de farmacias, de supermercados, de centros comerciales, de hospitales, de semáforos, de estatuas, de rejas, de bancos. La lista es innumerable. La realidad se parece a una novela de Saramago. Pero claro, eso no es todo. Habría que anunciar medidas significativas y profundas, estructurales, que se hagan cargo efectivamente de las demandas sociales. ¿Podrá hacerlo este gobierno? ¿Y si lo hiciera, sería suficiente? Para quienes desean destruir nuestra democracia nada pareciera ser adecuado, salvo la destrucción y la anarquía.

Imaginemos un poco el futuro después de esta convulsión social. ¿Cuáles serán nuestras tasas de crecimiento? ¿En qué nivel estarán las inversiones públicas y privadas? ¿Qué ocurrirá con la inversión externa? ¿Cuál será el nivel de desempleo? En suma ¿habremos mejorado nuestra calidad de vida como país o nos empobreceremos? ¿Seremos un país más solidario y sensible? ¿Tendremos una democracia más sólida o transitaremos caminos autoritarios? ¿Quiénes serán os ganadores y perdedores luego de este período de incertidumbre?

Me opongo a todo tipo de violencia. Sin distinción. De los agentes del estado, del lumpen, de los anarquistas, encapuchados, narcos o como se llamen. Me encantaría lograr, al parecer la utopía de vivir en una sociedad equilibrada, de deberes y derechos, con justa distribución de la riqueza, con adecuada valoración y respeto por el rol de cada uno. Una sociedad de acuerdos y grandes proyectos estratégicos en áreas claves de desarrollo, con políticas de estado, donde los gobiernos sean administradores, con sus matices, de un ideario colectivo. Sé que es difícil y en estas circunstancias quizá sea una desesperanza. Pero habría que intentarlo.

Rodrigo Silva

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