EL ESPÍRITU DE JESÚS QUE INSPIRA NUESTRA VIDA
Quienes lean hoy esta entrega lo harán en el 2019, para los demás, 2020. Pero para todas será el mismo contenido. Andrés Opazo, en una sociedad cada vez más secularizada, nos invita a “conjugar en nuestro espíritu - y sobre todo en nuestra actividad personal – una profunda mística o espiritualidad con una preocupación por la política contingente, por cuanto es la instancia responsable del destino de la gran mayoría de la gente, de una vida más digna para ella, más justa, feliz y humana.” ¿Cómo es percibida y qué tipo de problemas genera en nuestra vida? En esta gran pregunta se sitúa la reflexión de Andrés. Gran tema para abordar la responsabilidad de los seguidores de Jesús, sobre todo en la hora actual de nuestro país.
Por su parte, Rodrigo Silva, en primera persona, nos relata una experiencia que fue extraordinaria, a través de una participación muy especial en una multitudinaria misa el pasado 24 diciembre, con efectos posteriores el domingo 29. Experiencia de canto y de unidad con Dios.
Para todos ustedes, que este año han sido seguidores de este blog, lo han compartido y también hecho llegar sus comentarios y aportes, nuestro reconocimiento y esperanza para que el nuevo año sea de mayor justicia, concordia y paz.
EL APORTE CRISTIANO HOY: MÍSTICA Y POLÍTICA
Estoy convencido de que nosotros, los
que pretendemos inspirarnos en Jesús, debemos conjugar en nuestro espíritu - y
sobre todo en nuestra actividad personal – una profunda mística o espiritualidad
con una preocupación por la política contingente, por cuanto es la instancia
responsable del destino de la gran mayoría de la gente, de una vida más digna
para ella, más justa, feliz y humana. Sin embargo, esta ambición no siempre es
bien comprendida. El actual contexto de aguda crisis política vivido en Chile
resalta aún más esta dificultad. Pero allí puede radicar el aporte cristiano.
En términos generales, juntar la
mística con la política puede ser como el agua y el aceite. Ellas se sustentan en
experiencias humanas, en actitudes y prácticas sociales si no antagónicos, al
menos muy disímiles, carentes de canales de comunicación. Pues se supone que el
místico accede a la esfera de lo trascendente, esencial y definitivo, por lo
que se aleja de la contingencia terrenal. El político, por su parte, volcado
hacia el pensamiento, el debate y la gestión de la convivencia social, puede estimar
inútiles o perjudiciales los devaneos místicos.
Desde la política no se mira bien a la
mística. La religión es el opio del pueblo. La izquierda puede sospechar de
idealizaciones y mixtificaciones provenientes de una visión religiosa del
mundo. Lo mismo la derecha, pero en sentido inverso; ella tiende a despotricar
cuando el religioso “se mete en política”. Ha sido su respuesta sistemática desde
la dictadura hasta hoy.
Pero el desencuentro entre religión y
política acontece sólo en circunstancias históricas críticas. Lo religioso y lo
político han ido tradicionalmente de la mano, requiriendo el uno del otro, en
una mutua complementación y sostenimiento. La religión griega era la religión
de la polis y sus dioses protectores, garantía del orden. En el imperio romano,
así como entre los primeros imperios del medio oriente (asirios, caldeos,
babilonios) se llegaba a endiosar a emperadores y caudillos militares. Israel
era el pueblo de Dios y debía regirse por su ley. Para el islam también ha sido
extraña la distinción entre política y religión. Y durante siglos el
cristianismo no pudo imaginar otra cosa que la unión entre la Iglesia y el
Estado, pese a naturales disputas de predominio.
Pero hoy las cosas son muy distintas. En
los países de tradición cristiana, el cambio cultural ha sido drástico. El
proceso de secularización es un hecho real que no conoce retroceso. Hoy vivimos
en un mundo laico entregado no a la voluntad de Dios sino a la responsabilidad
humana. Las sociedades se han emancipado de la tutela ejercida durante siglos
por la Iglesia. Ante el avance de la ciencia, el conocimiento, la
experimentación, las tecnologías, se ha diluido la cosmovisión religiosa del
mundo. Otro tanto ha ocurrido con la moral; ella se ha alejado de la religión para
encontrar sus propios fundamentos racionales. La interlocución o el debate al
respecto han fortalecido el pluralismo. Los hombres han devenido autónomos para
definir el bien y el mal, aún desde posturas encontradas. Así es nuestro mundo
actual, en este marco cultural vivimos. Dios ya no es necesario. Incluso los
creyentes estamos obligados a vivir en sociedad como si Dios no existiera. Un
desafío de renovación y profundización de la fe.
Ya no se pide a la religión explicar
lo inexplicable, y se la ha liberado de su tarea tradicional de normar la vida,
de acatar “lo natural”. Al mismo ritmo, ella experimenta un virtuoso
desplazamiento. Para dar sentido a la vida, su función primordial, ya no
recurre a cuestiones metafísicas. Hoy está llamada a inspirar una ética
universal. Y con ello la religión misma se ha vuelto más humana. En el caso del
cristianismo actual, lo realmente “sagrado” ya no se sitúa en el plano de las
creencias, dogmas, templos, ritos y autoridades supremas. Lo único sagrado ha
llegado a ser la vida humana, la dignidad humana, los derechos humanos, la justicia,
la felicidad compartida, la búsqueda de progreso material y espiritual de la
humanidad. Los grandes valores modernos, libertad, igualdad, fraternidad, aunque
procedentes de un humus cristiano, se han instalado ahora en el mundo laico. Por
eso celebramos: “Bendita secularización”.
La Iglesia la ha resistido con todas
sus fuerzas y perdido cada una de sus batallas. Pero esa derrota ha abierto una
nueva oportunidad: un retorno al Evangelio. Hoy descubrimos que el ser
cristiano no es cosa de creencias sino una forma de vivir, un intento seguir el
modelo de Jesús, tal como lo vemos en los evangelios. Al encontrar a los que serían
sus los primeros apóstoles les dijo: “ven y sígueme”. Hoy nos lo dice a cada
uno de nosotros. Ese seguimiento es lo central, más importante que las
doctrinas, sea sobre la misma existencia de Dios, la divinidad de Jesús, o la
virginidad de María…
Jesús no se arrimó nunca al templo, ni
a los sumos sacerdotes, ni a los letrados, ni a la capa privilegiada dueña del
poder. Se dirigió a las aldeas de Galilea, a la muchedumbre de marginados de su
tiempo: “el Reino de Dios está entre ustedes”. Sanó a los leprosos, dio vista a
los ciegos, levantó a los postrados… Proclamó bienaventurados a los pobres, a
los que lloran, a los misericordiosos, a los que buscan la paz. Se identificó
con el Buen Samaritano, el hereje que cuidó las heridas del caído y que había
sido ignorado por sacerdotes y gente de la religión. El criterio definitivo de
salvación fue: “porque tuve hambre y me diste de comer, porque estuve enfermo y
me visitaste” … entra en el Reino preparado por el Padre.
Para Jesús lo que vale es el
comportamiento, la adopción de una ética, es decir, la relación con los demás. Un
solo mandamiento: amar al prójimo, al otro, al desconocido, a la muchedumbre
postrada. Se nos exige tratar de hacer efectivo y eficaz el amor en el terreno
de lo vivido: que todos sean reconocidos como personas, que se progrese hacia mejores
condiciones de vida material y espiritual. La ética de Jesús se proyecta, pues,
al campo político. Si él hubiese sido un simple predicador de buenas
intenciones, no lo habrían matado como un peligro para la sociedad.
Pero el evangelio no es sólo una
ética. Es esencialmente una Buena Noticia que, como tal, ilumina el sentido y
alegra el corazón. Jesús pasaba noches enteras en unión con Dios. Hablaba de su
ternura como Abbá, equivalente a “papito”. En definitiva, la Buena Noticia
consiste en que podemos confiar en que Dios es Amor, y que ese amor puede
habitar en cada uno de nosotros. La Buena Noticia consiste en creer
existencialmente que el mismo Espíritu de Jesús puede inspirar nuestra vida. El
Evangelio nos dice de diversas formas que eso es lo que Dios quiere para
nosotros. Y nos recuerda a cada paso que se lo podemos pedir con confianza. Hemos
creído en el amor.
Unión con Dios y desvelo por los otros
hasta las últimas consecuencias, fue la marca de Jesús. Puede ser también la
nuestra si lo pedimos con fe. En la actual confrontación que vive el país, la
conjunción entre mística y política puede ser el signo de los cristianos, a
riesgo de ser rechazados, tal como Jesús.
Andrés
Opazo
SOLO CON DIOS
Concluimos un año con un sorprendente final. Desde 18 de
octubre en adelante. Y quizá por mucho tiempo. Para mí también lo fue. Con un
primer cierre maravilloso el 24 de diciembre y algo que estaría por venir el
domingo 29. Con una tarde aún soleada y calurosa nos subimos con Juan Pablo al
altar, amplio y sencillo construido en una explanada a los pies de la
cordillera, en Lo Barnechea. La gente por varios miles ocupaba todas las sillas
y las graderías. Faltaban pocos segundos para que el coro terminara diciendo “Hoy nos ha nacido el Mesías, el Señor, aleluia,
aleluia, a-le-lu----ia”. Concluida la frase tendría que comenzar, solo
desde el ambón: “Cantad al Señor un canto nuevo ….”
Lo imaginé al menos con cuarenta y cinco días de
anticipación. Cómo me enfrentaría a esas miles de personas que estarían celebrando
el nacimiento de Jesús, básicamente familias, parejas, jóvenes, muchos jóvenes
y gente de edades superiores. Todos convocados por un cura con decisión y
carisma, en medio de una iglesia complicada por los abusos y por la forma de
enfrentarlos. ¿Estaría tan emocionado que sería difícil cantar, como nunca
antes lo había hecho, ante tal muchedumbre? Claramente la emoción debía ser
controlada y transformada en gozo. Mi voz, el fraseo, debería trasmitir la
emoción de un acontecimiento extraordinario que cambiaría significativamente la
historia de la humanidad, hace poco más de dos mil años. Habría que decirlo
muchas veces, cantarlo muchas más. Ensayarlo todas las veces que fuera preciso.
Dos días antes, en la misa del domingo 22, hablé con
Jesús. Te alabaré ante miles de personas, creo en ti, en tu ayuda y protección.
Acompáñame. Dame toda la fuerza que necesito para trasmitir con decisión el
mensaje del Salmo 95, compuesto por el sacerdote Orlando Torres. Doble cobijo,
doble protección, porque este compositor fue el mismo que nos dirigió en el
Parque O´Higgins cuando vino el Papa hace ya prácticamente dos años. Una
experiencia coral con quinientas personas.
Algunos días previos, Alvaro, nuestro joven y
talentosísimo director dijo algo que parece obvio, pero que tiene todo el
sentido del mundo. Para trasmitir la alegría, la emoción y el gozo del canto
hay que estar muy seguro de lo que se canta. Y la seguridad solo se logra con
la preparación, hasta que llega a ser dominio. Nada al azar, todas las notas controladas,
el texto analizado y comprendido, de modo que brotara con la espontaneidad de
lo natural. Seguí con el mayor cuidado sus indicaciones. Además, Juan Pablo que
cantaría la segunda estrofa, luego de mi intervención, tenor con un registro y
expresividad extraordinaria, era el soporte ideal, el mejor socio para esta
empresa. Nos habíamos juntado tres semanas consecutivas para preparar tanto las
intervenciones individuales como las dos estrofas que debíamos interpretar en
conjunto. Lo haríamos luego frente al Coro en las sesiones grupales. Por eso,
cuando salí de la misa del domingo 22 me sentí liviano, entregado al cuidado y
protección del Espíritu Santo. Así viví el resto del domingo, el lunes y el
martes 24 hasta el momento en que comenzó la misa. El corazón latía a un ritmo
superior. Pero se tranquilizó al cantar las tres canciones previas al Salmo.
Además, debíamos caminar con Juan Pablo del orden de unos treinta metros para
subir al altar. Fueron pasos de seguridad. Allí sentí, más que nerviosismo,
ansiedad y responsabilidad por la tarea, por el rol de representación de los
coros que participábamos. Allí comprendí el maravilloso regalo que había
recibido de Alvaro, cuando me preguntó si estaría dispuesto a cantar en esas
circunstancias. Qué gran idea que has tenido, recuerdo que le respondí, con un
arrojo tremendo porque nunca antes había tenido una experiencia similar. Nunca.
Y cuando caminamos los seis u ocho pasos desde la escalinata hasta el ambón y
veo (vemos) a la gente congregada y expectante, ya emocionada por lo previo y
por las voces iniciales de tres verdaderos angelitos que habían anunciado el
nacimiento del Mesías corroborado luego por el Coro, miré a lo más alto de las
graderías que estaban al fondo, de frente al altar, levanté la vista al cielo,
miré a Alvaro, haciendo una visera con la mano derecha, y comencé, ésta, la vez
más importante, después de todos los ensayos:
Cantad al Señor un canto nuevo / Cantad al Señor toda la Tierra /
Cantaremos bendiciendo su nombre / Cantaremos sus grandes maravillas.
Luego Juan Pablo diría: Proclamen por siempre su victoria / Contad a los pueblo su Gloria / Ha
brillado una luz desde lo alto / ¡Ha nacido el Mesías, el Señor!
Las dos estrofas finales fueron diversión y emoción, a
dúo, reforzándonos, acompañándonos. Cuando concluimos con el aleluia final, en conjunto con todo el coro, tuve una sensación de
profunda paz. Y también como ser parte de un sueño, más aún cuando al día
siguiente vimos vistas aéreas de un drone y nosotros como verdaderos muñequitos
parados en ese grandioso y sencillo altar.
Lo del domingo 29 fue una ratificación del impacto que
genera la música y el canto. Previo a la misa, el sacerdote nos dijo que mucha
gente había llorado el día 24 con el Salmo 95, comenzando por sus padres. Y
esta vez, en la intimida de una parroquia nos paramos con Juan Pablo y
repetimos desde el ambón lo ya cantado. Concluida la misa, varias personas nos
lo dijeron, con tanto agradecimiento como si nosotros fuéramos los verdaderos
portadores de una noticia extraordinaria. Se me salía el corazón del pecho.
Qué privilegio, qué regalo más hermoso y agradecimiento
por esta experiencia que quedará marcada, como cuando cantamos en ese coro
multitudinario al Papa. Pero ahora también en primera persona. Solo con Dios.
Un privilegio más en mi privilegiada vida.
Rodrigo Silva
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