PRECARIEDAD Y FRAGILIDAD

¿Qué hacemos frente a la precariedad de nuestra existencia? Es la gran pregunta que formula Andrés Opazo en la entrega de esta semana, a propósito de nuestro presente. Dice. “No practico una religión de obediencia ritual, sino de vida interior. El Dios en quien confío, no es el Poder Absoluto postulado desde mi indigencia  … Es más bien lo contrario, es el Amor, como tal siempre es frágil y expuesto. Dios es Amor, es la fuente de donde mana y fluye el amor que nos anima en nuestras relaciones humanas … Es ésta, pues, una religión que invita a todos a la confianza en la vida, a buscar la luz en lugar de instalarse en la confusión.” Gran tema.

Por su parte Rodrigo Silva nos cuenta algo de su experiencia en estos días de “cuarentena”, que nos hará a todos más humildes y que exige un cambio en nuestra valoración de la realidad. Ser más positivos. Cambiar radicalmente nuestra actitud de permanente crítica e inconformismo por una de comprensión y colaboración. Y más significativo y esperanzador para los cristianos que es confiar en la protección del Espíritu Santo, sintiendo su seguridad y amor.  


PRECARIEDAD Y CONFIANZA EXISTENCIAL

Todos caminamos arrastrando ciertas incertidumbres básicas que, en la normalidad de la vida, preferimos ignorar. Las rutinas del día a día tienden a adormecer la conciencia. Hasta que sobrevienen eventos que nos despiertan, nos desconciertan y nos obligan a enfrentar realidades que preferiríamos alejar de nuestro ánimo. Es lo que debe estar ocurriendo hoy con la pandemia del coronavirus.

Como humanidad, hemos llegado a controlar en cierto grado a la naturaleza y hemos ganado en seguridad. Vivimos confiados gracias al nivel alcanzado por la ciencia, la tecnología y su aplicación a la salubridad, al menos en los países desarrollados o en desarrollo. Al mismo tiempo, hemos ido subestimando nuestra fragilidad congénita. Muestra de ello es el gran desconcierto provocado por la pandemia; ¿quién hubiese pensado que podría ocurrir? Sin dejar de reparar en los dolores y crispación que ella acarrea, quisiera pensar en positivo, en la novedad que puede instaurar en términos del despertar de nuestra conciencia. Puedo contagiarme… y también puedo contagiar a otros. Nos hemos dado cuenta de que no saldremos del abismo sino unos del brazo de otros. Un remezón para nuestra cultura del sálvese quien pueda.

Al estar todos involucrados, la solución de fondo no puede venir sino de la política, la previsión de recursos para la prevención, el tratamiento sanitario y la reparación a los dañados. Pero este no es mi tema en esta página. Ahora quisiera referirme a lo que ocurre en nuestro ánimo y en nuestro espíritu en términos de la conciencia de fragilidad o precariedad existencial. Tal tipo de conciencia – en el fondo, conciencia de finitud – constituye la base antropológica de la religión. Así lo atestigua la humanidad desde su amanecer en el planeta. Sus vestigios demuestran la inquietud humana por acudir a un Poder Superior y atraer su benevolencia. Y no es sólo cosa de un ayer lejano. He visto a mujeres en pleno terremoto, de rodillas en la calle, golpeándose el pecho y clamando ¡Misericordia Señor!... En general, la práctica religiosa, los ritos, las plegarias, cumplen la función de atraer esa benevolencia. La religión viene a ser un fenómeno natural, una suerte de contrato: “do ut des”. Te ofrezco mi obediencia para que Tú protejas mi vida. Lo vemos en las mandas a la Virgen de Lo Vásquez, donde predomina el tema de la salud.

Pero la experiencia de precariedad no es sólo señal de primitivismo; se presenta en dimensiones muy profundas de la vida. Es el caso de la interrogación existencial que surge cuando menos lo esperamos y, debido a su hondo cuestionamiento, muchos deciden no atenderla, o postergarla indefinidamente. Tal experiencia de precariedad puede ser la base, también, de formas más evolucionadas de religión, que han vivido un desplazamiento desde la exterioridad a la interioridad.

Dada mi formación y las circunstancias de mi vida, en mí se ha dado ese tránsito. No practico una religión de obediencia ritual, sino de vida interior. El Dios en quien confío, no es el Poder Absoluto postulado desde mi indigencia. Es más bien lo contrario, es el Amor, como tal siempre es frágil y expuesto. Dios es Amor, es la fuente de donde mana y fluye el amor que nos anima en nuestras relaciones humanas. La Vida entera, así con mayúsculas, desde la primera explosión hasta la aparición del hombre-conciencia, se nos revela entonces como la historia del Amor, la historia de Dios. Creo que esta religión interior no es exclusiva de personas evolucionadas; la encontramos sobre todo entre gente sencilla, más consciente de su íntima insatisfacción, de la vaciedad experimentada, o el temor existencial. Es ésta, pues, una religión que invita a todos a la confianza en la vida, a buscar la luz en lugar de instalarse en la confusión.

Somos intrínsecamente precarios. Lo constato en una situación que me ocurre con cierta frecuencia, y quizás también sucede a otros. Me refiero a la acometida de fantasmas nocturnos, vivencias negativas, vagas y difusas durante el sueño, un malestar indefinido, incluso con asomos de angustia. Aparentemente sin causa o episodio desencadenante; es sólo un desgano indeterminado, una sensación de fracaso, culpa, tristeza, frustración. Tales fantasmas nocturnos se disipan con la luz del día; uno vuelve a estar vivo, sensible a lo positivo, lo bello, lo bueno.

Esto me ha ocurrido en las últimas noches con una coloración particular, una vaga referencia al coronavirus. A mí no me afecta demasiado el aislamiento, en plena naturaleza, con un amplio jardín, con televisión e internet. Pero siento la lejanía física de las personas que quiero. Además, el clima creado por los medios, provoca sentimientos de miedo o angustia. Un similar resentimiento inconsciente lo he experimentado en otras ocasiones: la misma disconformidad, baja autoestima, desilusión y angustia, pero vinculada ahora a falencias en el trabajo, a mi desempeño… Supongo que deben ser secuelas del cese de mi ejercicio profesional. Una irrupción de negatividad confusa e inquietante, quizás la protesta de un ego insatisfecho y desatendido.

En fin, confieso que en mi pesadumbre y en plena confusión nocturna y semiconsciente, mi reacción ha sido la de recurrir a Dios y decirle algo así como: Dios mío, toda mi vida está en tus manos, en ti confío, tú eres la fuente del amor, derrama ese amor en mi corazón, hazme capaz de amar. Quizás esta reacción me resulta espontánea por cuanto cultivo ese pensamiento varias veces al día. En mi oración, le pido con frecuencia a Jesús que cumpla la promesa que nos hizo. “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan! (Lucas, XI, 13) Y yo creo en el Espíritu del Amor. Le creo a Jesús. Ahora bien, me ha sucedido que, con este gesto de ponerme confiadamente en las manos de Dios y suplicar la acción del Espíritu, han huido los fantasmas y he recuperado la frescura y la alegría de vivir. Entonces puedo decir de verdad: ¡Gracias Dios mío!

La experiencia de precariedad existencial es una realidad. Si nos atrevemos a encararla, ella nos conmueve profundamente. Y al reconocerla, podemos alzar la vista más alto, incursionar en la trascendencia, o bien acudir directamente al Trascendente. Entonces puede despertarse una confianza existencial y radical. Esta disposición de alma debería ser el equivalente de la salvación ofrecida por las religiones. Pero para llegar a este punto, ha sido preciso haber buscado (“el que busca encuentra, al que pide se le da, al que llama se le abre”), haber cultivado una vida espiritual.

No puedo dejar de evocar aquí el coraje de Mariano Puga, a quien conocí. El fue un hombre de oración, de profunda unión con Jesús, amor que lo condujo a hacerse uno con los últimos de la sociedad. Me contaba un amigo común que lo visitó pocos días antes de morir: estaba muy cansado, sin dolores, pero feliz de partir... ¿Qué más podríamos esperar para nosotros?

Andrés Opazo


¿QUÉ NOS QUEDA?

Vivo con inquietud e incertidumbre. La monstruosa cuenta que evidencia el aumento del contagio presagia catástrofe. Las informaciones, videos y comentarios que vienen de Europa, particularmente de Italia y España, clarifican, anticipan e impactan hasta la angustia. Esto es el apocalipsis me dijo un fotógrafo romano en un mensaje escueto y tajante. Y es un hombre que ha visto guerra y desesperación por el mundo.

Nos vinimos a Curacaví, al campo, a una cuarentena, que lo más probable se transforme en ochentena o ciento sesentena. O más. Nos alejamos de la ciudad, la de todos los males y a la vez la que explosivamente es símbolo de progreso y bienestar. Acá es distinto. Se percibe y se vive en otro ritmo. Los árboles nos anclan a la tierra, aunque secos hoy, pero haciendo un esfuerzo supremo para no morir. La araucaria, solo como ejemplo, está verde en lo más alto, buscando desesperadamente el cielo.

Como venimos de la ciudad, estamos formateados para “ver el virus” en todas partes. Ese que recibimos y dejamos en todas partes. En los tubos del Metro, de las micros, en todas las superficies, en la planta de los zapatos y en las ropas. En todo. Invisible pero monstruoso. En Curacaví, en el pueblo y sus alrededores no se han registrado casos. Quizá los hay, pero están silenciosos. Quizá yo hasta ahora sea asintomático y esté contagiando como me ocurrió ayer cuando subió Carlos al auto para bajar desde el cerro. Se sentó y me dijo que si sospechara de algo se iría caminando. En mi caso sería lo mismo. No lo llevaría. Pero ambos corrimos un riesgo. Sin querer queriendo recelamos el uno del otro. Es potente solo pensarlo. Me aíslo para no ser contagiado y para no contagiar en el caso de ser asintomático. Pero tenemos que salir, inevitablemente.

Nos fuimos a vacunar. Eso fue el lunes de la semana que termina. Fuimos al Consultorio, un Cesfam (Centro de Salud Familiar, para quienes no conocen la sigla). Era el primer día de vacunación contra la influenza, especialmente para adultos mayores, es decir, población de riesgo. Mucha gente. Largas colas. Algunos con mascarillas, la mayoría, sin ellas. Al ver la cola nos ponemos y después preguntamos. Nueve treinta de la mañana. Todos detenidos por largo rato hasta que se anuncia que en media hora darán números, con hora de atención para el día siguiente. Y así ocurrió. En una hora estaba todo resuelto. Pero muchos se quejaban por el desorden y la desinformación, porque en Chile nada funciona, no como en Estados Unidos, porque siempre hay alguien, en cualquier situación que pondera lo maravilloso que es Gringolandia. No, la culpa es del Alcalde, no, de la gente que atiende, que es ineficiente. Pero el tema es otro. ¿Cómo me debería proteger ante tanta aglomeración, sinónimo de multiplicación potencial de los contagios? Poniéndome una mascarilla, lo primero de lo obvio. Mascarillas no hay en ninguna parte. Sin embargo tengo la suerte que uno de los grandes importadores de productos médicos es más que conocido. Entonces lo llamo. Está trabajando desde casa y ha generado un eficiente sistema de distribución de sus productos a todo Chile. Pregunta obvia ¿Tienes mascarillas? Sí tío, en casa tengo. Ven a buscarlas cuando quieras. Por supuesto que fui. Protección a toda prueba, pensé. Para todo lo que hay y lo que viene. En veinticinco minutos llegué a su condominio, salió de su casa, porque en estas circunstancias no hay ninguna posibilidad de bajarse a saludar a su esposa y menos a los niños. Tenía en su mano la bolsita con nueve mascarillas y tres pares de guantes. Confieso que me produjo estupor.

En esta pandemia única en la historia de Chile, y aún en sus comienzos, es probable que veamos lo mejor y lo peor del ser humano. Hay tiempo. Como en todas las crisis, pero sospecho que todos terminaremos siendo más humildes. De eso estoy seguro.

¿Qué nos queda? Ser positivos, pensar en que para todos esta es una época nueva, complejísima, de alto riesgo y que pone a prueba todas nuestras capacidades y respuestas, partiendo, como es obvio por el sistema de salud. Por eso creo que debemos cambiar radicalmente nuestra actitud de permanente crítica e inconformismo por una de comprensión y colaboración. Entender que a medida que pasen los días la preocupación e incertidumbre crecerán y nuestra sensación de fragilidad aumentará. Sin embargo, para los cristianos nos queda lo más significativo y tranquilizador que es confiar en la protección del Espíritu Santo, sintiendo su seguridad y amor. Hacemos todo cuanto debemos y nos entregamos. En paz.

Rodrigo Silva


EL MUNDO AL REVÉS

Hace unos días cayó en mis manos un artículo del diario El País, España, que decía con mayor elocuencia y extensión algo como lo siguiente.

Imaginemos que el temor a la progresión del coronavirus llega al punto de que multitudes de europeos tratasen de emigrar al norte de África, en donde el calor habitual impide la propagación del virus. La desesperación impulsaría a franceses, italianos, españoles, alemanes, familias enteras, a hacerse a la mar hasta en balsas improvisadas o lanchones en desuso. Entonces los africanos, a la defensiva, podrían tratar de impedir su entrada mediante mallas electrificadas, guardias armados y hasta con balazos a los más osados… El mundo al revés. 

Andrés Opazo


TEMA DE CONCIENCIA

“Alguna cosa va muy mal en nuestro mundo cuando nos alarmamos por el covid-19 y, por el contrario, ni nos inmutamos por la muerte de decenas de miles de personas cada día”.

Manos Unidas, España. Al comunicar que en el mundo mueren diariamente 24.000 personas por hambre; 8.000 niños.


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