HUMANIDAD Y ESPIRITUALIDAD
En la entrega de esta semana Andrés Opazo nos propone recuperar la integralidad y la multidimensionalidad de la vida, en factores tan claves como la economía, el equilibro social, la naturaleza y la política. Nos indica que la crisis que padecemos como humanidad es una crisis espiritual y moral, una pérdida del sentido del qué, del por qué y del para qué. Y reflexiona sobre nuestra relación con la naturaleza y los factores que la deterioran y degradan. Y concluye diciendo que quizá sea “el momento de liderazgos humanistas, de hondura espiritual y moral, de avanzar hacia visiones integrales, en donde el cuidado de todos y cada uno se encuentre íntimamente ligado al cuidado de la casa común.”
Y Rodrigo Silva habla desde una condición de privilegio e incertidumbre para esbozar la soledad de la muerte de quienes están viviendo y sufriendo la pandemia. En su relato de esta semana apunta a las esperanzas perdidas que apuntan a una nueva dimensión de la vida. Una metáfora para recuperar lo perdido.
EL COVID: CRISIS DE HUMANIDAD Y ESPIRITUALIDAD
Ha quedado al descubierto la realidad.
El virus hace su aparición en países dotados de aceptables sistemas de salud. Viajeros
de países subdesarrollados lo transportan a su tierra. Son personas solventes
en lo económico y contagian primero a su medio social. Pero luego el virus alcanza
a medios populares carentes de lo básico; se vuelve incontrolable. Pese al
saber científico y a la tecnología disponible, nos hemos visto sorprendidos y cada
vez más confundidos.
Lo que se ha desvelado son los severos
desajustes en dos ámbitos decisivos de la vida en sociedad: la relación del
hombre con la naturaleza, y las relaciones de los seres humanos entre sí.
+ La naturaleza es sólo objeto de
explotación y fuente de riqueza; deforestación, contaminación de las aguas, irrespeto
de ecosistemas y biodiversidades, alteración del hábitat de especies de
funciones benéficas (murciélagos). En los últimos 50 años han florecido gran
cantidad de nuevos virus. La ciencia lo sabe.
+ La desigualdad económica y social es
insostenible y relega a valores como la libertad, igualdad y fraternidad a la
condición de discurso vacío. La cuarentena no es igual para ricos y para
pobres; ¿pueden éstos quedarse en casa y lavarse las manos con frecuencia? ¿En
qué casa, con qué agua? Para los primeros la reclusión es corta; para los
segundos, prolongada e imposible de cumplirse plenamente.
Ahora bien, estas formas de
relacionarse con la naturaleza y entre los hombres no responden a una ley
natural y perpetua; han sido impuestas por los hombres, concretamente por
quienes comandan la actual economía globalizada. Es evidente.
Lo que no es tan evidente es algo que
explica lo anterior. La cultura en que vivimos ha operado una verdadera fractura
al interior de lo humano; ha desconocido la ligazón intrínseca o la interdependencia
estrecha entre funciones básicas, a saber: la economía (la producción de bienes
que permiten la vida), la política (el ejercicio del poder societal), lo social
(la satisfacción universal de necesidades), la ecología (la armonía con la
naturaleza) y lo espiritual (la conciencia personal, rectora y orientadora). La
imbricación constante entre estos factores es esencial para una buena convivencia
humana.
Pero hoy constatamos fracturas en ese
orden multifacético y de múltiples interacciones: la economía se
desconecta de la satisfacción de las necesidades humanas y persigue sólo la
reproducción del capital; ejemplo: cuando bajaba el precio, las empresas
bananeras arrojaban el banano al mar; el equilibrio social se rompe, los
ricos se vuelven demasiado ricos y se multiplican por miles los pobres; la
naturaleza es privatizada y convertida en un botín; la política deja
de guiarse hacia el bien común para someterse a intereses poderosos o a
ideologías. Y es precisamente la política, la acción humana consciente, la
encargada de reorientar las otras dimensiones hacia su verdadera finalidad. En
estas circunstancias, puede esperarse cualquiera calamidad. No existen recetas mágicas.
Entonces es preciso ir al fondo y recuperar la integralidad y la multidimensionalidad
de la vida. Ahora bien, este retorno a la racionalidad sólo puede provenir del
interior de la persona. En el fondo, la crisis que padecemos como humanidad es
una crisis espiritual y moral, una pérdida del sentido del qué, del por qué y
del para qué.
La humanidad, hoy más consciente que
antaño, se encuentra consumando una verdadera atrocidad moral. La llamada
globalización es en última instancia un fenómeno económico: el despliegue del Capital
hasta el más lejano rincón del planeta. Su efecto a nivel mundial es desastroso:
el 1% de las personas posee hoy el 50% de la riqueza o bienes materiales
totales de la humanidad entera; el 20% posee el 95%; y el 80% de los seres
humanos posee sólo el 5% de esos bienes. Cuesta evaluar el dolor y la
frustración escondidos tras estas frías cifras. Pero éstas existen y son
conocidas por los economistas. Se sabe también que mueren de hambre diariamente
25.000 personas en el mundo, 9.000 niños. Con sobrada razón algunos sostienen
que el Capital es hoy el principal enemigo de la humanidad.
Finalmente, el covid-19 ha sentado una
evidencia. Dependemos unos de otros, y todos del cuidado de nuestro planeta, nuestra
cuna a la vez que nuestra atmósfera. Esa honda conciencia de pertenencia movió
a San Francisco de Asís, enfermo, ciego y a las puertas de la muerte, a cantar
“Laudato si mi Signore” (Alabado seas mi Señor); a dar gracias por el hermano sol,
la hermana luna, la hermana lluvia, el agua, el fuego, incluso la hermana
muerte, para él ya muy próxima. Por su parte, y consciente del drama que hoy
vivimos como humanidad, así como del alma universal y ecuménica que todos de
algún modo llevamos, el Papa Francisco se inspiró en el poeta de Asís para
escribir una carta encíclica de profunda verdad y belleza: El cuidado de la
casa común, nuestra hermana y madre tierra.
“Esta hermana clama por el daño que le
provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha
puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y
dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón
humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de
enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres
vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está
nuestra oprimida y devastada tierra, que sufre y gime dolores de parto.
Olvidamos que nosotros mismos somos tierra. Nuestro propio cuerpo está
constituido por elementos del planeta, su aire es el que nos da aliento y su
agua nos vivifica y restaura.” (n°2)
Para el Papa, el sufrimiento de la
tierra está íntimamente ligado al sufrimiento de los pobres del mundo. Un
ejemplo de ello es el acceso a un bien primario como es el agua. “Mientras
se deteriora constantemente la calidad del agua disponible, en algunos lugares
avanza la tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía
que se regula por las leyes del mercado. En realidad, el acceso al agua potable
y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina
la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio
de los demás derechos. Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres…”
(n°30)
Lo dice el Papa, al que no le cabe la
acusación de “estatista”. Chile es uno de esos lugares a los que él se refiere:
el agua potable es monopolio de algunas empresas, y sólo accesible para quienes
la pueden pagar. Pero, gracias a Dios, nuestro país ha crecido en conciencia;
la inequidad ha gatillado un estallido social de proporciones a pocos meses de
la visita de la pandemia.
Es hora, pues, de escudriñar los “signos
de los tiempos”. Pese al empeño de algunos por retornar simplemente a la
antigua normalidad, se abre una gran oportunidad para un país nuevo y mejor.
“De la pandemia no saldremos igual; saldremos peor o mejor; de nosotros
depende”, palabras de un teólogo español. Hemos sido gobernados por economistas
con una sola meta: crecimiento económico. Quizás puede ser el momento de liderazgos
humanistas, de hondura espiritual y moral, de avanzar hacia visiones integrales,
en donde el cuidado de todos y cada uno se encuentre íntimamente ligado al
cuidado de la casa común. La pandemia nos ha enseñado esa necesidad. Este
cuidado podría llegar a ser el valor vinculante como comunidad doméstica y
también universal.
Andrés
Opazo
CONVERTIRME EN NUBE
Escribo desde el privilegio. Desde la tranquilidad y
también de la incertidumbre. Acostumbrándome a una nueva forma de comunicación
y de relaciones. A la pantalla, a las reuniones virtuales, tanto de trabajo
como sociales.
Hemos entrado a una nueva realidad de vida. Quizá para
siempre. Se acabaron las certezas. Digo lo obvio. Primero fue el 18 de octubre.
El inicio de un cambio radical en las expresiones sociales, con mi condena a la
violencia incluida y, desde marzo en adelante la pandemia. Ahora, al parecer,
estamos en las semanas más críticas. Cómo saberlo, porque pareciera que todo se
ha ido desbordando hasta límites para mí desconocidos. Porque una cosa es ver
las noticias y los reportes oficiales y otra es la realidad que supera todos
los márgenes de lo previsible. Un médico amigo comentaba este miércoles que una
de las clínicas tradicionales de Santiago estaba prácticamente reconvertida
para atender COVID-19, esta abreviación que encierra tragedia y muerte. El país
tiene del orden de ochenta y cinco mil infectados y nos acercamos a los
novecientos muertos. En las estadísticas surgen las controversias y las
comparaciones con otros países. En algunos casos para destacar que el sistema
sanitario ha respondido bien porque la letalidad es muy baja. Pero para la
familia de los fallecidos, el porcentaje es altísimo. O que esta pandemia es
“nada” si se la compara con otras enfermedades y causas de muertes que
sobrepasan largamente estas cifras. Lo único cierto es que estamos en medio de
ella, semiparalizados como sociedad, confinados y aprendiendo a vivir de una
nueva forma.
Impacta, primero el aislamiento y luego la profunda
soledad en la que mueren estos verdaderos condenados. No he vivido,
afortunadamente, la experiencia directa de algún familiar o persona muy cercana
en esa situación. Y no estoy diciendo nada original. Pero en una de las dos
experiencias decisivas del ser humano, como en este caso es la muerte, los
enfermos están completamente solos y aislados, atendidos por quienes han
tratado de preservarles la vida y también la propia. Sin una mano que les
acaricie y les reconforte en ese instante decisivo.
Sobre la muerte y, a propósito de los nuevos tiempos que
vivimos en casa, hace tres o cuatro días vimos una película. Sergio es su
nombre. El personaje fue funcionario de Naciones Unidas y murió en agosto del
2003, en Bagdad, producto de un atentado terrorista. En ese momento era
representante especial de Naciones Unidas en Irak, delegado directo del
Secretario General. Allí la muerte fue violenta porque se derrumbó parte del edificio
en el que estaba instalada la misión de la ONU. Pero el tema tiene que ver con
una secuencia que este mismo diplomático había vivido en Timor Oriental, cuando
fue Administrador Provisional, designado precisamente por Naciones Unidas,
entre 1999 y 2002.
La escena es la siguiente. Se agacha y luego se sienta al
costado de una mujer que estaba trabajando en un telar. Ella tiene una historia
que contar, le susurra al oído quien acompañaba a Sergio. Usted no me va a
entender, le dice a mujer, una verdadera anciana, más por la vida que por los
años, presumo, porque fue ver a las campesinas chilenas, del campo profundo,
con la cara curtida por el sol y el frio y por la experiencia del trabajo
físico. Y también por los sufrimientos. Sí, cuénteme, dígame qué espera de la
vida, de su futuro. Quiero transformarme en nube y subir al cielo para luego
caer sobre mi tierra como lluvia y permanecer aquí para siempre. Todo dicho en
un hablar pausado, con la cámara en primeros planos, en sus ojos, en sus manos
venosas, en tanto ella seguía tejiendo. Sergio se acercó y se entregaron en un
abrazo de apoyo mutuo. Silencioso. Esa mujer, como varias, muchas, decenas o
miles que vivieron la ocupación indonesia desde 1975 a 1999, fecha del
referéndum de autodeterminación, precisamente patrocinado por la ONU. Toda su
vida arrasada, sus dos hijos muertos. Violencia, despojo y miseria. Pero allí
estaba trabajando en un programa de emprendimiento patrocinado por un organismo
de ayuda internacional, sumida en una ilusión de muerte y nueva vida, tan
poéticamente dicho. Me pareció.
Rodrigo Silva
Los invitamos este domingo de Pentecostés a unirse al canto "Ven Espíritu Santo" de Los Perales en este link: https://youtu.be/Kj18m4kyn0k
Los invitamos este domingo de Pentecostés a unirse al canto "Ven Espíritu Santo" de Los Perales en este link: https://youtu.be/Kj18m4kyn0k
Comentarios
Publicar un comentario