¿PODRÁ SURGIR UNA NUEVA IGLESIA POST PANDEMIA?

La iglesia post pandemia podría sufrir una profunda transformación. Así lo imagina y describe Andrés Opazo. Volver al ejercicio de las primeras comunidades cristianas centradas en Jesucristo. Propone acabar con el Estado Vaticano, cediendo a la Unesco, desprendiéndose “del valiosísimo patrimonio cultural de Europa y de la humanidad allí contenido.” Su visión es de un cambio total de sus estructuras, su forma de gobierno y de participación en la sociedad.” (…)  “Si se cree realmente que la Iglesia es el pueblo de Dios, razona Andrés, debería gobernarse en consecuencia. Ya no concebimos la monarquía absoluta. Las comunidades podrían elegir a uno de sus miembros para desempeñar los diversos cargos y servicios, incluidos sacerdotes y obispos.” Una iglesia totalmente nueva.

Y Rodrigo Silva, como es habitual, en primera persona, relata la experiencia del amor y del contacto visual con sus nietos, todo alejado de abrazos y besos que siempre han sido parte esencial de ese tipo de encuentros. La nueva forma de vivir, en virtud de esta pandemia a la cual todos nos adaptamos. ¿Cambiaremos para siempre nuestra forma de ser?

Les invitamos a leer, compartir y debatir. Nuestro blog es parte de esa instancia.

SUEÑOS DE UNA IGLESIA POST VIRUS-19

Debido a la expansión del virus, especialmente en los países desarrollados y de tradición cristiana, la presencia pública de la Iglesia se ha visto afectada, por no decir suspendida. Ha sido la ocasión para un retorno obligado a la iglesia doméstica, en las casas, en las familias. Así fue la Iglesia de los primeros siglos, cuando no existían ni las misas, ni las liturgias, ni los sacramentos, ni el derecho canónico. Los discípulos se agrupaban en torno a la memoria de Jesús, hacían oración y se preocupaban los unos de los otros. Esas sencillas comunidades devinieron en lo que hoy vemos. Pienso en países como España, donde la Iglesia se ha convertido en un poder público indiscutido, con sus catedrales, palacios, universidades, escuelas, hospitales, procesiones, etc.

Parece abrirse una nueva era. Lo acontecido a causa del virus mueve a pensar. Llegó el momento en que la sociedad se atreve a limitar la acción de una institución antaño tan poderosa. Hoy se le impone silencio en la coyuntura menos imaginada. La actual cultura secularizada y pluralista permite obligar a la Iglesia a acatar la obediencia exigida a toda institución. Ella podría desaparecer, o bien experimentar un cambio copernicano. Para algunos, una catástrofe; para otros, la ocasión para retornar a la esencia de la fe cristiana: vivir la existencia según la figura y la palabra de Jesús. La única misión de la Iglesia sería el seguimiento del Maestro, por lo tanto, el servicio humilde al prójimo, el amor universal y el cultivo de la esperanza. Su inserción en la sociedad se haría, entonces, a través de pequeñas comunidades conformadas según afinidades de barrio, de trabajo u otras actividades, y dispondría de pequeñas capillas o espacios comunes. La nueva Iglesia tendría el ojo derecho puesto en Jesús, y el izquierdo en los hombres y mujeres de hoy, sus necesidades y aspiraciones. Por ello debería estar dispuesta a colaborar con toda iniciativa de justicia y mejoría de la condición humana.

Un cambio real y no sólo discursivo se traduce en ciertos gestos fundamentales. En primer lugar, la Iglesia debería acabar definitivamente con el Estado Vaticano, con todo lo que ello implica en el terreno político mundial. No debería ser algo tan insólito: ella ya fue una vez forzada a renunciar a los estados pontificios que creía indispensables para su misión. Renunciar hoy al Vaticano implica desprenderse del valiosísimo patrimonio cultural de Europa y de la humanidad allí contenido. Nada se perdería si se lo pusiese en manos de la UNESCO: basílicas, museos, palacios y edificios, una herencia de siglos de arte y de cultura. Conjuntamente, su inmensa riqueza plasmada en bienes inmobiliarios y recursos financieros, podría destinarse a una beneficencia orientada hacia los más pobres del mundo. Sólo entonces podría ser verdadera la opción por los pobres, tan sinceramente deseada por personas como el papa Francisco, obispos, sacerdotes, religiosas y laicos del mundo.

La Iglesia podría gobernarse como una ONG de extensión universal. Se extinguiría la poderosa burocracia, el clericalismo y el Derecho Canónico. Los servicios internos, como el actual sacerdocio, no darían lugar a una profesión; serían renovables y no vitalicios. Todos vivirían de su trabajo, salvo por solicitud de la comunidad en vista de servicios de dedicación exclusiva. La liturgia debería ser urgentemente reinventada según el espíritu de Jesús. La misa, con su ritual lejano y aburrido de reverencias, genuflexiones, ornamentos y mitras, debería ceder ante la creatividad a fin de rememorar significativamente la Cena del Señor.

¿Y cómo podría darse la presencia de una nueva Iglesia en la sociedad? En primer lugar, si se la concibiera como una comunidad de comunidades ajenas al poder social, no tendrían cabida instituciones heredadas de la antigua cristiandad. Pienso en las universidades católicas. Para erigir una de ellas se requiere mucho dinero o alianzas con el dinero: propiedades, amplia infraestructura, financiamiento, cientos de empleados, etc. Por esta razón, ellas tienden a servir a los sectores acomodados, contribuyendo a perpetuar la fragmentación social reinante. Destinan, además, un personal religioso calificado para hacerse cargo de asuntos bien poco ligados a la evangelización, a lo que se suma la interrogante sobre su eficacia pastoral. ¿Los alumnos de una universidad católica salen más cristianos que los de una laica? Entonces ¿para qué universidades católicas? Otro tanto debería decirse de empresas como los colegios católicos, hospitales, canales de TV de propiedad de la Iglesia. La evangelización transcurre hoy por otras vías.

Desde otro punto de vista. Si se cree realmente que la Iglesia es el pueblo de Dios, debería gobernarse en consecuencia. Ya no concebimos la monarquía absoluta. Las comunidades podrían elegir a uno de sus miembros para desempeñar los diversos cargos y servicios, incluidos sacerdotes y obispos. Como en una genuina democracia, todos sin excepción, al cesar en su cargo, deberían regresar a su comunidad de rigen como uno más. ¿Por qué hoy tenemos dos papas? Una dirigencia siempre renovable y nunca vitalicia eliminaría de raíz el clericalismo. Los diáconos, sacerdotes y obispos podrían ser varones o mujeres, casados o solteros, heterosexuales u homosexuales. Lo único importante debería ser su espiritualidad e idoneidad para acompañar a la comunidad en el seguimiento de Jesús. Ello implica un real reconocimiento en la Iglesia del papel que la mujer, a menudo a la vanguardia de la evangelización.

Ahora bien, no por el hecho de surgir del pueblo, esta Iglesia soñada debería permanecer ignorante y alejada de la cultura. Por el contrario, ella debe poseer la capacidad de pensarse a sí misma como minoría en un mundo secularizado y pluralista, así como de pensar también a ese mundo al que está llamada a servir. Para ello debe fundar y mantener centros de reflexión y formación de dirigentes en los distintos niveles, los que deberían gozar de gran autonomía intelectual. En torno a ellos podrían fomentarse los espacios libres y creativos de diálogo; retroalimentarían a esos centros de elaboración y difusión del pensamiento. La existencia de una sólida intelectualidad cristiana dentro de una sociedad secularizada, debería redundar en la calidad de la convivencia humana.

La teología debería ocupar un lugar central en los centros de pensamiento. Ella se interroga a partir de las fuentes de la fe, sobre todo de la vida y la palabra de Jesús, de su proyecto del reino de Dios en el mundo. Y conjuntamente, analiza la estructura y organización de la Iglesia en vista de su fidelidad al estilo de Jesús y su funcionalidad para la predicación del reino en cada contexto cultural. Precisamente debido a ello, la reflexión teológica debería ser complementada con las ciencias sociales y de la cultura. Se conocerían mejor los distintos contornos de la mentalidad actual, con sus anhelos, sus promesas, sus conflictos y también sus deficiencias. También se tomaría conciencia sobre la diversidad antropológica de los pueblos donde la Iglesia ejerce su misión.

Obviamente, el pensamiento emanado de estos centros de reflexión debería volcarse en la catequesis dirigida a las comunidades, comunidades pensantes. En la Iglesia nunca ha faltado el pensamiento y la visión autocrítica. Pero por lo general, el resguardo de la ortodoxia ha atentado contra la libertad y la creatividad. Hoy ello debería cambiar en vista del cuidado por la diversidad y pluralismo interno. Sólo así podría florecer un fecundo diálogo con el mundo actual.

He aquí sólo unas ideas que podrían alimentar ese diálogo.

Andrés Opazo


EMOCIÓN DE PANDEMIA

Hay ciertas normalidades que se retoman, confianzas que parecieran aumentar a medida que pasan los días. ¿Será que nos vamos, paulatinamente acostumbrando a la nueva realidad de un estado de excepción con COVID-19? Cinco o seis semanas de aislamiento en algunos casos es muchísimo, pero a la vez podría ser muy poco. En paralelo aumentan los casos de personas infectadas, más de quinientos de martes a miércoles de esta semana. Hasta este sábado, del orden de dieciocho mil quinientas. Con cierta timidez comienzan a abrir algunos centros comerciales. Se intenta trasmitir una dosis de tranquilidad para que el impacto económico de la paralización se atenúe. Entonces se da la paradoja del aumento significativo de contagios, quizá aproximándonos al peak inicialmente previsto para las primeras semanas de mayo y ciertos grados de normalización de la vida diaria, con todas las precauciones que implica: mascarillas, distancia, alcohol gel, lavado de manos y demás. En este contexto la emoción pareciera superar a la razón y me dispongo a visitar a algunos de los nietos. Todos al aire libre. Pasar de la cámara y el video de whatsapp para verlos a dos metros de distancia. Jerónimo de cinco años y Samuel de siete meses. El primero y el último de los cuatro nietos de mis tres hijos. Están en el fondo de la calle sin salida en la que viven, en la Comuna de Las Condes. Son siete casas, de las cuales cinco han decidido vivir en una especie de comunidad de cuarentena. Los niños están felices, particularmente Jerónimo que ha sustituido el colegio por esta relación comunitaria con dos o tres niños/ñas de su edad. Con columpio colgado de los árboles de la calle y cuanto juego creativo se ocurra en estos espacios de libertad, al margen de las pantallas y las serie de televisión.

Después del mediodía, sin anuncio previo voy a una plaza de Vitacura en la que debiera estar Beltrán con su mamá, mi hija menor. Los comentarios de los días previos así lo presagian. Y efectivamente ocurre, pero no solo ellos dos, también Jerónimo, Samuel, su mamá y las dos abuelas. Todo el grupo al aire libre, a distancias recomendables y con las mascarillas a disposición. Allí la emoción es total. Los chicos miran con los ojos encendidos. Por fin la pantalla se ha terminado, el Tata está allí, aun cuando solo sonríen y dicen lo que naturalmente les provoca como respuesta a los estímulos. Saben que no hay abrazos posibles, eso ya está explicado por sus padres. Pero están felices. A mi prácticamente se me sale el corazón. Crece en el pecho. Podría explotar después de cinco o seis semanas.

El padre de Jerónimo y Samuel nació hace treinta y siete años. Ayer. Porque el tiempo ha sido una ráfaga. Fue el primer parto o nacimiento (que resulta más suave, melódico y emotivo) que viví en directo, en el quirófano, como uno más de las cinco o seis personas que estaban allí cumpliendo sus tareas. Y ver al hijo cuando el médico lo levanta para mostrárselo a la madre y al padre que esperábamos expectantes, aun cuando ella era la protagonista, verlo en ese momento es de las emociones más profundas de la vida. Dos horas después estaba en el departamento, llorando y con un concierto, no recuerdo cuál, a todo volumen, en el desborde máximo, en la época en que poníamos los vinilos. Por eso me parece que los nietos –Jerónimo y Samuel- en este caso, son la prolongación de esas lágrimas de hace más de treinta y siete años. Y luego Beltrán, el hijo de la hija, de un año, balbuceando sus primeros pasos, con estabilidades circunstanciales, equilibrando su cuerpo, avanzando treinta centímetros y sujetándose para volver a su centro de gravedad, en la plaza, en medio de una tarde soleada, a distancia, sabiendo que solo los brazos de su mamá están alertas para socorrerlo de ser necesario.

La pandemia nos aleja y nos acerca. Nos hace desear lo imposible de la cotidianeidad, de esos besos naturales, de esos abrazos que de rutina pasaban a ser una costumbre en la que no reparábamos. Hoy, como es obvio, recordamos su inmenso valor. Hay imágenes que quizá en el futuro serán normales, pero que hoy impactan, como la abuela, que se sienta a dos metros de sus tres nietos a leerles un cuento. Ella con mascarilla, ellos con incrédula ansiedad, pero sin trasgredir ese espacio de seguridad acordado, como la línea amarilla de los aeropuertos o del Metro. No se puede pasar, no se cruza. Es solo una advertencia.

¿Volveremos a la antigua normalidad de los abrazos y los besos? ¿Nos acostumbraremos a las reverencias de los japoneses, a la distancia establecida como un código inviolable? ¿O la mano recta de las mujeres anglosajonas en su saludo inicial? Todos deseamos ser queridos y sentir que hay una mano que nos acaricia y un beso que nos da ternura y amor. La pandemia lo pospone. Por ahora.

Rodrigo Silva


Comentarios


  1. Impecable Andrés Opazo, con una iglesia asi hasta capaz que yo me inscriba. Se podría comenzar por la cúpula, el gobierno de Italia le manda un oficio a Francisco declarando nulo el Concordato y al dia siguiente le manda un Whatsapp dándole 48 horas para hacer abandono del recinto del Vaticano.

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